domingo, 30 de agosto de 2015

"¡CÁLLATE!"

Y añadió: "Aquí mando yo". ¿Un sargento a un subordinado? ¿Una marquesa a la criada? ¿Un profesor de antaño a un pupilo indisciplinado, hibernados como Disney durante medio siglo? No. Tampoco un nostálgico de resonancias prusianas. Ni Merkel ni Putin. Ni Castro ni Pinochet. Aunque sí un autoritario; mejor dicho, un tirano… de ocho años o así. He sido testigo de la escena en la playa, aproximadamente al mismo tiempo que la agresividad parecía apoderarse del "relato informativo" nacional. Y todo el mundo se preguntaba cómo es eso… Pues les voy a dar una pista.
La educación. ¿Cuántos años llevamos oyendo cacarear a los políticos, especialmente a los de la izquierda, sobre el valor irreemplazable de la educación? ¿Cuántos sistemas docentes han sustituido desde 1970 al plan Moyano que llevaba un siglo en vigor? ¿Qué resultados ha dado la implantación de una educación de cuño socialista que ya nadie osa poner en cuestión? Y sin embargo, ¿han descendido los comportamientos maleducados que casi siempre son antesala de violencia chulesca? A la vista está. Esas frases registradas por mis oídos a dos metros en la costa andaluza —por cierto, un lugar de cierto postín— salían de la boca de un niño y se dirigían a su madre. ¿Cuál fue la reacción de ésta? ¿Un bofetón? ¡Vade retro! Está penado. ¿Una reprensión verbal, acompañada de la sujeción de un brazo para forzar la escucha? ¿Una mirada de dura reprobación? No, una caricia en la cabecita mientras le decía con palabras de suave dulzura: "Oye, ¿Qué me calle?". El padre —o lo que fuera— iba unos pasos por delante a su aire, con absoluta indiferencia.
Ésa es la educación que se ha ido abriendo paso desde el "Llamadme Paco" en esta desdichada España. A veces me cruzo con mi antiguo maestro, que se conserva como entonces, siempre con una sonrisa en el rostro. Siendo yo un pipiolo hizo un concurso de redacción. Me dio el premio: un caramelo. No olvido aquello, porque es el único galardón de mi vida junto al "Lux et veritas" que me concedió la Concapa de Juan María del Pino. Pues bien, todavía hoy cuando comento con los amigos la gratísima personalidad de nuestro docente, nos referimos a él como "don José Luis". Jamás se nos habría pasado por la mente llamarle "Jose", y mucho menos "Pepe", como se llama hoy un instituto de enseñanza secundaria de nuestra región.

Pero vivimos tiempos de "cercanía", tras varias generaciones de encumbramiento de la libertad igualitaria, que es todo lo contrario de la libertad. Por eso nadie puede poner en solfa el nuevo FEN (Formación del Espíritu Nacional, para los iletrados). Y si lo hace, como esa chica de 18 años que ha cometido el error de pensar que vive en un país libre, le parten la cara. Son las consecuencias de presentar una alternativa al statu quo vigente. Y no me refiero, obviamente, al marco legal, que con todo sus agujeros negros soporta el edificio menos malo de todos. Me refiero a la realidad nuestra de cada día, ésa que impide a las niñas que acaban de estrenar el derecho al voto encarar el futuro con esperanzas de mejorar las cosas. Tantos años de mala educación lo van a poner prácticamente imposible. La dictadura invisible lo prohíbe. Y quien se niegue a poner la cerviz estará en el punto de mira, como aquellos prófugos del paraíso comunista que escapaban de él hacia una muerte segura desde el sector oriental de Berlín, sabiendo que había una mirilla de centinela posada sobre su cuerpo y que un infranqueable oleaje de metálicos espinos le aguardaba. Atrás quedaba la Stasi (nuestra dictadura invisible). Por delante la única libertad que mano humana no podrá nunca destruir. Para más información escúchese atentamente la letra de esa canción que supera el paso de los años y reaparece siempre, últimamente en el timbre de los móviles: "Libre", de Nino Bravo.

