jueves, 23 de febrero de 2017

GOLPES DE ESTADO, FOTOGRAMA A FOTOGRAMA

Hay golpes de estado de gran alcance, concentrados en el tiempo y confiados a la suerte. Así fue la intentona de 1981, tal día como hoy, sobre el que, quizás alguna vez, sabremos con seguridad lo que pasó; es decir, lo que pudo haber pasado después. Pero otros golpes de estado son lentos, parsimoniosos, pacientes, mezquinos por sus dimensiones del día a día, más cobardes y mucho más eficaces. En ellos, prácticamente, no se arriesga nada, pero de ellos se puede sacar mucho provecho. Víctimas las hay en ambos casos, sólo que son de distinta “índole”. En los golpes rápidos los damnificados son visibles; en los otros, van quedando en el campo de batalla poco, con lo cual pasan notoriamente inadvertidos.
Guerra lo clavó: “Lo que está pasando en Cataluña es un golpe de estado a cámara lenta”. Y debía saberlo muy bien, porque él ha conocido en butaca de escaño aquel otro del 23-F y ha participado —démosle el beneficio cristiano sobre su grado de conciencia— en el que ahora denuncia, al votar favorablemente la reforma del Estatuto de la que vienen los lodos actuales. Siendo, además, presidente de la comisión constitucional del Congreso de los Diputados de España.
Pues bien, ahora estamos asistiendo y padeciendo un ejemplo modélico de la versión lenta de golpe a la libertad. Algunos le llaman “escrache”. Yo le llamo gamberrismo. Lo puso de moda, en su modalidad callejera, la Barcelona suburbial de la que ahora es exponente su alcaldesa. Una tarde, el Gobierno de España gobernó y fue cuando fueron a buscar, como en los tiempos del Chicago de Capone, a la vicepresidenta a su domicilio para amedrentarla y hacer “política de base”. Entonces, con inusitada celeridad, el equipo de Mariano Rajoy reaccionó y aprobó una ley que, entre otras cosas, perseguía esta suerte de “saca” intelectual. Y se acabaron los escraches.
Hay que reconocer que si la Ley se cumpliera e hiciera cumplir en todos los rincones de la geografía nacional, hoy viviríamos mucho mejor que antes de dicha ley. Pero las cosas distan cada vez más de ser como el legislador dice que van a ser. Como sabrán, si su incardinación generacional les induce a leer la Prensa, la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla ha sido escenario de una excepción jurídica grave porque las autoridades académicas —léase rector, decano y gerente— negaron a la Policía Nacional el acceso a su interior para proteger y garantizar un derecho constitucional. Sí, en la Facultad de Derecho, insisto porque sospecho que tal comportamiento tiene mucho que ver con que todavía queden islas donde el Estado de Derecho brilla por su ausencia.
Una turba de desalmados provistos de la peor arma de destrucción masiva que existe —la voz— impidieron con su escándalo e improperios de la peor especie, que otro grupo humano, civilizado, bien educado y abierto al intercambio de ideas, celebrase un debate sobre ideología de género. Tras las “presiones” del Consejo de Alumnos (el tristemente célebre “Cadus” de las algaradas estatutarias) y de Podemos —o como diablos se llame la marca a efectos de bloquear el acto—, los llamados partidos democráticos PP, PSOE y Ciudadanos, invitados a formar parte de la mesa, declinaron la invitación o se retiraron en vísperas, dependiendo del nivel de compromiso social/electoral de cada uno. Y así, los energúmenos vieron expedita su agresión. Según la juez de Rita Maestre, no hubo tal, porque nadie tocó a nadie con su cuerpo. Pero en Hamlet, el asesino del rey, vierte su veneno por el oído del agredido que dormía. Esto me lo enseñó un psiquiatra progre que conocía bien la condición humana, y estaba seguro de una cosa: cuando alguien quiere hacer daño y no pagar por ello, usa el sonido, normalmente en forma de lengua que articula palabras y alaridos.
Lo cierto es que, tras casi dos horas de soportar el ataque sin devolver los escupitajos verbales, aquellos mansos y respetuosos ciudadanos tuvieron que salir —una de las ponentes, por la puerta trasera— porque los aberrantes secuaces de la corrección política, o sea de la tiranía del pensamiento único que dictan determinados grupos de presión con mayores o menores intereses económicos, había triunfado. Arrasando con su violencia oral una propuesta de duda: ¿Es la ideología de género algo intocable? Lo peor, desde luego, es que fuera, delante de las narices de la Facultad de Derecho de Sevilla, en cuyas entrañas se celebraba el encuentro, varios furgones de las Fuerzas de Seguridad del Estado velaban preparados por si el rector magnífico o el excelentísimo señor decano se dignaban pedirles ayuda para que la Universidad no se convirtiera en un archipiélago Gulag.

