miércoles, 28 de marzo de 2018

EL RETIRO FINAL DEL PADRE AYARRA


Aunque vivía en un piso del Cabildo, José Enrique Ayarra trabajaba en un pequeño reducto que la fundación Focus —don Javier Benjumea— le había puesto en el hospital de los Venerables Sacerdotes, como si el destino hubiera querido dar cobijo en la institución fundada por otro canónigo de postín, Justino de Neve, a un ministro de la Iglesia que cuatrocientos años después pondría la mejor música a los lienzos de Murillo encargados por su amigo y confesor. Ayarra era un torrente de energía al hablar. Su voz estaba templada con las notas de los tubos tenores que sobrecogen cuando alzan, emiten y hacen vibrar sus cuerdas vocales bajo las bóvedas nervadas del templo que no tiene igual. Conservo esa voz en una cinta grabada en aquella entreplanta por la que entraba la luz de la calle Jamerdana, donde Blanco White meditó sus rupturas teológicas. Escuchar al padre Ayarra era, por el contrario, aferrarse a las seguridades de aquel músico celestial que aprendió a interpretar oyendo el toque de corneta en su gélido cuartel de Jaca. Pienso ahora que entre una sonora corneta, como la del brigada Rafael, el timbre de Ayarra y la potencia del órgano obediente a sus órdenes no había tanta diferencia.
Se nos ha ido el día de su santo. Recomiendo a los lectores, que presupongo sensibles a las intimidades sevillanas, que peregrinen por las tallas y pinturas de San José que hay repartidas en las iglesias y conventos de Sevilla, al menos en aquellos que no han sido saqueados por los franceses o por la incuria ignorante de ciertos curas. Fíjense, por ejemplo, en la imagen expuesta al culto en el templo dúplice de la hermandad del Silencio. Está nada más cruzar el arco donde se nos recuerda que Mateo Alemán fue hermano mayor de la corporación. San José lleva siempre de la mano a un Niño Jesús que le mira buscando en él la tierra firme. Eso era Ayarra, tomándonos de la mano a los sevillanos con su música para que no perdiéramos el Norte de la fe cierta. Si algo he aprendido en esta vida es que no hay casualidades. San José, Pepe, le diría a su Hijo: “Llama al padre Ayarra, que ya ha hecho mucha misión bautizando con sus conciertos y con sus cultos, para que forme en la legión de los ángeles instrumentistas que nimban el Reino de los Cielos”. Y como regalo de onomástica, Ayarra pudo ver la gloria que sus teclados habían anticipado.
En aquella entrevista de Los Venerables, que se puede buscar en la hemeroteca virtual de ABC, me contaba Ayarra un gesto que me llamó la atención y que ahora cobra, providencialmente, actualidad. Salió de él, ensalzar el mundo de la piedad popular sevillana. Pero cuando abordó la Semana Santa, fue igual de contundente que con las demás cosas serias que salían de su boca. Y es que, llegadas las fechas mayores de la ciudad, Ayarra se retiraba a su hogar, adonde sin duda llegarían los acordes del himno nacional procedentes de la puerta de San Miguel, y allí se pasaba la semana entera meditando, rezando y escuchando La Pasión Según San Mateo. Ayarra ni siquiera bajaba a asomarse por el pasaje de los Seises o a la puerta ojival del antiguo colegio de los canónigos. Se encerraba en aquel hospital de venerables sacerdotes en el que convertía su casa y desde allí se trasladaba al Gólgota jerosimilitano, interrumpiendo su retiro sólo para los oficios catedralicios, que no serían los mismos sin sus arpegios.
José Enrique Ayarra Jarne, sacerdote de Cristo, organista titular de la Catedral de Sevilla durante casi seis décadas, hace este año su retiro de Semana Santa en la Casa del Padre. Su ayudante, el padre de los Sagrados Corazones Carlos Navascués, mi padre Carlos en los Padres Blancos, habrá cogido su bicicleta con temblor en los mismos brazos que pasaban las partituras del maestro. Le he preguntado “¿y ahora qué?” y me ha contestado que el Cabildo decidirá. Creo, sin atribuirme conocimientos de que carezco, que él sería un buen candidato a sucederle, aunque sé, por el mismo Ayarra, que el titular ha de ser canónigo y ocupar la plaza por oposición. Pero, desaparecido físicamente don José Enrique, ¿quién mejor que su pupilo para conservar su espíritu vivo sobre el teclado? Todos nos quedamos como sordos sin la esperanza de volver a reconocer los armónicos truenos del padre Ayarra.

