Hay naciones en la Historia que
se empecinan en vivir. Otras duran poco, fagocitadas generalmente por las
primeras, no siempre con el auxilio de los cañones, sino de la fortaleza vital,
de las ciudadelas del espíritu. Son naciones que renacen, unas veces en el
campo de batalla pero casi siempre en guerras silenciosas, serenas, como
gestaciones lentas y esperanzadas. Durante el tiempo de silencio que supone su
retención en los hogares, una especie de retiro forzoso bajo el peso de las
circunstancias adversas o para proteger a la criatura que se forma, parece que
la nación no está. Hasta que llegan los dolores de parto, y la amenaza de una
represión demasiado larga, que dé al traste con el nasciturus por falta de
oxígeno, abre para él los caminos de la manifestación pública a la vida
exterior. “Ve la luz”, decimos los que, aparentemente, habitamos en ella. Pero
en realidad, es él, merced a su madre, quien nos hace ver la luz.
España ha salido varias veces a
las calles, a los aires, a los mares, en estos últimos días. Una España
desconocida, hasta el presente misteriosa, como apocada y triste, mohína y
pacata, moribunda, catatónica, ha renacido. Ha rebuscado en cajones y tiendas
el rojo y el gualda de su alma adormecida y ha vuelto, como alguien dijo en
Barcelona, para quedarse. Sí, es la Constitución, es la democracia y es la
libertad. Pero antes y por encima de todo eso, es mucho más: es un despertar
inofensivo para todo aquél que no pretenda dañar los sueños de los españoles.
Es la mil veces renacida ilusión con los pies en la tierra íntegra que nos legaron
nuestros padres. Es el fruto de un esfuerzo regado con la sangre de mil héroes
como el que hace unas horas ha dado su vida, delante de su mujer y su hijo
pequeño, en los campos sembrados de su patria tras surcar el cielo de la
capital donde se resumen los pueblos de la geografía nacional.
Que nadie me tilde de retórico.
Si lo hace, no llevará razón, a no ser que la retórica sea aquélla de los
clásicos que estudiaban nuestros mayores en los libros donde Cataluña era una
parte entrañable de España. Porque aquí, queridos lectores, está la piedra
angular del edificio del futuro. No en reformar la Constitución, que tal vez
también, sino en cumplirla sin traicionar a su fuente primordial: el derecho de
los españoles a seguir teniendo una Nación. Pero eso hay que mamarlo desde colegial,
y aún antes, como se aprende a hablar en la lengua materna en la que escribo y se me lee. Sin una educación unitaria, reunificada, nacional, que huya de los
complejos igual que de la ampulosidad, España, amigos míos, no tiene remedio.
El 155, que debió haberse empezado a aplicar, gradualmente, la primera vez que
las autoridades catalanas pronunciaron la palabra “soberanía”, es sólo un
parche. ¿Reformar la Constitución? ¿Para que donde pone “La Nación española se
constituye en un Estado…” ponga “El Estado español está constituido por” no sé
cuantas naciones? Vamos, Pedro, vamos Mariano, que estáis desbordados y se nota
demasiado.
Educación, mucha educación, y ya.
Todo esto se empezó a venir abajo cuando se desmoronó la educación moral de los
españoles. No es casualidad que uno de los parlamentarios catalanes que
defendían ya el 6 de septiembre el “sí pero no así” citase como ejemplo
prototípico de derechos previos a cualquier otra emancipación el de la mujer a
abortar. Era como presentar la destrucción de la vida cimentando cualquier otro
derecho. Y eso no es de 1983, sino de hace poco más de un mes, cuando el cohete
amenazador de nuestra convivencia despegaba de Cabo Parlament.
Pero para corregir cuarenta años
de odio a España predicado e inoculado desde las guarderías hasta las
facultades catalanas hacen falta varias generaciones. ¿Será el 155 el
instrumento adecuado? ¿Lo será la reforma constitucional sanchesca? En
cualquier caso, lo que hemos visto estos días en balcones, ventanas, pulseras,
coches, plazas y sobre todo vías barcelonesas y madrileñas, así como de
cualquier rincón de nuestro país nos dice muy a las claras que estamos pasando
del vientre al mundo, del “¡Ay de España!” al “¡Hay España!”
En toda esta baraúnda que nos anega es vital no perder de vista la perspectiva. La clave está en la educación. la Res-pública de nuestra Monarquía parlamentaria ha de recuperar lo que confiere unidad a la misma. Esto es, una visión compartida por todos sus ciudadanos de la historia, de la cultura, de lo que nos ha hecho llegar a ser lo que somos. Como dijo Agustín de Hipona, lo que no se conoce no puede amarse; no digamos si lo que se da a conocer en algunos territorios está envenenado por la semilla del odio.
ResponderEliminarAbsolutamente de acuerdo, amigo Ángel, en el retlato punto por punto. Gracias por tu labor.
ResponderEliminar