jueves, 24 de mayo de 2018

ESPAÑA ESTÁ EN UN APURO MUY GORDO


Lo digo así, para se me entienda con facilidad. Las maniobras de “nacionalistas” (en realidad, separatistas, ¿hay alguien que lo dude a estas alturas?), socialistas y comunistas durante los años de la “transición”, y muy especialmente a la hora de sacar adelante la “Constitución de la democracia” han dado como resultado una situación insostenible, principalmente en lo que respecta a la unidad nacional, pero no entendida sólo como un asunto territorial, sino transversal, social, que afecta a la soberanía en todos sus planos y sentidos.
A lo largo de casi un año, desde que los independentistas catalanes anunciaron sus intenciones, allá por junio del 2017, España se ha ido desmoronando, dentro y fuera de nuestras fronteras. Era un mecanismo de relojería lento, pero ya se ha visto que implacable el que supuso la autonomía regional, sobre todo desde el punto y hora, que fue muy pronto, en que los ponentes vascos y catalanes, nacionalistas o no, imponen, con la sola oposición de Manuel Fraga, el fulminante del explosivo, el término "nacionalidades", ariete de todos los pueblos que han luchado por su autodeterminación.
Lo que se está derrumbando ahora, tras cuatro décadas de minado, es el edificio del estado. La Nación probablemente se fue al carajo, como decía aquel personaje de Vargas Llosa en el maloliente “Catedral” peruano, hace mucho, desde el instante mismo en que se introdujo ese asilvestrado concepto constitucional que a la postre ha sido un billete de ida a ninguna parte.
El grito de socorro de profesores y catedráticos catalanes, sobre todo del mundo del Derecho, a la esfinge para que haga algo mientras otros prescinden en absoluto de esa misma Constitución, dueños al fin de un trozo de España, no es sino el acta notarial cualificada —un registrador de la propiedad debería ser consciente de ello— de una enajenación bandoleril. Pero ojo, que el efecto Cataluña Libre es ya la desarticulación real de España, como se va comprobando, dramáticamente, en el Campo de Gibraltar, en las oleadas de náufragos sin documentar, en los incidentes de Lavapiés, en el decaimiento —éste fue el primero en el que se sumió el 155— del derecho a educar a los hijos en castellano en parte del territorio nacional, en la (o)presión callejera sobre jueces y fiscales y, finalmente, en la rendición de un ministro de Justicia ante ese mismo ambiente coactivo.
Todo eso por no hablar del estado furtivo en el que, a juzgar por las últimas informaciones filtradas, se encuentra una parte de la Universidad española, ésa que debe velar por la excelencia de las élites profesionales y su influencia educativa sobre los demás. La reducción a 5 de la nota mínima para acceder a una beca, en lugar de suprimir el requisito de la renta familiar máxima, ha sido otra clamorosa cesión de la derecha a la demagogia más pedestre.
El más reciente informe de la Unión Europea sobre nuestro estado de cosas, dado a conocer hoy mismo, es una radiografía cabal de cuanto antecede en este artículo: las autonomías como raíz de casi todos nuestros males mayores, empezando por la educación y siguiendo por la economía (la real), y hasta las ayudas. Terrible es esta frase: “Los ingresos mínimos garantizados se caracterizan por las grandes diferencias en las condiciones de acceso en las distintas regiones y debido a la fragmentación en múltiples esquemas nacionales los distintos tipos de desempleados son gestionados por distintas administraciones, lo que tiene como resultado que muchos ciudadanos que lo necesitan no reciben ningún tipo de ayudas.”
Últimamente, informar en España es llorar, además de un deporte de riesgo que muy pocos asumen. Vivimos en una gran asamblea televisada donde el rigor y el respeto a la verdad pertenecen al pasado, y por eso casi todas las escasas energías que le van quedando al poder instituido las emplea en censurarlo. ¿Seguimos pensando que aquí no pasa nada? Yo sigo rezando para que los apocalípticos estemos muy equivocados.
P.S.: Obviamente, y como algunos no nos cansaremos de repetir, el trasfondo de todo esto es moral. De hecho, las autonomías no son más que un recurso para engañar a la gente y colocar a los propios. Confío en que la inmoralidad tenga suelo, y así sea para actores que blasfeman una y otra vez, párrocos que los acogen y agitadores revolucionarios que se permiten lo que la mayoría no podrá tener nunca, por muy universitarios que sean. Todo gracias a las herencias forjadas en vidas que, casualmente, siempre giran en torno a la subversión, cuando no a cosas peores.