(Publicado en ABC de Sevilla el 27 de marzo de 2018, Martes Santo)


miércoles, 21 de marzo de 2018

CONMOCIONES


"Cuando vemos que Gabriel no vive es el momento más duro de nuestra carrera profesional y el que no lloró allí, lo hizo en otro momento; es que somos humanos."
José Hernández Mosquera, teniente coronel jefe accidental de la Comandancia de la Guardia Civil de Almería

Vaya por delante de este artículo que, tras la metamorfosis censora que está experimentando la sociedad española en el tubo de ensayo de la izquierda, con leyes mordaza en tramitación y un proceso inquisitorial digno de regímenes muy alejados de nuestro entorno (hasta ahora), cuanto escriba desde este momento debe ser interpretado multiplicando por diez su contenido. Las otras nueve partes me las callaré para no poner en bandeja a los enemigos de la libertad mi cabeza y la de mi familia.
Dicho esto, quería referirme hoy a la gran enfermedad que corroe los tuétanos de la Nación española, si es que todavía existe: la hipocresía. Es la peste del siglo XXI en España; también, por supuesto, en Sevilla, desde donde sigo rompiendo a escribir cada vez que logro salir del muermo depresivo en el que me sumerge el paisaje político circundante. Sí, hoy voy a por todas, y para explicarme nada mejor que reproducir íntegro el mensaje recibido y procedente de la entidad local más luchadora en defensa del derecho a la vida (artículo 15 de la Constitución Española) que se ve sistemáticamente vulnerado cada día en las personas de trescientos seres humanos concebidos en España. Lo envió el presidente de la asociación Pro Vida de Mairena del Alcor, que, como digo, es pionera y avanzada siempre en la defensa del no nacido y su madre. Y decía así:

“Hoy martes día 13 de marzo, al tiempo que tenía lugar el funeral por el niño Gabriel, vilmente asesinado por su "madrastra", y a la misma hora, asistíamos absolutamente impotentes al asesinato de Angelito, un niño al que su padre y otros parientes trataron de salvar pero que su "madre", aún después de oir los latidos de su pequeño corazón y de ver su foto e incluso habiéndole proporcionado un trabajo bueno y digno, rechazó tajantemente, con una frialdad que extremece, ejerciendo el "derecho a decidir" sobre la vida de su hijo.
Lo que cuento es real como la vida misma y demuestra la falsedad del "derecho a la igualdad" que impide a un padre hacer nada por su hijo y que condena a un hijo a muerte por la simple voluntad de su madre.
Los políticos se sienten horrorizados con lo sucedido a Gabriel y ven un derecho y logro social el asesinato de Angelito.
La Hipocresía no puede ser más gigantesca.”

