viernes, 22 de diciembre de 2017

CUENTO (DURAMENTE VERÍDICO) DE NAVIDAD


Pensaba escribir sobre la Navidad. Y bien mirado, voy a hacerlo. Ayer asistí a una Eucaristía presidida por el arzobispo de Sevilla, quien tras la  homilía, condensada y bien medida como siempre, nos sorprendió con una alusión nada menos que al Cuarto Mandamiento. Sé que este artículo no ha caído en manos legas y ayunas de cultura, de modo que no voy a recitar su tenor literal. ¿Y por qué se refirió monseñor Asenjo al deber de honrar a nuestros padres (por cierto, que las Tablas de la Ley se adelantaron a lo políticamente correcto y señalaron claramente “padre y madre”)? Trajo a colación el prelado el precepto divino que recorrió el gran camino de las telecomunicaciones establecido entre una zarza ardiendo que no se consumía y un pueblo desnortado que adoraba a Baal, a cuento, precisamente, de una nación errante, que a la sazón es la nuestra.
No la catalana, que no existe porque aquello sigue siendo un condado. Todo lo respetable que se quiera, pero un condado al fin, aunque lo hayamos revestido de comunidad autónoma. La nación, en España, es la Patria. La única nación valedera, palabra ésta en desuso ya cuando mi dilecto Manolo Ferrand, que en paz descanse, me reprendía por decir “válido”. Por cierto, mi primer jefe era admirado y querido en la Casa de Planeta hasta su fallecimiento, y aún después en las personas de su amplia prole. Aquel premio concedido en Barcelona por un hijo de El Pedroso le mantuvo vinculado con una firma netamente catalana que hoy nadie sabe lo que hará mañana.
Porque hoy es un día de nudos en la garganta… otra vez. Leo en la Prensa titulares como “La victoria de ciudadanos no evita la mayoría separatista”, “La CUP condiciona su apoyo a Puigdemont a que asuma el programa de “construir” la república”, “La república catalana ha ganado a la monarquía del 155”, “Incierto futuro”, “La mayor tragedia de Mariano Rajoy”. Publiqué, hace hoy quince días, una serie de “suposiciones” que, lamentablemente, se van cumpliendo una a una desde hace unas horas. He perdido toda esperanza en haberme equivocado. No tengo ánimos para releerme, algo por lo que además siempre he sentido alergia. Pero ahora me pregunto qué pensar tras el cumplimiento de las agoreras hipótesis. Sé que como yo hay mucha gente, angustiada por no explicarse en qué pensaba el presidente del Gobierno, ese “insecto palo”, dicho sea con la intención de hacer un símil entomológico de su (no) política, estática y ultraconservadora (ésta sí, y no otras que la progresía acostumbra a inventarse).
Circuló en su momento, la primera vez que Rajoy ganó las elecciones generales, con mayoría absoluta y gracias al desastre económico que le tocó a Zapatero aunque éste se encargara de intensificarlo, un rumor según el cual Arriola, el sempiterno asesor sociomensor del PP y esposo de Celia Villalobos (ya saben, la ex del Partido Comunista conversa al liberalismo, ja, ja)  había resumido en un consejo de oráculo lo que debía ser el programa marianista: “Has ganado sin hacer nada. Ahora lo único que puedes hacer es perder”. La frasecita, fueran cuales fueran sus términos exactos, es como el lema de un príncipe de cine gótico: encierra a la perfección el (no) espíritu de este gallego que está conduciendo a España al mayor agujero negro de su historia reciente a fuerza de no hacer nada. Lo único que ha conseguido es hundir al Partido Popular hasta relegarlo al grupo mixto, donde convivirá con los antisistemas de la CUP. En el Parlamento catalán no volverá a oírse, al menos en mucho tiempo, la voz de Albiol.
Se ha metido en la ratonera él solito, cuando su electorado, sus simpatizantes y cualquiera que tuviera un mínimo de conciencia ciudadana le aclamaba por haber tenido, al fin y tardíamente, el valor de aplicar el 155. Ahora, creo, es tarde para todo. Estamos en un callejón sin salida para el que nuestro sistema político y jurídico no tiene respuestas. Las banderas seguirán en los balcones, pero el último cartucho acaba de disparárselo en los pies el hombre que confió en las urnas sin pensar que son (o eran) de cristal. Ahora estamos, como advirtió Aznar (el que, por otra parte, hablaba catalán —¿con Pujol?— en la intimidad), peor que hace dos meses, cuando se produjo el “sorpasso” de la convocatoria electoral en el curso de una rueda de prensa para hablar del 155. La precipitación conduce al precipicio. Y ahí estamos. Pero ¿dónde está Arriola, en su dorada jubilación bien pensionada?