jueves, 27 de agosto de 2015

UNA GRAN HISTORIA DE CINE, SIN IR MÁS LEJOS

A menudo, la Naturaleza imita al arte, que en nuestro tiempo es por antonomasia el séptimo. Acaba de ocurrir de nuevo, muy cerca de nosotros, en los cielos andaluces elegidos por el destino para dar cobijo a un alma separada del cuerpo a tres mil pies de altitud. Una imaginación ardorosa puede poner imágenes fácilmente a la escena: un hombre y una mujer (homenaje a Lelouch) acaban de desayunar en pleno delta del Guadalquivir, rodeados de estero tartesio. Hasta allí arribaron en una aeronave ligera como el viento, hecha para sentir en la piel y los oídos la caricia del azul sobre las alas. Es un aparato casi etéreo, perfecto para que una pareja madura beba los aires mientras goza de sus miradas. Ya lo dijo el otro: amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar dos juntos hacia delante.
Retornan al punto de partida de este fin de semana estival, a orillas del río de la vida, río grande andaluz que desemboca en América. El mismo curso luminoso y acuático que han seguido hasta llegar al estuario del Atlántico les conduce de nuevo a casa, río arriba, como hacían los esturiones antaño para desovar caviar en aguas más frías y que la descendencia se conservase mejor. Una presa acabó con la fauna y con la exquisita industria. Él se lo va contando a ella. Los alardes íntimos de erudición, con tal de no estomagar, han engrasado siempre el amor.
De repente, la misma cabeza que le cuenta historias fluviales que ya son Historia, la que tantas veces ha amado, expresado, besado, volcado el agua de la vida como los surtidores romanos con máscaras intrigantes, cae como un resorte golpeando los mandos. Un grito se funde con el graznido de las aves, en tanto el artefacto ultraligero pierde el control, dando grandes bandazos en el aire. Un nombre vociferado queda como una estela flotando en los confines de la marisma. ¿O ha pasado ya la gran ciudad bajo los pies? Ella no lo sabe. No sabe nada. Sólo que su hombre ha muerto sin avisar. ¿Qué piensa en ese momento una mujer? ¿A qué se aferra? La película no puede mostrar tanto, pero sí sugerir. Que sea el espectador quien ponga su pensamiento a cien. El cine sólo maneja emociones.
Un buen guionista haría maravillas a continuación. Y un buen director no digamos. Haría falta, desde luego, una actriz genial, que no sobreactuase ni se quedase corta, con ese sentido del equilibrio dramático que teje los momentos estelares del celuloide (bueno, vale, hoy del digital). La peripecia está servida. Incluso el cine de catástrofes. No es una producción de gran presupuesto. Los efectos del ordenador hacen milagros. A partir de este momento, lo que era un episodio de pasión cincuentona y placer entre nubes se convierte —como en los grandes filmes de Hollywood— en un reportaje trepidante de superación, en una historia heroica con final agridulce: un aeropuerto internacional cerrado para que esta mujer sola junto al cadáver de su marido pueda tomar tierra, vuelos regulares desviados, otros aficionados y amigos movilizándose en vuelo para escoltarle, la torre en contacto por radio con ella, instrucciones técnicas, ella que intenta recordar cómo lo hacía el piloto que yace a su lado, la desesperación entrelazada con el aplomo femenino, la causa común que en las emergencias devuelve la fe en el género humano, el in crescendo de la tensión, por cada problema resuelto una nueva dificultad aún mayor que las anteriores. Enderezar el rumbo, administrar el combustible, no mirar al compañero, mantener la mente mínimamente despejada, domeñar un sentimiento implacable: la muerte del ser amado, y la inminencia de la propia…
