Las metáforas son la sal de la
vida. Pero vamos camino de quedarnos sin ellas. En caso de albergar algún
resquicio de resistencia a la marea que nos lleva, les recomiendo vivamente la
lectura del último —espero que no— libro de Antonio Muñoz Molina, quien para mí
es el mayor y mejor escritor vivo de nuestras letras. Ideológicamente, me
separa de él un océano que, como suele suceder, también es nuestro nexo en
común. En no muchas páginas, el ubetense que aprendiera a escribir asomado a
Sierra Mágina traza el perfil exacto de la decadencia democrática en España. No
es un libro para disfrutar, más que de su prosa, repujada como siempre en él.
Es lo que llamaban los modernos un libro testimonio, que rezuma desolación de
la quimera. Describe con tiralíneas, palmo a palmo, lo que para mí llamo desde
hace decenios “el secuestro de la democracia”, su uso perverso por los mayores
enemigos de ella, que no suelen ser los dictadores porque para ellos no existe,
sino sus usuarios. Es como si bajo los lomos de un inmenso caballo de Troya se
hubiese escondido una raza de truhanes con el único fin de lograr taimadamente
la destrucción de un adversario mucho más fuerte que ellos: el pueblo español.
Abran el libro por donde quieran. Encontrarán una tesela que casi habíamos
olvidado (la desmemoria histórica es la herramienta favorita de los demagogos)
del gran mosaico nacional.
La foto
con la que ilustro este artículo la obtuve hace una semana en la zona de
consultas externas de uno de los tres grandes hospitales metropolitanos de
Sevilla. La última vez que había estado allí, intenté sentarme en ese mismo
banco, que aún conservaba, sueltas, sus tablas. No pude. No me fiaba de sufrir
una caída y que las cercanas urgencias me obligaran a guardar una espera de
horas para ser atendido. Eso fue en noviembre del año pasado. El miércoles el
banco carecía ya de asiento, como pueden observar. En la zona, donde se hallan
los servicios de Oftalmología y Rehabilitación por los que circulan al día
miles de personas, sólo hay otro banco como éste, que sí está en uso.
Observarán que al fondo hay una máquina de ejercicios, que jamás he visto
ocupada por nadie, salvo por algún chaval que la toma como artilugio lúdico.
A esta metáfora me refería al principio: una Administración
que ha vendido hasta la saciedad sus excelencias, como la máquina de
entrenamiento, y que se revela incapaz de reparar un simple banco de madera a
lo largo de siete meses. Y lo que te rondaré morena. Es también un símil de lo
ocurrido con los otros bancos. Somos un país obsesionado con apuntar alto,
hasta que se dispara en vertical y te cae encima el proyectil. Por ejemplo,
¿cuántos polideportivos hemos utilizado para acoger a los damnificados por unas
inundaciones que se habrían evitado si ese presupuesto hubiera ido a construir
obras defensivas a tiempo? ¿Hablamos del fracaso que ha supuesto invertir sumas
interminables en “políticas activas de empleo” de las que se ha seguido el
mayor paro de nuestra historia?
Cansados de ser explotados y
expoliados, a cambio tan sólo de la potestad dudosa de elegir a nuestros
representantes de entre los candidatos escogidos por los aparatos de los
partidos, los españoles no podemos ni sentarnos al borde del camino y pensar,
como el personaje de Rodin. Eso sí, tenemos multitud de artefactos más o menos ociosos
a nuestra disposición para cumplir directivas escritas por un anónimo
chupatintas en un oscuro despacho de la no más luminosa Bruselas.
Ahora sólo cabe esperar —y rezar
implorándolo— que a los encargados de mantenimiento no les dé por colocar en
lugar del banco una bicicleta estática.
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