Coda: Hace años ya ocurrió algo similar en el Paraninfo con un poeta cubano del exilio. El aula magna de las aulas magnas sólo sirvió para que el acto fuera interrumpido y laminado por unos aprendices de vándalos, acosadores y violadores de la única paz posible: la del pensamiento y su expresión serena sin ataduras. Entonces, como cuando los hijos de Atila destruyeron los accesos al Rectorado, la Policía hubo de quedar fuera de las fronteras  de la Fábrica de Tabacos (que por algo tiene foso, garitas y sillares).

martes, 14 de febrero de 2017

UN PEN EN UN CAJÓN

Coincido de vez en cuando los domingos en la cola de la comunión con la persona más enterada de cuanto está pasando en el Ministerio del Interior. Bien sabe Dios que me cuesta no pegar la hebra a la salida de misa y acercarme con cualquier pretexto para poner al habla al periodista que sigue habiendo en mí con este depositario de datos a buen recaudo. Pero sé que su boca está sellada, máxime con el desbarajuste inaudito que aqueja a esa Casa, de la que de una forma u otra dependemos todos los españoles y un buen número de inmigrantes, bien sean en demanda de horizonte vital más digno o como simples y amasados turistas.
El orden es la otra cara de la moneda llamada libertad. Y entre ambas sólo debe haber transparencia. Ésa es la clave de una convivencia honorable para todos, que sepamos lo que pasa porque las reglas del juego estén claras y sean lo más justas que el ser humano haya llegado a alcanzar. Sin orden hay tumulto, y ya se sabe quién saca tajada de ello. No estoy seguro de haberme explicado bien el otro día cuando parecía —sólo se lo parecía a quien hiciera una lectura superficial y atolondrada de mi artículo— que defendía a Trump. Como he aclarado en privado a una buena amiga que me hizo una crítica inteligente (y por ello atípica), ni quiero, ni debo ni tengo por qué hacer ninguna apología de estadista alguno. Sí la hacía, y la sostengo, de una ruptura de la cárcel que conocemos por lo políticamente correcto; o sea, abogaba por la libertad y santas pascuas. Y como esa amiga me afeaba que mi lanza rota por la libertad saliera el mismo día que el presidente firmaba la suspensión por 120 días de los visados concedidos a ciudadanos procedentes de estados fallidos y sospechosos de amparar el terrorismo, digo que en cualquier caso el modelo no puede ser el europeo, como el mismo republicano adujo para justificarse. Europa, que entre 1945 y 1968 avanzó extraordinariamente en poner las bases para nunca más abalanzarse unos contra otros, lleva desde aquel último año, con altibajos, sumiéndose en la autodestrucción con sorprendente y lamentable ahínco. El invierno demográfico no es más que uno de los síntomas del fenómeno, pero otro es la renuncia a un orden capaz de evitar enfrentamientos civiles derivados del caos. Verbi gracia: la falta de una política de fronteras coherente, posible y ordenada.
La falta de orden ha quedado esta semana gráficamente expuesta en la doble figura de un pendrive y un cajón. Después ha venido la desintegración espontánea de unos informes que afectan a tres fibras sensibles del organismo nacional, a saber, el 11-M, el caso Marta del Castillo (que es el de otras muchas chicas desaparecidas y en potencia el de cualquier familia española) y el del bar Faisán, donde alguien pasó un móvil al recaudador de extorsiones etarra para que alguien hablara con él y le advirtiera de una inminente operación contra él.
Los tres asuntos son de sobra conocidos, aunque mucho más por sus sombras que por sus luces. El cierre de las causas judiciales no ha resuelto desde luego las dudas ambientales, como vuelve a quedar inequívocamente demostrado estos días con la enésima búsqueda policial de los restos de la muchacha. Asistimos además a una especie de opereta en la que todo un ministro se queja públicamente de que los informes que le dijeron que había no están ni se les espera. La unidad encargada de revisar los fallos para que no se repitieran ha errado a la hora de garantizar la cadena de custodia. No sé por qué, esto me suena a trenes desguazados, a mochilas fantasma y a huesos que nadie supo nunca si eran de perro o de niño. Al mismo tiempo, España se restriega los ojos porque un grupo de funcionarios policiales “han encontrado”, haciendo limpieza, un pen en un cajón con información valiosa sobre el caso “Pujol”. Andaban por allí, en un cajón de sastre, y han reaparecido por pura casualidad, mientras todo el mundo se pregunta por qué en unos casos de corrupción hay prisión inmediata y en otros ni por asomo.

El desorden es el principio de todas las calamidades. La seguridad jurídica es una suerte de orden tan fundamental en un estado de derecho que, desaparecida aquélla se difumina éste. Ni más ni menos. Y con él, quienes nos preguntamos por qué nuestros impuestos funcionan tan bien y otras cosas dependen del azar.