Si le preguntas en un instituto —o en algunos colegios
privados— a un chaval de la ESO o de Bachillerato por la Iglesia, lo más
probable es que te respondan algo relacionado con la Inquisición. Incluso puede
que te ocurra lo mismo con los profesores o con los padres. Poco a poco, a
través de una labor de zapa cuidadosamente estudiada (en la que el uso blasfemo
de la palabra hostia no es casual), la Religión, la católica naturalmente, ha
ido ocupando el lugar del reo en la opinión pública. Del banquillo al patíbulo
hay la misma distancia que del rechazo social al exterminio. Es algo tan
consabido que resulta enojoso tenerlo que recordar. Los judíos saben mucho de
esto. Primero, con paciencia de generaciones, se va contaminando el aire común
de tópicos, manipulaciones y apriorismos faltos de rigor pero muy eficaces. Es
lo que la Iglesia Católica y la Religión Cristiana en general han padecido
durante las últimas cinco décadas en Occidente (recuerden la ignorancia del
cristianismo en el proyecto de malograda Constitución europea). A partir de la
toma de los puestos estratégicos más influyentes por los pupilos del mayo del
68 francés —curiosamente, las mismas calles, los mismos adoquines, la misma
violencia—, universidades y fábricas se convirtieron en focos de
anticatolicismo, hasta llegar a la tierra prometida de la demagogia apadrinada
por la URSS: la identificación colectiva entre fe y fanatismo. De esta manera
se consiguió desterrar de todos los ámbitos civiles los símbolos y tradiciones
dotados de componentes religiosos. El cristianismo pasó a ser el muñeco de vudú
de la progresía, que gradualmente se fue adueñando del monopolio que agrupaba
al poder, la autoridad moral y la influencia pública en unas solas manos: las
de la izquierda atea.
Hoy, Europa es un desierto espiritual, y, paradójicamente,
las corrientes de ascetismo nos llegan del desierto. Hasta hace unos años, el
nirvana era más o menos pacífico (si no lo vinculamos a la droga), desde el
yoga hasta el new age, pasando por el budismo, los masajes o aquella serie de
Kung Fu que introdujo en la clase media española la sensación de haber perdido
el alma en Oriente, pequeño saltamontes.
¿Qué había ocurrido? Lo que yo llamo, entre amigos, "la
neumática de la Historia". Puede parecer elucubración teorética, pero es
lo que está detrás de las balas y los explosivos de París. En este mismo
instante, mientras pulso las teclas de mi ordenador, percibo, como Oriana
Fallaci la mañana del 11-S, un raro estremecimiento, una combinación de intuiciones
que me dice "alguien, en algún lugar muy cerca de ti está preparando la
continuación de la batalla que ha estallado en París". La neumática es una
rama de la Física muy parecida al "horror vacui" del barroco que
llena nuestros retablos sevillanos. Cuando un panorama intelectual y político
se contrae, el espacio que deja libre es instantáneamente ocupado por el cuerpo
mejor situado para ello. El vacío no existe. Si el cristianismo se esfuma, a
base de condenas y desprecios, algo entra en escena por él. Lo normal es que
sea un algo de su misma naturaleza pero de signo contrario. Y cuando ese algo
encuentra algún obstáculo, lo expulsa para implantarse él.
"Conquistaremos Europa con el vientre de nuestras
mujeres". Tendremos que desempolvar esta vieja frase como ellos están
sacando brillo a sus sangrientos AK 47. Lo que no hayan conseguido relegando el
cristianismo a las catacumbas mediante la división del enemigo (igual que
hicieron en el 711 con los últimos visigodos) lo harán los fanáticos de la "nueva"
religión que tendrán muchos más hermanos (musulmanes) que los hijos de los
últimos cristianos de Occidente. Y lo peor es que la pirámide de edad de unos y
de otros es ya irreversible. No en vano, los denostadores de la fe cristiana se
apresuran a fomentar el aborto en cuanto llegan a los gobiernos (véase anexo a
la declaración de independencia de Cataluña o primera medida del Ejecutivo
social-comunista en Portugal).
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