miércoles, 29 de junio de 2016

NI UN BANCO PARA SENTARSE

Las metáforas son la sal de la vida. Pero vamos camino de quedarnos sin ellas. En caso de albergar algún resquicio de resistencia a la marea que nos lleva, les recomiendo vivamente la lectura del último —espero que no— libro de Antonio Muñoz Molina, quien para mí es el mayor y mejor escritor vivo de nuestras letras. Ideológicamente, me separa de él un océano que, como suele suceder, también es nuestro nexo en común. En no muchas páginas, el ubetense que aprendiera a escribir asomado a Sierra Mágina traza el perfil exacto de la decadencia democrática en España. No es un libro para disfrutar, más que de su prosa, repujada como siempre en él. Es lo que llamaban los modernos un libro testimonio, que rezuma desolación de la quimera. Describe con tiralíneas, palmo a palmo, lo que para mí llamo desde hace decenios “el secuestro de la democracia”, su uso perverso por los mayores enemigos de ella, que no suelen ser los dictadores porque para ellos no existe, sino sus usuarios. Es como si bajo los lomos de un inmenso caballo de Troya se hubiese escondido una raza de truhanes con el único fin de lograr taimadamente la destrucción de un adversario mucho más fuerte que ellos: el pueblo español. Abran el libro por donde quieran. Encontrarán una tesela que casi habíamos olvidado (la desmemoria histórica es la herramienta favorita de los demagogos) del gran mosaico nacional.
  La foto con la que ilustro este artículo la obtuve hace una semana en la zona de consultas externas de uno de los tres grandes hospitales metropolitanos de Sevilla. La última vez que había estado allí, intenté sentarme en ese mismo banco, que aún conservaba, sueltas, sus tablas. No pude. No me fiaba de sufrir una caída y que las cercanas urgencias me obligaran a guardar una espera de horas para ser atendido. Eso fue en noviembre del año pasado. El miércoles el banco carecía ya de asiento, como pueden observar. En la zona, donde se hallan los servicios de Oftalmología y Rehabilitación por los que circulan al día miles de personas, sólo hay otro banco como éste, que sí está en uso. Observarán que al fondo hay una máquina de ejercicios, que jamás he visto ocupada por nadie, salvo por algún chaval que la toma como artilugio lúdico.
A esta metáfora  me refería al principio: una Administración que ha vendido hasta la saciedad sus excelencias, como la máquina de entrenamiento, y que se revela incapaz de reparar un simple banco de madera a lo largo de siete meses. Y lo que te rondaré morena. Es también un símil de lo ocurrido con los otros bancos. Somos un país obsesionado con apuntar alto, hasta que se dispara en vertical y te cae encima el proyectil. Por ejemplo, ¿cuántos polideportivos hemos utilizado para acoger a los damnificados por unas inundaciones que se habrían evitado si ese presupuesto hubiera ido a construir obras defensivas a tiempo? ¿Hablamos del fracaso que ha supuesto invertir sumas interminables en “políticas activas de empleo” de las que se ha seguido el mayor paro de nuestra historia?
Cansados de ser explotados y expoliados, a cambio tan sólo de la potestad dudosa de elegir a nuestros representantes de entre los candidatos escogidos por los aparatos de los partidos, los españoles no podemos ni sentarnos al borde del camino y pensar, como el personaje de Rodin. Eso sí, tenemos multitud de artefactos más o menos ociosos a nuestra disposición para cumplir directivas escritas por un anónimo chupatintas en un oscuro despacho de la no más luminosa Bruselas.

Ahora sólo cabe esperar —y rezar implorándolo— que a los encargados de mantenimiento no les dé por colocar en lugar del banco una bicicleta estática.

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