Llegado a este punto, y sabedor de que estas líneas nunca llegarán a ser “virales”, podría guardar silencio. Pero no les voy a dar este gusto a los nuevos amos de España. Y voy a comentar algo de lo que se me ocurre (insisto en que, como hacía aquel personaje de “La vida de los otros”, oculto mi máquina de escribir lo que siento bajo el parquet por si aparece la “Stasi”).
Los pueblos pueden derrumbarse de muchas maneras, aunque hay muy pocas para reconstruirlos. Atacar el origen mismo de la vida humana es, sin duda, la mejor baza de la decadencia. El aborto, como más tarde y recientemente otras cruzadas para el desarme moral de los españoles, se planteó al principio como una exigencia democrática, una normalización cuyos efectos inicuos se limitaban a tres supuestos, que nunca se respetaron por cierto, lo mismo que se ignoró y se ignora la sentencia del Tribunal Constitucional.  Aquello lo sacó adelante Felipe, el despenalizador. Era la primera fase. La segunda la puso Zapatero, el implantador. Y, al igual que en esas otras cruzadas, lo que se disfrazó de supresión de barreras discriminatorias, se ha convertido en el fruto podrido de la imposición obligatoria. Y pobre del que sostenga lo contrario.
Es la verdadera faz de los movimientos inspirados en la filosofía de Marx y en la praxis de Lenin. La manera de dar pasos irreversibles es la propia: utilizar los puntos débiles de la burguesía. Poco, a poco, a lo largo de cuarenta años de zapa, han ido laminando a la clase media y su mentalidad para que sea más fácil el asalto final. Y éste se produce ahora, con los vendavales antidemocráticos de “la calle” y “los medios” agitando la propaganda subversiva, igualitaria y arrasadora que barre España. Es fundamental en esta etapa definitiva darle la vuelta a la historia, y para eso están las leyes, ni siquiera modificadas por el PP cuando podía, de lavado de cerebro colectivo, principalmente de las generaciones que no conocieron lo que se pretende transformar “a posteriori”.
Llegados a este punto, se ha conseguido que ocurra, imperceptiblemente, lo que mi amigo Manolo, que se bate el cobre desde Mairena, describía lacónica y dramáticamente en su testimonio sobre “Angelito”: que todo un país se movilice, y hace bien, por el pobre Gabriel y su familia verdadera, mientras que pasan los días y nadie mueve una pestaña por los otros trescientos “gabrielitos” caídos a diario en los abortorios de España. Espero que por señalar lo obvio —que la hipocresía más sangrante ha hecho de España un zombi a la deriva— no me persigan, o al menos que no me caiga una multa gubernativa —¿a qué me recuerda esto?— que le quite a mis hijos el pan de la boca, tras toda una vida de sudores de su madre y de su padre, con sus correspondientes impuestos pagados para que nuestro Congreso dé lecciones de lo que nunca debería sucederle a un país.
Los guardias civiles, que tanto saben de tragar lágrimas a causa de la violencia, nos han vuelto a dar ejemplo de todo a todos. Ellos lamentaban no haber podido salvar a Gabriel. Nosotros deberíamos apretar los dientes por el gran fracaso que representa dejar a sus pequeños compatriotas abandonados en el contenedor de residuos orgánicos.

jueves, 15 de marzo de 2018

LA TESIS DE CARMEN


No hace mucho que escribía aquí acerca de uno de esos discursos domésticos y pasajeros, hechos para disfrutar del paisaje como desde la ventana de un tren lento, que le escuché al catedrático emérito de la Universidad de Sevilla don Enrique Valdivieso acerca de Murillo y su pintura lenitiva para las heridas muy profundas de la ciudad que padeció las gran epidemia de peste de 1649. Hoy vuelvo sobre el profesor Valdivieso, uno de los pocos personajes sólidos en este país nuestro tan aligerado de peso cultural que se está quedando en los huesos de las “postrimerías” plasmadas por Valdés Leal en la iglesia del hospital de la Santa Caridad  por encargo del venerable Miguel Mañara.

Y retorno al experto vallisoletano asentado en la luz de Velázquez y del propio Murillo porque tuve la fortuna —buscada— de asistir a un acto que sólo voces de gran categoría son capaces de convocar. El arte fue, nuevamente, culpable de que el aforo del antiguo salón de plenos de la Diputación hispalense se viera abarrotado de un público variopinto arremolinado en torno al rescate de otro artista poco valorado por las recientes corrientes “entendidas”: José Arpa Perea. De guiar a la autora se ocupó durante años don Enrique y por eso quiso estar presente y realzar su puesta de largo junto al hoy catedrático de Historia del Arte en la Hispalense, José Fernández López. Ambos intervinieron en la cita y ambos escriben en el libro, publicado por la misma Diputación en otra colección, señera, que lleva el sello de “hispalense”: Arte Hispalense.
La tesis doctoral de Carmen Rodríguez Serrano ocupa unos quinientos folios. Un extracto de cien es lo que se recoge en este libro. El director del trabajo, don José Fernández casi suplicó que algún día viera la luz el fruto íntegro de un esfuerzo de años que ha llevado a la doctoranda a seguir los pasos de Arpa no sólo por su Carmona natal y por Sevilla, sino por Roma, por Méjico y por Tejas, donde fue dejando una estela de admiración y buen hacer que hoy todavía perdura. Carmen Rodríguez ha rastreado su quehacer pictórico con paciencia de tejedora, hasta poner en pie un catálogo que desde que ella depositó la tesis hasta que la defendió se incrementó en sesenta piezas.