Recemos, que es Navidad. Nos lo pedía ayer, antes de conocerse el fracaso catalán, el pastor alcarreño. Fue su última petición de los fieles. Especialmente extensa y acuciante: “Hay que orar por España, que existe desde hace cinco siglos.” Y levantó los cinco dedos de su mano. Después bajó uno, para indicar que el Cuarto Mandamiento nos obligaba a amar a la Patria al igual que a nuestro padre y nuestra madre, y mantenerla unida, porque esa unidad es fuente de paz, convivencia y amor. Pues eso, recemos y feliz Navidad a cuantos hayan tenido la paciencia (que viene de paz) de leerme hasta aquí.

viernes, 8 de diciembre de 2017

SUPONGAMOS...

Supongamos por un momento que los resultados del 21 de diciembre en Cataluña no son los que el Gobierno de Rajoy y la mayoría de los españoles deseamos. Una vez traspasado el Rubicón del 155, el Ejecutivo podía haber dispuesto casi a su antojo de los recursos que le proporcionaba la Constitución, aplicada en este punto por primera vez en la Historia. Gozaba de una holgada mayoría absoluta en el Senado, entidad en cuya mano estaba autorizarle. En aquel momento, tras las semanas más tensas y peligrosas de la vida nacional tras la transición, el Partido Popular lo tenía todo a su favor, empezando por la sospechosa pero útil mansedumbre de los cargos públicos secesionistas, que entregaron el poder apenas sin la menor resistencia, cuando todos nos temíamos lo peor, la reedición, mucho más violenta, de los durísimos incidentes protagonizados por cuarenta mil personas la noche del 20 de septiembre en torno a los vehículos de la Guardia Civil. Precisamente era éste el punto álgido del tira y afloja del que pendía el futuro de Cataluña y de España en general.
La praxis hace a menudo la manera de pensar de las multitudes. Tal vez por eso, el presidente prefirió sorprender a muchos primero con el plazo libremente autoimpuesto de seis meses para devolver las competencias al Parlamento —ya nuevo— autonómico. Nadie le obligaba. Una labor de zapa y socavamiento como la llevada a cabo sistemáticamente y bien alimentada por fondos tanto públicos como privados durante el largo viaje de la autonomía exigía, si se quería al menos minimizar sus efectos, una proyección indefinida en el tiempo. Pero eso debió parecerle al gallego poco decoroso institucionalmente, aunque fuera lo que se percibía en el ambiente que le demandaba su electorado y lo único que le permitiría estar a la altura de las graves circunstancias. Más