Un helicóptero detestado, el que multa al tráfico desde el aire, se pone también al servicio de la operación de rescate. En él viajan el piloto y un cabo de la Benemérita. Puestos a redoblar el suspense, se podría averiar la radio. Ella tiene que buscar sola la pista del aeródromo y llevar a cabo la letal maniobra. La tripulación del autogiro ve que está errando la ruta: se dirige hacia un camino rural de un naranjal cercano. Comprende que se avecina un final trágico.
Y sucede. La avioneta se estrella al intentar entrar en aquel sendero terrizo. El guardia no lo piensa dos veces. Ordena al piloto que se acerque todo lo que pueda a tierra. Cuando se encuentra a unos metros del suelo, el cabo salta y se arroja a un claro entre la arboleda. Su vida, su oficio, es ése, saltar sobre los problemas sin calcular los riesgos para sí mismo. Se ha hecho daño en un pie, pero corre cojeando hacia la nave siniestrada. Ha estado escuchándolo todo por el canal compartido. Se ha familiarizado con esa voz y comprende tan bien lo que aquella mujer ha vencido que no contempla siquiera la posibilidad de abandonarla a su suerte en ese trance último de la aventura. Sabe que el ultraligero va a explotar en cualquier momento. Sólo tiene que correr. Y lo hace.
Se introduce en el amasijo de materiales. Afortunadamente, hay muy pocos con dureza. No reflexiona. Sólo actúa. Es la consecuencia ineluctable de una cartilla que lleva en su portada la firma del Duque de Ahumada y que conoce al dedillo. Se echa sobre los hombros el cuerpo malherido de la mujer, que está inconsciente. Es como la figura del Buen Pastor, que tantas veces vio en la iglesia de su pueblo. Y corre, corre, corre hasta reventar. La explosión le coge corriendo. Ambos caen al suelo. Se aproximan los auxilios. La banda sonora podría ser la radio con el canal en el que han confluido decenas de voluntarios y profesionales unidos por el firme anhelo, el desafío común, de salvar la vida de una mujer sobrehumana.
El epílogo está cantado: hospital, ella en la cama con los pies vendados y en alto, la cara llena de magulladuras. Pero viva. Se abre la puerta (sólo se oye). Ella sonríe. En la mesilla, un retrato de su esposo. Y muchas flores. Está acompañada por amigos comunes. En la habitación aparece el guardia civil en silla de ruedas, empujado por el piloto del helicóptero. Lo demás es un diálogo. Tiene que ser bueno. La historia es insuperable.
Y algo esencial: un rótulo con voz, que cuente sucintamente la suerte y el nombre de esta mujer y su salvador, así como la rutina de tanta gente como colaboró en la operación. Y dedique la película al marido del que había aprendido a volar. Ya al principio se advirtió que estaba basada en hechos reales.