¿Y por qué destaco todo esto? Pues porque Carmen Rodríguez lleva ocho años de su joven existencia “opositando”. Obtuvo una beca de investigadora para llevar a cabo su tesis en 2010. Más tarde pasó a un grupo de investigación y dos años después comenzó a desempeñar labores de profesora sustituta interina en el Departamento de Historia del Arte. Pero en la Universidad también han cambiado mucho las cosas desde 2008. Lo describía Valdivieso, con ese desparpajo castellano suyo que se ha ido perfeccionando con el tiempo y que ahora alcanza cotas de cruzado: “Antes, una persona entraba en un departamento a dar clase y ya se quedaba allí. Ahora no. Ahora, tiene que salir y ponerse en cola para volver a entrar. Carmencita es hoy la primera de esa cola. Esperemos que vuelva pronto, porque sus alumnos, que son los que prestigian o no a un profesor, la quieren.” Así, lacónico y contundente, es este teórico dotado de un bagaje que ya quisieran muchos papanatas del pesebre. Por cierto, que un reputado historiador inserto en la Administración socialista de la Junta de Andalucía se me lamentaba el otro día de la “panda de ignorantes” que impera en su departamento. Y él lo debe saber bien. Las alabanzas desgranadas por los dos veteranos docentes universitarios hacia la tenacidad, honradez intelectual y sagacidad de que había hecho gala Carmen Rodríguez Serrano parecían no tener fin. Valdivieso recalcó esos valores "en un tiempo en que todo se hace recortando y pegando de Internet".

“Carmencita” nos dedicó unas palabras impecables al término de la sesión, arropada por los directores de su tesis y un “colectivo” en cuya actitud y prolongada ovación era posible palpar el aprecio de los méritos que adornan a una chica ejemplar que no acaba de poder meter cabeza en su Universidad, tal vez porque los dineros se han ido en bibliotecas fallidas y otros descalabros presupuestarios, posteriormente premiados con nombramientos de altos vuelos. Algún día, alguien con buena pluma y mejor calculadora, tendrá que resumir en un memorial de agravios los daños y perjuicios que el despilfarro de todos los gobiernos y gran parte del manto protector de mancomunidades, consorcios, agencias, empresas públicas y otros artefactos más o menos superfluos han hecho a generaciones enteras de concienzudos y responsables jóvenes laboriosos que han sacrificado su tiempo para poder vivir de lo que les gusta y saben hacer con esmero. Sólo se vive una vez, señores de la política. Ustedes han podido ocupar sus años mozos en lo que han querido. Pero otros, mucho más útiles que ustedes para el común, han consumido demasiadas horas llamando a las puertas de organismos que ustedes han dejado secos. Imperdonable.

Ah, y, obviamente, Carmen es nombre de mujer, por si lo han olvidado.

LA TESIS DE CARMEN


No hace mucho que escribía aquí acerca de uno de esos discursos domésticos y pasajeros, hechos para disfrutar del paisaje como desde la ventana de un tren lento, que le escuché al catedrático emérito de la Universidad de Sevilla don Enrique Valdivieso acerca de Murillo y su pintura lenitiva para las heridas muy profundas de la ciudad que padeció las gran epidemia de peste de 1649. Hoy vuelvo sobre el profesor Valdivieso, uno de los pocos personajes sólidos en este país nuestro tan aligerado de peso cultural que se está quedando en los huesos de las “postrimerías” plasmadas por Valdés Leal en la iglesia del hospital de la Santa Caridad  por encargo del venerable Miguel Mañara.