adelante, las precipitadas conversaciones y visitas del “líder” de la oposición tamizarían las cosas de modo que un paso del calibre del registrado horas antes quedaba en entredicho por una aplicación más bien estrecha del mismo. Así, eligió incluso adelantar el plazo de seis meses a dos, y anunciarlo por sorpresa dejando a todos con la mandíbula desencajada. Lo inesperado de la medida la revestía de eficacia e idoneidad. Por fin, Rajoy gobernaba, y parecía dominar la situación.
Supongamos, empero, que la solución electoral no es la panacea. Supongamos que en dos meses, y por mucho que la tentativa del 27 de octubre no haya triunfado, las pulsiones profundas del independentismo catalán en lugar de haber desaparecido se recrudecen. Supongamos que el día del Gordo nos encontramos con un Parlamento catalán diferente, sí, pero no en el sentido que se esperaba sino en el contrario. Me explico.
En el intercambio epistolar entre el presidente Rajoy y el president Puigdemont, el primero lanzó el que podría considerarse su último misil dialéctico cuando le recordó a su corresponsal que las formaciones promotoras y sancionadoras de la declaración independentista no representaban a la mayoría de los votos catalanes. La Ley D´Hondt, como tantas otras veces, les daba algunos escaños más, pero éstos no reflejaban la realidad global de los sufragios. Era éste, si lo miramos con una óptica escrupulosa, el argumento definitivo para resolver tan grotesco episodio. Es más, ante Europa y el resto del mundo, la imagen de España quedaba a salvo de cualquier ataque basado en consideraciones puramente democráticas. Era una baza que Rajoy podría haber mantenido en la caja fuerte cuanto tiempo hubiese querido. Pero prefirió el riesgo. El análisis de la operación lo dejo a los especialistas. Lo cierto es que el 21 de diciembre se enfrenta a un panorama tan incierto como quedarse desnudo ante una hipotética mayoría de votos, sin precedentes, en las filas separatistas.
Pero hay más. Supongamos —lo cual no requiere demasiada imaginación— que los partidos socialistas español y catalán deciden someter a Rajoy a una moción de censura. Hoy por hoy, con la izquierda radical que reina en el Congreso, tal alternativa sería perfectamente viable. Caería el Gobierno y caería el Senado. ¿Qué composición tendría la Cámara alta de producirse dicho escenario? ¿Perdería también el Partido Popular la mayoría en el órgano llamado a renovar la suspensión de competencias autonómicas?

