Tengo frente a mí mientras escribo una foto en blanco y negro de la Virgen de la Esperanza Macarena ataviada con un velo blanco a modo de mantilla. Me acompaña desde hace muchos años en mi estudio. La tengo en tanta estima, por su belleza, su sobriedad, su carga religiosa y poética —dos realidades que se aproximan hasta fundirse— que a veces me parece tener presente al mismo original. En apariencia nada tienen que ver. La “mía” es como digo una madre desbordante de hermosura transida de dolor que, tal como dijo el cantor, llora y ríe su pena y su esperanza alternativamente. El pellizco del entrecejo lo dice todo. La otra mañana, en la inmensa cola que enlazaba las murallas almohades y romanas con la talla expuesta en veneración contemplativa para que se pudiera ver de cerca el “nuevo” rostro de la Dolorosa, tenía tras de mí a dos jóvenes que aprovechaban el tiempo para departir, al modo senequista, sobre los últimos acontecimientos. Y decían: “¿Cómo no va tener mirada de loca; la que tendría cualquier madre a la que han matado a su hijo?"
A la Macarena le han quitado “la
cara de loca” de amor por un hijo muerto que es, mire usted por dónde, el Hijo
de Dios vivo, como acaba de proclamar San Pedro y nosotros con él. Le han
puesto una cara vulgar, de color aplanado y mustio, le han robado el esplendor
que tiene esa mujer del barrio de la Feria que tengo frente a mí, salpicada de
lágrimas, pensativa, con dos matas de pelo que escoltan su frente, sin corona,
sin alhajas, sin mariquillas toreras, como Dios la trajo al mundo, desnuda de
oropeles, llena de gracia —con mayúsculas y con minúsculas— porque a la
Esperanza nunca se sabe si los adornos realzan su semblante o es al revés, los
golpes de gubia y la pátina del tiempo hacen de su encarnadura el foco de luz
que todo lo ilumina.
Ahora, todo eso hay que ponerlo
en pasado. O al menos entre paréntesis temporal. Tengo una confianza plena en
el hombre, humilde y callado como los buenos, que, in extremis, ha
buscado la Hermandad para llevar a cabo el milagro. Devolver a la talla de la
Macarena su imagen perdida es prácticamente eso, una misión imposible. Pero
Pedro Manzano, sin ser profesor ni dirigir ningún grupo de investigación
universitario, ha trabajado, a pie de obra, en media imaginería sevillana.
Siempre sin querer dejar su huella, como buen “conservador” que es. Tengo de él
un recuerdo entrañable cuando le visité, junto al entonces hermano mayor de mi
hermandad de La Carretería, José María Sainz, en su estudio trianero mientras
restauraba la cabeza de Nuestra Señora del Mayor Dolor. Destilaba sabiduría, y —lo
que es tan importante— no lo parecía. Rezo porque sus manos, y sobre todo sus
ojos y su mente, encuentren el único camino entre mil para hacernos salir de
esta pesadilla. Y no pierdo la Esperanza.
No puedo poner fin a este
artículo sin afrontar el lado oscuro de todo esto. Cualquiera se puede
equivocar. Pero con la decisión de tocar la cara de la Macarena no se juega.
¿Es preciso encarecer lo que este “icono” significa para la intimidad más honda
de millones —sí— de personas y de generaciones enteras? Lo primero que pensé
cuando supe que Arquillo se había hecho cargo de “labores de limpieza” en la
más universal imagen de Sevilla fue en la edad de este hombre. Después, la
Hermandad ha recordado —a guisa de justificación— que este especialista se ocupó
de la primera restauración… ¡allá por 1978! Una intervención que, según nos han
recordado las hemerotecas, no estuvo tampoco exenta de polémica, aunque al
menos entonces la discusión se centró sólo en el “aclarado” de la escultura, no
en su desconfiguración. Recuerdo que le mostré mi perplejidad a mi esposa. ¿No
había algún experto más joven capaz de actuar? Por otra parte, ¿cómo se
retiraba para su remozamiento una Titular cofradiera, y de ese porte, sin
consultar a los hermanos?
Después hemos ido sabiendo cosas —dimisión
nada menos que del mayordomo y el prioste, las dos piezas sin las cuales una
cofradía simplemente no existe; firma de un contrato con la Universidad para
que fuera el hijo de Arquillo quien se encargara de los trabajos; convocatoria de elecciones en noviembre sin que pueda volverse a presentar el
actual hermano mayor, aunque ya se sabe que existe la socorrida figura del
“tapado”, y en este caso hay tres candidaturas; y, en fin, esas bochornosa
sucesión de remiendos sobre la marcha que haría enrojecer de vergüenza y de ira
a cualquier cofrade de la aldea más perdida.
Todo es un escándalo de juzgado
de guardia, y todo es política. El hermano mayor actual se ha caracterizado por
dar paso a la política —socialista, naturalmente— en la mayor hermandad de
Sevilla. La Macarena, con su contexto histórico de ocultamiento en un cajón
para evitar, como así sucedió, que las hordas criminales acabaran con ella
quemando San Gil, donde residía, y posteriormente el corolario de Queipo de Llano
promoviendo la edificación de su actual basílica, era pasto apetecido para el
socialismo de la memoria. El hermano mayor dio facilidades, apresurándose a
expulsar de su capilla de San José a los restos de Queipo y de su mujer,
Genoveva. ¿Qué le ha llevado ahora a este desaguisado temerario, como si
hubiera querido dejar su huella para la posteridad en la mismísima mascarilla
de la Esperanza? Ustedes mismos.