Y retorno al experto vallisoletano asentado en la luz de Velázquez y del propio Murillo porque tuve la fortuna —buscada— de asistir a un acto que sólo voces de gran categoría son capaces de convocar. El arte fue, nuevamente, culpable de que el aforo del antiguo salón de plenos de la Diputación hispalense se viera abarrotado de un público variopinto arremolinado en torno al rescate de otro artista poco valorado por las recientes corrientes “entendidas”: José Arpa Perea. De guiar a la autora se ocupó durante años don Enrique y por eso quiso estar presente y realzar su puesta de largo junto al hoy catedrático de Historia del Arte en la Hispalense, José Fernández López. Ambos intervinieron en la cita y ambos escriben en el libro, publicado por la misma Diputación en otra colección, señera, que lleva el sello de “hispalense”: Arte Hispalense.
La tesis doctoral de Carmen Rodríguez Serrano ocupa unos quinientos folios. Un extracto de cien es lo que se recoge en este libro. El director del trabajo, don José Fernández casi suplicó que algún día viera la luz el fruto íntegro de un esfuerzo de años que ha llevado a la doctoranda a seguir los pasos de Arpa no sólo por su Carmona natal y por Sevilla, sino por Roma, por Méjico y por Tejas, donde fue dejando una estela de admiración y buen hacer que hoy todavía perdura. Carmen Rodríguez ha rastreado su quehacer pictórico con paciencia de tejedora, hasta poner en pie un catálogo que desde que ella depositó la tesis hasta que la defendió se incrementó en sesenta piezas.

¿Y por qué destaco todo esto? Pues porque Carmen Rodríguez lleva ocho años de su joven existencia “opositando”. Obtuvo una beca de investigadora para llevar a cabo su tesis en 2010. Más tarde pasó a un grupo de investigación y dos años después comenzó a desempeñar labores de profesora sustituta interina en el Departamento de Historia del Arte. Pero en la Universidad también han cambiado mucho las cosas desde 2008. Lo describía Valdivieso, con ese desparpajo castellano suyo que se ha ido perfeccionando con el tiempo y que ahora alcanza cotas de cruzado: “Antes, una persona entraba en un departamento a dar clase y ya se quedaba allí. Ahora no. Ahora, tiene que salir y ponerse en cola para volver a entrar. Carmencita es hoy la primera de esa cola. Esperemos que vuelva pronto, porque sus alumnos, que son los que prestigian o no a un profesor, la quieren.” Así, lacónico y contundente, es este teórico dotado de un bagaje que ya quisieran muchos papanatas del pesebre. Por cierto, que un reputado historiador inserto en la Administración socialista de la Junta de Andalucía se me lamentaba el otro día de la “panda de ignorantes” que impera en su departamento. Y él lo debe saber bien. Las alabanzas desgranadas por los dos veteranos docentes universitarios hacia la tenacidad, honradez intelectual y sagacidad de que había hecho gala Carmen Rodríguez Serrano parecían no tener fin. Valdivieso recalcó esos valores "en un tiempo en que todo se hace recortando y pegando de Internet".

“Carmencita” nos dedicó unas palabras impecables al término de la sesión, arropada por los directores de su tesis y un “colectivo” en cuya actitud y prolongada ovación era posible palpar el aprecio de los méritos que adornan a una chica ejemplar que no acaba de poder meter cabeza en su Universidad, tal vez porque los dineros se han ido en bibliotecas fallidas y otros descalabros presupuestarios, posteriormente premiados con nombramientos de altos vuelos. Algún día, alguien con buena pluma y mejor calculadora, tendrá que resumir en un memorial de agravios los daños y perjuicios que el despilfarro de todos los gobiernos y gran parte del manto protector de mancomunidades, consorcios, agencias, empresas públicas y otros artefactos más o menos superfluos han hecho a generaciones enteras de concienzudos y responsables jóvenes laboriosos que han sacrificado su tiempo para poder vivir de lo que les gusta y saben hacer con esmero. Sólo se vive una vez, señores de la política. Ustedes han podido ocupar sus años mozos en lo que han querido. Pero otros, mucho más útiles que ustedes para el común, han consumido demasiadas horas llamando a las puertas de organismos que ustedes han dejado secos. Imperdonable.

Ah, y, obviamente, Carmen es nombre de mujer, por si lo han olvidado.