miércoles, 2 de mayo de 2018

A GOLPE DE PURA DEMAGOGIA


Con el golpe catalán hemos llegado al fondo de la demagogia autonomista y con el “análisis crítico colectivo” de la sentencia sobre “La Manada” al de la demagogia antijurídica. Entrambos, el país ha quedado sumido en un peligrosísimo estado de “disolución”, para utilizar la expresión de un juez fuera de servicio. Si a ello añadimos los entrebastidores del caso Cifuentes —la sustancia apenas tiene valor— y fenómenos sedicentes como el “rescate” de un detenido en unas urgencias hospitalarias de manos de sus custodios policiales por una banda de forajidos, hasta un niño del sistema educativo socialista colegiría que esto se va a pique.
La demagogia, suplantadora de la democracia, ha hecho tanto daño a la sociedad española que, efectivamente, ya no la conoce ni la madre que la parió. Y sigue infligiéndolo, como se acaba de ver con la subida desaforada de las pensiones aplicándole a las grandes multinacionales norteamericanas impuestos especiales que se traducirán —para seguir las ideas antaño neoliberales del Partido Popular— en más paro. Como la popa amenaza hundirse de puro peso, se pasa lastre a la proa,  así el barco naufraga por igual. ¡Qué inteligencia la de estos gobernantes amedrentados por la calle!
La calle —algunas calles, porque otras, la mayoría, siguen una vida más bien gris o simplemente tranquila— ha sido siempre la gran palanca de la demagogia. Se acaba de comprobar en los fastos conmemorativos de la revolución sovietizante de París, con banderas de la URSS incluidas. La diferencia entre las demagogias triunfantes y las auténticas democracias estriba en la reacción de la llamada “clase política”, principalmente de los gobernantes. Cuando quien quiera que fuese atentó en Madrid el 11 de marzo de 2004, Alfredo Pérez Rubalcaba aprovechó la tarde de la “jornada de reflexión” para arremeter en rueda de prensa improvisada contra el Gobierno porque “mentía”, mientras en la calle Génova y en otras trescientas sedes del PP se congregaba una multitud silenciosa con cartelitos en la misma línea. El vuelco electoral estaba servido.
Ahora, ha sido primero Cataluña y después las huestes de lo políticamente correcto —es decir, de la demagogia rampante— los que han puesto contra las cuerdas a la democracia, encarnada en lo único que nos defiende ante la injusticia: la seguridad jurídica por la que velan, no infaliblemente, los tribunales. Como me decía el antedicho juez, “hay compañeros con los que no iría ni a tomarme un café, y otros con los que iría al fin del mundo, pero la alternativa a la Justicia es mucho peor”. Así es, aunque a juzgar por “la calle”, la totalidad de los políticos con voz pública y la casi unanimidad de los medios, lo que hoy manda es, lisa y llanamente, la demagogia de la ciudad sin ley. Jueces y fiscales son hoy por hoy en España el Gary Cooper solo ante el peligro de la Ley de Lynch. La sentencia que ha suscitado más pasiones que el paso de la Macarena una Madrugá tiene 371 folios. De ellos, 237 corresponden al voto particular del juez que pedía la absolución, el pim pam pum de “la calle”, los políticos y los medios. Es de suponer, por la seguridad en sí mismos que estos tres sectores muestran, sin dejar ni la menor fisura a la duda, que todo el mundo en general se ha leído el documento en cuestión, lo ha estudiado, valiéndose de sesudos manuales para interpretar la Ley, surgida, por cierto, de “la calle”, la Prensa y los partidos.
Es aquí donde tenemos, forzosamente, que llegar, a la partitocracia, que todo lo maneja, también al Poder Judicial y que antes de dar medio paso mira qué cara ponen los gurús internos para medirlo todo en votos. Comoquiera que llevamos más de treinta años de meticulosa deseducación de las masas rebeladas, tenemos que a la falta de formación para la democracia padecida a la hora de la transición y que sólo una sólida mesocracia ha podido amortiguar, se une una desoladora carencia de valores que hace girar la alta política en torno a dos botes de crema antienvejecimiento mientras nadie se pregunta siquiera cómo es posible que una universidad falsifique firmas como quien dice “es la hora” y se va.
Aunque donde la demagogia llega al paroxismo es en la conducta de los gobernantes “conservadores”. Las palabras del ministro de Justicia, que por primera vez “en democracia” han dado lugar a la petición unánime de dimisión o destitución por parte de todas, absolutamente todas las asociaciones de jueces y fiscales marcan, probablemente, el momento más bajo de la democrademagogia española. El choque de trenes entre la Judicatura y el Gobierno (instigado por el arco parlamentario en general) es, ni más ni menos, que la colisión frontal entre la democracia, eso que debería haberse mantenido en octubre de 1982, y la demagogia, nociva, tóxica, desestabilizadora y a menudo letal para cualquier país. El jardín en el que se ha metido el sucesor de Gallardón (y número dos de su Ministerio) tiene muy difícil vuelta atrás. Es más, aún en el supuesto de que consigan cambiar la Ley sin empeorarla —cosa que dudo— nada podría obligar a su aplicación retroactiva en la sentencia de “La Manada”. Los recursos seguirán su camino con arreglo a la legislación vigente cuando sucedieron los hechos. Y en este asunto, las cosas están mucho más claras que en el famoso y malhadado affaire zapaterista en torno a la “doctrina Parot”. O sea, que si el supuesto escándalo llega a Estrasburgo, debería dimitir/remitir la agitación de la clase política en general, la Prensa y “la calle”.
Quiero tener, finalmente, un recuerdo para el ex jefe de Catalá, el único ministro que le ha tosido a Rajoy y ha dado una inmensa lección de honradez política y personal al dimitir la tarde del mismo día que el presidente le desautorizó en la reforma de la Ley Aído que consagraba, así por las buenas, el aborto como derecho. Alberto Ruiz Gallardón convocó una rueda de prensa en el Ministerio para primera hora de la tarde. En ella afloró el mejor Gallardón, su padre. Como en las últimas palabras públicas de Cifuentes ha aflorado la mejor Cifuentes, su padre el general. No logro encontrar en Internet aquel discurso memorable, por lo que agradeceré a cualquier alma caritativa que me pueda ayudar su generosidad. Pero la impresión la guardo en mi memoria histórica personal como el último vestigio de político admirable que ha dado el renqueante sistema que tenemos.