martes, 14 de enero de 2014

UN MÓVIL POR LOS SUELOS



Esta mañana he asistido a una escena de esas que te obligan a pensar que uno de los dos —o tú o el mundo— tiene que haberse vuelto loco. Una panda de chavales adolescentes, de en torno a los doce o trece años, bien arreglados, con buena presencia y pinta de haber salido de un buen colegio, jugaban al fútbol con un teléfono móvil. El cuadro se producía en el cruce entre la calle principal de un barrio adinerado y una transversal. Los niños aprovechaban el piso llano del carril para bicicletas. Se ve que el aparato se deslizaba mejor sobre él que encima de los adoquines o las losas peatonales. Cuando lo observé, una de las piernas ponía la bota sobre la pantalla táctil y regateaba al adversario. Los demás jaleaban o le disputaba "el balón" al jugador. Después de arrastrar el artilugio —de última generación y por lo tanto muy caro, incluso para las privilegiadas economías familiares que allí se daban cita—, unas de las manos inmaduras lo cogió del suelo y comenzó a teclear sobre la superficie cristalina. Me quedé asombrado y me detuve a observar y reprochar con la mirada al grupo. Entonces, el más pequeño de ellos —no pasaría de los once años— me espetó: "¿Qué pasa, señor?" Le respondí: "¿Qué pasa? ¿Vas a preguntarme qué pasa? ¡Pues que hay mucha gente muriéndose de hambre por no tener lo que vale ese móvil! ¡Qué poca vergüenza tenéis!"
Tuve la suerte de que la educación recibida por los interpelados pusiera un eco de silencio a mis palabras. Continué mi camino, pero no he podido sacudirme esa extraña ración de amargura que me hace sentirme un desplazado y habitar un mundo con el que cada vez me siento más incompatible. Me ocurre lo mismo con el omnipresente asunto del aborto, la mayor tragedia de la Historia humana (o mejor dicho, inhumana). Que la hiprogresía rampante se sume a una ética descarnada del capitalismo salvaje a la hora de eliminar niños no nacidos, lo cual haría feliz al burgués Malthus, poniéndose en cabeza de la defensa de los discapacitados que van quedando tras su genocidio abortista resulta tan enajenante como que unos niños de extracción social acomodada, que sin duda estarán recibiendo una formación cara y de calidad jueguen a darle patadas a un móvil de doscientos euros.
¿Qué está pasando? Cuando escribo estas líneas, cerca de un centenar de terroristas sanguinarios no arrepentidos han sido puestos en la calle porque en un tribunal remoto han interpretado los derechos humanos al revés de como se habían tomado en las instancias judiciales españolas. Junto a ellos, han salido violadores, asesinos en serie y locos temibles que clavaban en los glúteos de las mujeres punzones hasta dejarlas desangrarse. Toda una Infanta de España, hija de los Reyes, está imputada, de modo que en principio la veremos en el banquillo, bajo la acusación de haber trapicheado con su condición para robar fondos públicos.
Sinceramente, este artículo que será el que abra un rimero de ellos para uso literario —sin Prensa ni internetes— me ha salido como una especie de SOS que, igual que con el Titanic, es probable que nadie escuche, pero que en mi particular gabinete telegráfico, es cuestión de vida o muerte. Porque uno de los dos, o el mundo o yo, se ha vuelto loco.

sábado, 4 de enero de 2014

INGENIEROS DE CUENTOS


Antaño, nuestros mayores, a quienes cada vez debemos más, nos aleccionaban sobre nuestros deberes futuros como personas de provecho, sobre todo a la hora de elegir profesión y ganarnos así la vida para formar una familia y cultivar la felicidad en ella. Todo eso hoy nos parece una quimera. Claro que antes ya nos parecía un discurso rancio y superado. Pues ya ven, henos aquí en un país sin horizontes para cuando nuestros niños sean mayores, que acaba de ver cómo por primera vez la renta de los trabajadores sin cualificar sobrepasa a la de los profesionales universitarios y que desparrama a éstos por el resto del mundo en una suerte de dilapidación del talento.
Como si un virus de inconsciencia, una especie de locura colectiva, se hubiera apoderado de nuestro centros de decisión, las empresas echan a la calle a los más expertos, aquello en quienes han invertido más dinero y más tiempo para conseguir empleados bien formados, competitivos y responsables. España se vacía de gente valiosa mientras se entrega a unos cuantos jóvenes pésimamente educados y condena a los demás a ser "ninis" o coger el portante.
Recientemente hemos sabido que los ingenieros de caminos pasan, en el mejor de los casos, el puente que lleva desde las escuelas universitarias al extranjero sin solución de continuidad. Es decir, que estamos gastando una fortuna en darles una carrera para que sean otros los que disfruten de sus obras. Sólo en Andalucía, han sido doscientos los que han salido de España rumbo a cuarenta y tres naciones porque en la suya no hay dónde construir. En 2010 sólo procedía de fuera el 29 por ciento de las ofertas de empleo para estos ingenieros. Hoy constituyen un 73 por ciento. En España no se hacen caminos, ni canales ni puertos. ¿Para qué? Además, la hucha se la pulieron los socialistas con la ayuda insustituible de los populares. Y para ilustración, una frase del decano del Colegio que agrupa a estos ingenieros en Andalucía, Ceuta y Melilla: "Este país lo cambiaremos nosotros, nunca esta mediocre clase dirigente que nos gobierna aquí y en Madrid". Cuando éramos chicos, nuestros padres nos sentaban a su lado, nos cogían una mano y, mirándonos fijamente a los ojos, nos decían, con voz dulce: "¿Y tú, cuando seas mayor, ¿qué vas a ser? ¿Ingeniero de caminos, como tu padre?". Claro que también había veces que comentaban alguna ocurrencia de los lumbreras que nos gobernaban ya entonces, y decían: "Ese es un ingeniero de caminos, canales… ¡y cuentos!"