Ojalá los títulos llevaran la firma de una producción andaluza, aunque los sueños sueños son.

jueves, 13 de agosto de 2015

LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA, ¿TE SUENA?

Tengo para mí que de todos los problemas, y son legión, que vienen asolando al ciudadano medio español desde hace lustros el más grave y preocupante, sobre todo por permanecer enmascarado bajo un velo de indiferencia generalizada que parece negar su valor y hasta su existencia, es la pérdida del sentido que todos deberíamos llevar en el ADN sobre el concepto vital de la presunción de inocencia. Para todos. Porque esta dilución de dicha conciencia, piedra angular de cualquier estado de derecho que se precie, se puso en marcha el mismo día en que se consagró el dogma contemporáneo de la discriminación positiva. Ya saben, la ideología de género. Bueno, ya antes la inversión —subversión— del desideratum social, es decir, el modelo al que se debía tender, había convertido en héroes a los delincuentes y en opresores a las víctimas, al menos en esa región oscura pero potente de los sótanos culturales, donde radican los cimientos del edificio que habitamos todos. Los esquemas marxistas determinaban que había que darle la vuelta a la sociedad burguesa. Condenados al fracaso los métodos violentos —a los que se aferraron los terroristas de diversa especie—, había que recurrir a darle la vuelta al calcetín de los principios que presidían el Derecho occidental, a través de las facultades donde se enseñaba, cantera de la que surgirían nuestros gobernantes socialistas de todos los partidos.
De modo que el delincuente —¿recuerdan la cantinela?— era una víctima de una estructura económica y social injusta, el delito una especie de liberación revolucionaria y la víctima inocente se convertía en la pieza vulnerable del sistema opresor en dicha operación de emancipación de los alienados. En el imaginario común, y gracias a las universidades y los sindicatos de clase, eso sigue siendo aproximadamente así. La interpretación que se hace habitualmente de la idea constitucional de la reinserción va en esa línea de fondo. Recuerdo que Felipe González ha roto su silencio político —que no económico— precisamente para clamar contra "la inconstitucionalidad" de la prisión indefinida revisable (vulgo cadena perpetua) para crímenes especialmente execrables.
Pero los tiempos cambian, y la máquina demagógica presenta sus fallos. Ésta empieza a toser por sus propias contradicciones. Las primeras excepciones a dicha regla no escrita han venido, naturalmente, por la susodicha ideología de género, y como en esto hay cualquier cosa menos estulticia —ésa se queda para otros— han escogido el horror más odioso que existe: el de un hombre poniéndole la mano encima a una mujer. ¿Quién va a poner peros a la persecución de esta feroz realidad?
Lo malo es todo lo que se cuela por esa puerta abierta. Por ejemplo, la susodicha discriminación positiva. Y de ahí a la "pena de telediario". Y de ahí a la "portada de pena". Y de ahí a la hablilla de hipermercado. Y, en fin, a la destrucción de la presunción de inocencia, garantía cenital de nuestro ordenamiento jurídico, con tal de hacer caja y/o rédito electoral.
Asistimos estas semanas en Sevilla a una inquisición que evoca mucho a la del Castillo de San Jorge. Con unos pocos, muy pocos, testimonios sin pruebas, se está haciendo jirones la vida de una persona y su familia, valiéndose del tristemente célebre tribunal del "vox populi". No puedo negar las acusaciones que vuelan a lomos de las ondas herzianas, del papel o de las redes asociales. Pero tampoco puedo afirmarlas. Y hasta que un Tribunal de Justicia en sentencia firme (¿alguien de ahí abajo sabe a estas alturas qué es eso?) no dé por buenas las pruebas o testimonios que se presenten, si se presentan, me aferraré como ciudadano y como cristiano, absoluta y combativamente, a mi fe en la presunción de inocencia, que como digo es lo único verdaderamente común que hay, porque es la misma para mí que para ti que para el otro. Es decir, que no lo hago por solidaridad —en la que no creo—, ni siquiera por amistad, que es poca, sino por mi familia, por mis hijos y por mí mismo, ¡qué caramba! Porque si mañana atacan mi presunción de inocencia —y con la saña y odio guerracivilista que se está haciendo en éste y en otros casos—, ¿qué sería de mí y de los míos?
Ah, y una cuestión de periodista que perdió hace muchos años su ingenuidad: ¿Por qué precisamente ahora, esta campaña?

Veremos.