Hay suposiciones que uno tal vez no debería poner por escrito. Pero cada cual está hecho en su molde, y el mío no es el del mutismo.

Publicado en las nueve cabeceras del grupo Joly el 7-12-17
(Tirada OJD: 60.000 ejemplares)

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Y NO LE TEMBLÓ EL PULSO

Cuando el capitán de una compañía cae en primera línea, pueden pasar dos cosas: si el cuerpo de ejército está bien disciplinado y sabe lo que quiere se mantiene formado y avanza como si su jefe continuara en pie; pero si cunde el desconcierto, la debacle es total. ¿Qué ocurrirá con la batalla judicial contra la insurrección separatista ahora que el encargado de guiarla no está ni volverá a estar al frente de la lucha jurídica? Los interrogantes se apelmazan en situaciones tan graves como la actual. La muerte, siempre inoportuna, ha sido esta vez alevosa, por cuanto deja al estado de derecho a los pies de los caballos siempre encabritados de la impunidad.
El nombre y la imagen de José Manuel Maza estarán siempre asociados en la memoria de muchos a una escena clave de la tan asendereada vida nacional desde el pasado 6 de septiembre. Fue el Fiscal General el primero en desenfundar las armas de la Ley para incriminar a cuantos hubieran participado en la intentona golpista de Cataluña. Lo hizo con una resolución y un temple que últimamente se añoran dondequiera que uno mire a lo largo de la política nacional, al menos dentro de los confines de los arcos parlamentarios. Para quien pusiera en los sucesos de aquellos días la atención que merecían, las palabras de Maza supusieron un respiro, hasta el extremo de recibirlas de su voz como si las hubiésemos redactado nosotros mismos. Era la ansiada determinación, el espíritu asertivo que proporciona tomar las riendas, o si se prefiere el toro por los cuernos y tirar “palante”, que diría un castizo. Justo lo que echamos de menos en quien le nombró.
Hasta ahora, teníamos dos personas, dos instituciones encarnadas por ellas, que eran garantía última de fiabilidad en los resortes legales de la unidad nacional: el Rey y el Fiscal General. El comunicado de éste último al que me vengo refiriendo, leído el 30 de octubre en la sede del órgano judicial con la solemnidad que exigía la actuación en cuestión, constituía la más contundente reacción por parte del ordenamiento jurídico ante el dantesco acto delictivo registrado tres días antes. Terminó la lectura del texto sin que la mano le hubiera vacilado ni un instante, lo cual, teniendo en cuenta la envergadura del paso dado —la presentación de querellas contra todos los promotores de la independencia, empezando por el Gobierno catalán— me pareció un rasgo digno de un gran hombre. Era un detalle que contrastaba con otro de una vileza inaudita. Los amantes de los medios audiovisuales solemos fijarnos en estas cosas. La primera sesión parlamentaria para aprobar la independencia, la que finalizó el 6 de septiembre con la votación forzada de la llamada “ley del referéndum”, fue retransmitida íntegramente y en directo por la televisión catalana. No hace falta añadir que TV3 sirvió la señal que más convenía a sus mentores, tal y como sigue haciendo hoy aunque los supervisores, en teoría, hayan cambiado. Cuando llegó el momento de votar, tras unos debates de sainete dramático, los no secesionistas se ausentaron de la sala, pero dejaron banderas españolas y catalanas en sus escaños. Todos esperábamos ver un plano general de los diputados presentes y de los asientos vacíos. Pero la manipuladora televisión autonómica cerró el zoom de la cámara y lo fijó, durante minutos y minutos en el busto parlante de la presidenta Forcadell, que había forzado torticeramente cada minuto de aquella jornada para sacar adelante “como fuera” la ley de ruptura. Fue un engendro informativo condenado en todos los manuales de lenguaje televisual del mundo, salvo, probablemente, los bolivarianos, los castristas y los norcoreanos. Lo cierto es que TV3 escamoteó a todos la realidad de medio Parlamento aprobando de hecho la secesión del “país”.

Tal desmán, como decía, estaba en las antípodas de aquella otra ilustración audiovisual de un fiscal general exponiendo concisa y someramente la postura del estado ante el reto protagonizado por una parte, ciertamente muy minoritaria, de su población. Recientemente, el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Jesús García Calderón, escritor impenitente e inspirado además de amabilísima persona, y subordinado jerárquico por tanto del finado, refería que el artículo 48, si no recuerdo mal, de la reglamentación de actos notariales —agradeceré a quien corresponda que me rectifique si me equivoco— era un poema medido con la sobriedad de la hondura desnuda, requisito éste que todo vate con talento cultiva. Pues eso mismo reconocí yo en la pieza de José Manuel Maza, que podemos escuchar de su boca gracias al milagroso Internet. Y nuevamente, observando las faltas en el último adiós, la talla de los grandes se fija por la raza de los ladradores. Como siempre.

