Como ya se ha afirmado
reiteradamente, si en algo parecen coincidir las dos mitades de la gran mayoría
que ha gobernado España desde las elecciones de 1977 es en no tener la más
mínima idea de cómo encarar la situación actual. Hoy por hoy, el único partido
con representación parlamentaria que parece saber lo que conviene al país es el
de Albert Rivera e Inés Arrimadas, los dos arietes dialécticos de la Nación
española ante el secesionismo, si salvamos, claro está, a un gran Rey que ha
marcado con pie firme el camino de la libertad para los españoles.
En el momento en que escribo
estas líneas nadie sabe a ciencia cierta qué sea o deje de ser el artículo 155
de nuestra Constitución. Y no sólo porque la ciudadanía, en general, no se lo
haya leído, sino porque es uno más de los cabos sueltos que en cuarenta años la
llamada clase política no ha sido capaz de concretar. La pereza medrosa de los
legisladores a lo largo de todo el reinado de Juan Carlos I y parte del actual
es proverbial en lo que atañe a determinados puntos potencialmente
conflictivos. Hemos pagado a miles de diputados y senadores para que dejen inconclusa
una Constitución que a menudo entra en contradicción consigo misma. Ocurrió, y
sigue ocurriendo, con la regulación del derecho a la huelga, que es como decir
al trabajo. Los que realmente han aplicado este precepto constitucional han
sido los “piquetes informativos”, mientras los políticos miraban para otra
parte. La crisis ha puesto las cosas en su sitio, lamentablemente, y ya estos
agentes de la coacción están en retirada, salvo en Cataluña.
El artículo 155 es otro monumento
a la desidia de los partidos con mando en plaza. De un momento a otro, alguien
sacará la chistera y empezará a desgranar medidas (o no) que no están en
ninguna ley porque nadie se atrevió nunca a desarrollar la norma fundamental.
Pero sí hubo una persona que en un ya lejano día hizo los deberes. Tras su mesa
del Ministerio del Interior había una galería fotográfica muy amplia. Eran los
compañeros de UCD en el País Vasco que ETA había ido eliminando uno a uno hasta
sólo quedar él con vida. Jaime Mayor Oreja, hoy luchador perseverante por el
derecho a la vida de los no nacidos, conocía como pocos el percal de las
Vascongadas. Sabía qué era eso de “Euskalerría”, cómo se había formado el
nacionalismo vasco que Jon Juaristi describió tan bien en “El bucle melancólico”.
Había nacido, crecido y sobrevivido en aquellos valles, entre muros de hormigón
pintarrajeados con serpientes y hachas. Y era consciente de que el Estado
español no se podía conformar con poner los muertos. Había que reaccionar. Y
hacerlo legalmente, con la previsión constitucional en la mano. Harto de
sangre, crimen y reivindicaciones de sacristía, él, humanista cristiano y
centrista de pura cepa, comprendió que la Constitución sería papel mojado
mientras no se pusiese por obra su plasmación en articulados orgánicos que
hiciesen inútil el esfuerzo del nacional-terrorismo.
Cuanto relato no tiene
certificación documental. Pero quien me lo cuenta, presente en el testimonio oral
salido de la misma boca del personaje público, me inspira confianza y sobre
todo las piezas encajan sin forzarlas. En cierta ocasión, el ministro quiso
dejar hecho antes de marchar de vacaciones a Zahara de los Atunes, un borrador
de ley que sirviera para hacer frente a cualquier contingencia que obligara a
la aplicación de dicho artículo. Sabía que la improvisación está reñida con la
eficacia, y en el caso que nos ocupa, con la paz. Quiso dejar el proyecto en
manos de algunos miembros destacados del PP. En palabras de su promotor, “casi
me echan del partido”. Nadie en él quería ni oír hablar siquiera de la “bicha”,
que no era el símbolo de ETA sino el hacha jurídica y política que podría haber
servido para descabezarla.
Este complejo —uno más— que aqueja
a los dos partidos impulsores y beneficiarios de la transición, que es de la
misma estirpe que la alergia a la bandera y al himno o a cualquier signo que
nos identifique como españoles (ahí está el recurso descalificador al “patrioterismo”),
y que, obviamente, hunde sus raíces en el freudiano “síndrome del posfranquismo”,
nos ha conducido a la encrucijada presente, que nos sitúa entre la espada de un
Gobierno con poderes absolutos y la pared de un separatismo irreductible. Todo por no haber tenido el valor
y la inteligencia de contribuir a que la Constitución fuera tan respetable como
respetada —al igual que la Nación— sin que nadie pudiera llamarse a engaño o
dilatar el cumplimiento del deber hasta el vertiginoso infinito en el que nos
encontramos.
El concepto España hay que defenderlo. Como todo en la vida. Nada se puede dejar en manos de politicos incapaces de ganarse la vida fuera del partido
ResponderEliminar