martes, 4 de agosto de 2015

UN MUNDO NUEVO

Acabo e ver —con mucho retraso porque suelo esperar a la televisión— la película "The artist". Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto con tan poco. Más que una producción cinematográfica es un acto de cine, una lección de cómo con poco dinero y aún más austero despliegue de recursos expresivos se pueden alcanzar cimas interpretativas delatoras de una excelente dirección, que a menudo es la más imperceptible.
No voy a hacer un esbozo crítico de este regalo del cine francés, que tantos otros nos ha hecho sin ser notado. La alegoría de un Hollywood vanidoso muy lejano al país de origen, la denuncia del orgullo como fuente de casi todos los conflictos —en este caso destructivo hasta el extremo— y esas palabras del director y guionista confesando que "me desalenté muchas veces antes de poder hacerla, pero cuando me pasaba volvía a ver mis dos películas favoritas, "Amanecer" y "Luces de la ciudad", hacen innecesarias las glosas, lo mismo que el protagonista se obstinó hasta el final en defender el cine escueto y mudo por creer absurdamente inútil el sonido enlatado.
Le debemos mucho al cine sonoro. Y le debemos todavía más al mudo. Hay una reflexión en torno a la fatuidad del falso progresismo que en cierto modo es el eje de la película y que es lo que quiero traer a colación. ¿Recuerdan? Ella —una actriz que borda su papel con la frescura más inconmensurable que recuerdo— acude a una cita de café con dos periodistas amanerados que manejan un primitivo magnetófono. Sabe lo que va a decir, lo que aquellos dos gacetilleros de espectáculos micrófono en ristre y sus oyentes quieren escuchar. Todo el mundo desea la novedad, aunque esté vacía. En realidad, la gente es muy infeliz con lo que tiene; no sabe lo que quiere; cuando alguien le agita el señuelo del cambio, se van tras él. O tras ella si además hay unas piernas bonitas de por medio.
Y efectivamente, ella —una chica anónima que salta a las portadas de los periódicos tras un choque accidental de su culo con el mito masculino del cine mudo— pronuncia una impecable homilía de futuro: "Les digo a los anticuados: abrid paso a los jóvenes. Son otros tiempos. Salid de escena". Y ríe. Ríe mucho. Sabe que su dentadura, al igual que sus caderas, seducen en la pantalla y que el público que la va a escuchar por la radio se la imagina así, esplendorosa, ágil, despreciativa del pasado.
Toda la película es una especie de "Tiempos modernos" con historia de amor redentor. Una lección muda muy elocuente —y cargada de una música a la que no falta ni sobra un compás— de arte dramático y puesta en escena imborrable, como la bobina que él salva del fuego que ha provocado.
Y este cine forum, ¿para qué? Porque ya estoy hasta las narices de la expresión —cuya pobreza intelectual sólo es parangonable con el detritus en el que sobrenada esta sociedad de masas que tanto asustaba a Ortega— "el mundo ha cambiado y tienes que adaptarte", debidamente aderezado con esa letanía de santón profano que es "¡estamos en el siglo XXI!". La utilizan mucho, obsesivamente, los cruzados del arcoiris, que al parecer lo han patentado para su uso y disfrute. Se trata de meternos a empujones en el aula de la nueva ortodoxia, en la que todos hemos de recitar la nueva lista de los reyes godos, ésa que se puede resumir en "le darás la vuelta a todo lo que has conocido porque estamos en un mundo nuevo".
El de Karina me gustaba más, ¿qué le voy a hacer?
En la escena que he referido, el guionista, atendiendo a los requerimientos de unos tiempos en que la película físicamente considerada era oro, sitúa a la pareja masculina —el pretérito— comiendo en la mesa de al lado, de espaldas a su antigua amiga, pupila, admiradora y amante en ciernes. El conflicto está ahí, en el cambio de época. Pero el amor lo vence todo —estamos en el cine— y tras múltiples peripecias, ella comprende que hay un hilo continuo —esta vez es el claqué, magnífico homenaje final a Fred Astaire y Ginger Rogers— que pasa por encima del tiempo, y es el arte entendido no como objeto científico sino como la emoción que une a la Humanidad con su único sentido cósmico: la creación.
Mi mecánico es un hombre cordial, entrado en años, más grueso que canijo, usa unas gafas anacrónicas de montura negra —aunque ahora vintages, seguramente—. Trabaja de sol a sol en esa cara oscura de los coches que son los bajos y los motores. Ha perdido recientemente a su mujer en cuestión de semanas, después de una vida juntos y felices. Su hija se le va lejos, a trabajar. Se queda solo. No entiende de ordenadores, pero es un genio de las bielas (por cierto, como el padre de Steve Jobs, el de Aple). Nunca le he visto enojado. Le gusta especialmente "la 10-12" (no es la habitación de un puticlub, sino la llave que más tornillos afloja). El otro día me dijo lo siguiente: "Yo nunca paso de 80-90. Mi hija me echa unas broncas tremendas, me dice que soy un viejo. Yo le digo que sí, que soy viejo. ¡Pero no caduco!".

Pues eso, un artista de la vida.