viernes, 10 de noviembre de 2017

SÍ, HAN DESPERTADO AL LEÓN

En los artículos de Rafael Sánchez Saus, excelso docente universitario de los clásicos, historiador benemérito y sobre todo grandísima persona, tenemos siempre destellos que nos ayudan a comprender lo que está pasando, algo que, en definitiva, es lo que quienes escribimos o hablamos —en ocasiones más de la cuenta— constituye nuestra razón de ser. Su proclama acerca del “español anónimo” que colgó la primera bandera en su balcón mueve a pensar, y mucho, que a menudo nos han enseñado, a nuestra generación ya en edad adulta, a venirnos abajo, salvo en un campo de juego que ustedes ya saben cuál es. La remontada de la vocación española, hecha visible en las calles de Barcelona sólo tres días después de la supuesta declaración de independencia y revalidada más tarde, fue como el gran zamarreón que un lejano día de Cuaresma aconsejó el abogado sevillano Manuel Toro en su pregón a los cofrades para salir del muermo, como se agita el cirio cuando acumula demasiada cera líquida para que no ahogue la llama del pabilo. A “espabilar”, en suma. En este caso, estamos asistiendo al despertar de una conciencia que parecía muerta pero, como Lázaro, sólo aguardaba las palabras justas —las de la independencia de Cataluña— para pasar a los hechos, salir a la calle y emigrar, como en el impresionante cántico de Garabaín, de la muerte a la luz.
Confieso que durante los días posteriores a la tercera tentativa histórica, también desbaratada, de secesión catalana (esperemos que a la tercera se rindan los golpistas contumaces, aunque es mucha esperanza) mi desaliento iba parejas con mi estupor. Me sentía indignado principalmente con mis gobernantes, que tras haber recibido una lección ejemplar por parte de Su Majestad el Rey, parecían hacer oídos sordos al mensaje y dejaron que los hechos consumados triunfasen. Reconozco también que a día de hoy ignoro si mi convicción de que nunca se debió haber llegado a esto y que la herramienta para evitarlo siempre fue una aplicación más temprana del 155 estaba en lo cierto o no. ¿Y si fracasa la fórmula electoral de última hora para evitar la suspensión completa de la autonomía catalana que demandaba la asonada golpista? Cada día encuentro más averiadas mis hipotéticas dotes de profeta. Aznar lo ha dejado claro: “Las cosas se pondrían peor que antes del 155”.
Pero, por mi parte, empiezo a salir de ese estado de amargura en el que me sumió el malhadado paso de los setenta parlamentarios catalanes; se disuelve poco a poco el nudo en la garganta y en el pensamiento que me tenía maniatado y vuelvo a escribir, señal siempre de que la vida sigue, como la fe en ella, y se restablece desde los también necesarios territorios del silencio. No obstante, para mí, y desde que he visto las rojigualdas lucir y ondear al aire de España me consta también que para otros muchos, éste ha sido un episodio sin precedente en nuestras vidas y que quiera Dios no se repita, porque la huella que ha dejado en millones de ciudadanos —y es que antes que eso somos personas y pertenecemos a una cosmovisión común como españoles— va a perdurar en nosotros mientras vivamos, como una sensación de vértigo extraña a nuestra manera de percibir los cosas, que nos convierte también en ajenos a nosotros mismos. Y eso, amigos, es lo más grave que, como comunidad de individuos inteligentes, nos puede suceder.

Repongámonos, sí, emborrachémonos por un día de patriotismo, para enjugar en el vino del orgullo nacional el triunfo de la razón que siempre estará con la unión —“Unión de Reinos”, gestada por los Reyes Católicos y embrión de nuestra gran nación— y por lo tanto contra la división. Tras tanto tiempo de complejos y timideces, es necesario recuperar la autoestima como españoles. Es inexcusable, después del desafío recibido, del guante estrellado (“estelado”) en nuestras caras. Y al día siguiente, como cantaba María Ostiz, a trabajar; es decir a buscar ocupación para nuestra juventud —también para ésa extraviada por los cabecillas de la revuelta— antes de que sea demasiado tarde y cumplan demasiados años. Obviamente, hablo de un trabajo digno, no del que en la actualidad predomina en el mercado español. Porque ésa es la única manera de que, gane quien gane las elecciones el día 21 de diciembre o cuando sea, un país renazca de sus peores pesadillas y conquiste un futuro hermoso para todos, repleto de oportunidades para ejercer la libertad de ser españoles.