jueves, 2 de enero de 2014

LOS PAÑALES MOJADOS DEL PROGRESO



Por primera vez en la Historia, en Japón se venderán este año más pañales para viejos que para niños. Esto debe de ser el final de la historia que refería Fukuyama y que tanto revuelo como superventas originó allá por el final del milenio. Aseguraba este autor que ya no había más cera por arder y que nuestros hijos dejarían de ver la vida con ojos humanos. Mutarían y habría una especie de nuevo Génesis o algo así, qué sé yo. Era cuando se iban a fundir los ordenadores, ¿recuerdan? El temido efecto 2000. Hay que ver lo que hemos vivido: el cuento de la gripe aviar, tan rentable para algunos; el boom de la comunicación social, con sus facultades universitarias para chupar del bote; el cine y la televisión en 3D, las redes sociales, y hasta un efecto 2000 que se quedó en algo así como una guerrita de los munditos.
Que el Japón, con lo lejos que está el Japón, tenga que dedicar su tecnología a fabricar empapaderas para las micciones seniles en mayor cantidad que para las infantiles es muy significativo de en qué sumidero acaba la gloria del mundo. De Japón nos venía lo último hasta ayer tarde, que espabilaron sus eternos enemigos los chinos. De allí vino el deuvedé, el casete y las cámaras fotográficas con un japonesito o una japonesita pegados, recorriendo en serie nuestros monumentos con cara de disco duro. Y ahora ya ven: entró en recesión ni se sabe el tiempo que hace, se le escapó el reactor de una central nuclear y tiene que dar preferencia a la vejiga de la chochera sobre los esfínteres de los bebés.
Pero no crean que todo acaba en Japón. Más bien es al revés. Recuerden que aquello es el imperio del sol naciente, aunque ahora esté menguante. Que se vaya preparando la vieja Europa, con su engreimiento fatuo de diosa griega sollozante rebozada en su tragedia. ¿Por qué llora Europa?, nos preguntaremos a la vuelta de pocos meses, cuando empecemos a fabricar más pañales para ancianos decrépitos que para retoños rezongantes. Europa estallará en gemidos de lástima por sí misma cuando compruebe que el bienestar hay que pagarlo, y que los mayores no pagan, sino que cobran; al menos hasta ahora.
El autodenominado mundo desarrollado declina ineluctablemente. Todo comenzó nueve meses antes, cuando decidió que cualquier cosa era mejor que tener hijos. Pues ahora, ajo, agua y resina, mi querido progreso. Ya saben, a joderse, a aguantarse y a resignarse. Y a envejecer en soledad haciéndoselo encima sin que ninguna risa de infante venga a alegrarnos el alzheimer. Es lo que tiene llevarse varias generaciones haciendo ascos a las familias numerosas. Que si son del Opus, que si son de los Kikos, que si son franquistas. Pues nada, amiguitos, a la vuelta de tanto niño único, de tanto condón y de tanto aborto, ya veis lo que hay: el invierno demográfico. Y ahí se tirita, os lo garantizo.
Lo malo de todo esto, como siempre, es que pagan justos por pecadores. También yo envejeceré sin que me puedan pagar ni la dependencia ni la pensión. Pero al menos en mi caso, me alegrarán la senectud tres criaturas y las que puedan venir detrás. Será muy triste, sin embargo, recorrer calles semidesiertas en invierno y llenas de sillitas de ruedas en verano. Calles como paisajes apocalípticos y devastados después de una batalla. "Es el estado del bienestar", nos diremos unos a otros, si el parkinson nos lo permite.
Hace muchos años ya que visité Bruselas con mi hijo en un carrito. Tenía apenas unos meses de nacido. Cuando íbamos en el metro o por los parques, aquellos flamencos de tez apergaminada se quedaban mirando con expresión de sorpresa "aquello" que tenía morfología humana y balbucía sílabas inconexas. Ellos iban muy tiesos con sus perritos y habían olvidado que un día fueron niños como mi hijo. Imagino cómo será ahora, en esta buroeuropa medio cadáver que camina, al igual que el Japón, derechita a la suspensión de pagos por falta de natalidad.