Te escribí, hace ya doce años,
otro artículo que titulé “El primer día”. Ha sido uno de esos escritos mágicos
que dejan en los lectores un eco duradero, de una frecuencia lenta y por eso
profunda, causa de que mucho tiempo después de su publicación reaparezca en
boca de quienes no han olvidado sus palabras. Son los artículos que merecen la
pena. Lo demás es morralla.
Te dediqué aquel texto, de
corazón, porque lo conquistaste con aquella mirada tuya que recuerdo como si la
estuviera viendo ahora. Es más, cierro los ojos y la veo. Era tu primer día de
clase en el colegio. Al pie de la escalera, nos dimos un beso de despedida.
Acto seguido, con una disciplina amorosa que habías sacado de ti misma, diste
media vuelta con la mochila a tus espaldas y emprendiste la escalada sin mirar
atrás. Al final, y mientras girabas en ángulo recto para entrar al gran patio
escolar, te detuviste un instante, me miraste, sonreíste y me dijiste adiós con
un gesto de tu mano. Ni prisas ni pausas. Todo con el tempo de tus seis años
bien cumplidos.
Algo parecido habías hecho tan
sólo unas horas después de nacer. Te llevaba en brazos camino de la ecografía
para explorar un pequeño bultito que tu madre había descubierto —¡las madres!—
al amamantarte. Tus ojos no se apartaron de los míos en ningún momento durante
el trayecto dentro de la clínica. Y después, las duras maniobras del ecógrafo
no te arrancaron una sola lágrima, ni una queja. Impresionante.
De eso han pasado diecisiete años
y medio. ¿Muchos? ¿Pocos? Depende de cómo se mire. Tu nombre, Beatriz, ha sido
fiel durante este tiempo a su significado filológico. Has traído mucha
felicidad a mi vida. Y eso rejuvenece. No toda, claro. Tu madre acrecentó la
que había sembrado mi progenitor. Y después, tus hermanos (también el que no
está) me hicieron padre antes que tú; en eso te llevan ventaja. Tú, mi
benjamina, próxima ya a cumplir la mayoría de edad, has marcado el hito de la
consumación, de la alegría final y sin término. Gracias, mi niña, por aquella
mirada de hace media vida y que para mí fue una vida entera.
El viernes pasado fue tu último
día de clase en el mismo colegio. La luz de los Sagrados Corazones te acompañe.
El viernes también tuviste una mirada para tu padre. Era muy distinta y la
misma que la del primer día. Estudiabas.
Te pregunté por la marcha de las cosas mientras acariciaba esa larga melena que
no tenías con seis años. Yo acababa de leer “Romeo y Julieta”, de la que
tendrás que examinarte dentro de poco para ser actriz. Tu sonrisa fue la misma,
pero había algo de pena en ella, la nostalgia de abandonar tu colegio. Me
recordaste que había sido tu último día, y que echarás de menos a tus
compañeros, profesores y religiosos. No importa, pequeña. Los llevarás ya
siempre contigo. Tanto tiempo con ellos no transcurre en balde. No estés
triste, te dije. Piensa en el futuro, en el Arte Dramático, en tus nuevos
amigos, en los autores y sus obras, en el público y en lo que nunca te fallará:
tu familia aquí y tu Creador allá. Y además, el colegio seguirá ahí y cuenta
con tu arte y tu entrega a los demás, esa fuerza interior que llevabas aquel
primer día y que has seguido transmitiendo todo este tiempo hasta el punto de
haber dejado huella en quienes te han tratado. Aún recuerdo la boca redonda y
los ojos como platos de tu tutora cuando me insistía, una y otra vez, en que
eras muy especial.
¡Y tanto! Lo de menos, con todo y
con eso, es que hayas sacado 10 en todas las asignaturas los dos cursos del
Bachillerato, que seas matrícula de honor y el mejor expediente de tu promoción,
tanto el absoluto como el de Humanidades. Todo el mundo recalca lo mismo,
empezando por el director de tu colegio: “Es brillantísima, pero sobre todo es
una excelente amiga y compañera”. Pues lo tienes todo, hija. Dios te ha
bendecido con sus dones en grado extremo. Yo no me merecía esto cuando te
engendré.
¿Quién me iba a decir, tesoro,
aquella mañana de septiembre del año 2004, que iba a gritarte “¡bravo!” (yo y
mi timidez proverbial que me impide incluso bailar) al escucharte cantar en el
musical que os ha granjeado el primer premio de Andalucía en el concurso, ya
clásico, de Coca Cola? No quepo en mí, igual que el resto de la familia, cuando
me paran por la calle para felicitarme por la hija que tengo.
Ahora a no creérselo, cariño. A
luchar en este mundo injusto con una sola mira: llevarte bien contigo misma.
Así serás digna de tu suerte al haber sido elegida por el Eterno para hacer
grandes y buenas cosas por la
Humanidad que te rodea. Por ejemplo, portar la felicidad a
quien esto escribe, que no va a olvidar a tus abuelos, sobre todo los que ya no
están (Emilia, Ángel, Encarnación), y al que sigue compartiendo la vida
contigo, Antonio, porque gracias a ellos, que nos dieron el ser generosamente a
tu madre y a mí, hemos tenido la dicha de conocerte, disfrutarte y mirar hacia
delante contemplando contigo el mismo horizonte de ilusiones.
Un beso.
Papá
El diez te lo pongo yo como padre, no porque seas perfecto, algo que solo Dios es, si no porque te has dejado la piel porque tus tres hijos sean felices. Gracias por no fallarme nunca papa. Te quiero
ResponderEliminarBeatriz