(Publicado en las cabeceras del grupo Joly el 10/11/17)

http://www.diariodesevilla.es/opinion/tribuna/despertado-leon_0_1189681583.html

martes, 7 de noviembre de 2017

ENFOQUE AUTOMÁTICO

La gran batalla secesionista consiste, básicamente, en hacernos creer, o mejor percibir, que Cataluña es el ombligo del mundo. O sea, que estamos ante una contienda informativa. Comprendo que para mis colegas, en un tiempo de periodismo en papel y tiempo continuo y competencia desbocada, el asunto catalán —los independistas preferirían que le llamáramos “cuestión”, que viste más— acapare la atención general. Pero cuanto más tiempo dediquemos a un litigio que chocó en las paredes de lo irreductible hace más de un siglo más combustible repostaremos en los depósitos de un nacionalismo ciego por antonomasia como es cualquier movimiento antihistórico. Y los regionalismos exacerbados —todos, en potencia— lo son en grado sumo.
En términos fotográficos, podríamos hablar de “enfoque automático”. A los aficionados consumados, no digamos a los profesionales, les gusta disponer de enfoque manual, porque el “AF hace lo que quiere”. Para contrarrestar la obsesión catalana, que hoy por hoy es un problema sub iudice, podríamos hablar de muchas otras cosas de la misma o mayor entidad y que deberían preocuparnos al menos tanto como los melindres de una comunidad demasiado mimada. Como por ejemplo, la matanza en la iglesia baptista de Estados Unidos (que se une a otras muchas en una ola cuya raíz ha puesto de relieve el presidente Trump al denunciar el fracaso de las políticas progresistas en salud mental, porque las armas no se disparan solas). O la tragedia que para los españoles sigue suponiendo la muerte de trescientos inocentes no nacidos cada día. O la escalada de tensión en Corea del Norte y un radio de acción que ya alcanza al suelo norteamericano. O la subida de la luz un 12 por ciento y la inminente del petróleo tras el arresto de once miembros de la familia real saudí por orden del príncipe heredero. O la inoculación del veneno diabólico que cada Día de Todos los Santos se cuela en las alcobas de nuestros niños y adolescentes como antes lo hizo el humo de Satanás en la mismísima Iglesia Católica (Pablo VI dixit).
Pero ya que lo que nos rodea en este momento como españoles es la invasión del particularismo territorial con sesgo catalán y permanente campaña rupturista, traigo a colación el caso de Jesús, otro miembro de mi gremio que fue vencido por el cáncer de colon hace sólo unos días, sin que la enfermedad le diera tiempo de ver publicado su libro en el que vertió sus vivencias al hilo de las carreras en las que participaba. Porque Jesús, que fue periodista durante tres décadas, sentía pasión por el deporte. La historia completa la tienen en un reportaje de El confidencial. Y viene su caso a cuento de la idea que lo preside en los titulares: “Si viviera en Euskadi me habría salvado”. Donde ponemos Vascongadas podríamos escribir Navarra, La Rioja o Valencia. Lo cierto es que éstas son las únicas regiones que llevan a cabo programas de detección precoz de este tipo de cáncer. Los números los da la Asociación Española Contra el Cáncer, y son aplastantes. La prueba cuesta dos euros, y tratar a los enfermos saldría por 65 millones, cuando en la actualidad pasa de mil. ¿Por qué no se extiende este plan a toda España? Eso quisiera yo saber. A Jesús ya no le servirá, pero a los 41.000 diagnosticados anuales podría devolverles la vitalidad. Salvando las distancias, yo mismo, diabético, he de aprovisionarme de medicamentos si quiero pasar más de veinte días fuera de mi comunidad autónoma, porque la tarjeta sanitaria no sirve fuera. Antes pertenecíamos a un “Sistema Nacional de Salud”, que ya ha desaparecido de dicho documento, como si se tratara de un país diferente (Andalucía). Lo mismo sucedió con el INEM (Instituto Nacional de Empleo), el Instituto Nacional de Meteorología o el Instituto Nacional de Industria. Aún nos quedan —esperemos que, después del golpe separatista, duren mucho— Radio Nacional de España y, extrañamente, el Instituto Nacional de Estadística.

Lo cierto es que el término “nacional” ha ido desapareciendo de la nomenclatura nacional, sustituido en el mejor de los casos por “estatal”. Ya se sabe que el concepto de nación es discutido y discutible, según aquella eminencia del Derecho que estaremos pagando vitalicia y copiosamente como ex presidente del Gobierno “del Estado”. Mientras lo español se replegaba a la guarida mostrenca y burocrática del Estado, los catalanes iban ganando espacio en la institución de su “nacionalidad” (empezando, un ya lejano día, por el Museo “Nacional” de Arte). Lo peor es que el PSOE sigue en sus trece, confundiendo federalismo con liga de naciones con sus correspondientes estados, que es lo que Sánchez y compañía no se cansan de presentar como panacea, para apuntalar al PSC y recuperar sus votos perdidos.

Coda: Olvidé dos instancias que conservan, de momento, la "nacionalidad" española: Renfe y la Policía Nacional. Pero que no caigan en la cuenta los timoratos, que nos ponen Red Estatal de Ferrocarriles Españoles y Policía del Estado antes de que cante un gallo.

miércoles, 18 de octubre de 2017

EL DÍA QUE MAYOR OREJA DESARROLLÓ EL 155

Como ya se ha afirmado reiteradamente, si en algo parecen coincidir las dos mitades de la gran mayoría que ha gobernado España desde las elecciones de 1977 es en no tener la más mínima idea de cómo encarar la situación actual. Hoy por hoy, el único partido con representación parlamentaria que parece saber lo que conviene al país es el de Albert Rivera e Inés Arrimadas, los dos arietes dialécticos de la Nación española ante el secesionismo, si salvamos, claro está, a un gran Rey que ha marcado con pie firme el camino de la libertad para los españoles.
En el momento en que escribo estas líneas nadie sabe a ciencia cierta qué sea o deje de ser el artículo 155 de nuestra Constitución. Y no sólo porque la ciudadanía, en general, no se lo haya leído, sino porque es uno más de los cabos sueltos que en cuarenta años la llamada clase política no ha sido capaz de concretar. La pereza medrosa de los legisladores a lo largo de todo el reinado de Juan Carlos I y parte del actual es proverbial en lo que atañe a determinados puntos potencialmente conflictivos. Hemos pagado a miles de diputados y senadores para que dejen inconclusa una Constitución que a menudo entra en contradicción consigo misma. Ocurrió, y sigue ocurriendo, con la regulación del derecho a la huelga, que es como decir al trabajo. Los que realmente han aplicado este precepto constitucional han sido los “piquetes informativos”, mientras los políticos miraban para otra parte. La crisis ha puesto las cosas en su sitio, lamentablemente, y ya estos agentes de la coacción están en retirada, salvo en Cataluña.
El artículo 155 es otro monumento a la desidia de los partidos con mando en plaza. De un momento a otro, alguien sacará la chistera y empezará a desgranar medidas (o no) que no están en ninguna ley porque nadie se atrevió nunca a desarrollar la norma fundamental. Pero sí hubo una persona que en un ya lejano día hizo los deberes. Tras su mesa del Ministerio del Interior había una galería fotográfica muy amplia. Eran los compañeros de UCD en el País Vasco que ETA había ido eliminando uno a uno hasta sólo quedar él con vida. Jaime Mayor Oreja, hoy luchador perseverante por el derecho a la vida de los no nacidos, conocía como pocos el percal de las Vascongadas. Sabía qué era eso de “Euskalerría”, cómo se había formado el nacionalismo vasco que Jon Juaristi describió tan bien en “El bucle melancólico”. Había nacido, crecido y sobrevivido en aquellos valles, entre muros de hormigón pintarrajeados con serpientes y hachas. Y era consciente de que el Estado español no se podía conformar con poner los muertos. Había que reaccionar. Y hacerlo legalmente, con la previsión constitucional en la mano. Harto de sangre, crimen y reivindicaciones de sacristía, él, humanista cristiano y centrista de pura cepa, comprendió que la Constitución sería papel mojado mientras no se pusiese por obra su plasmación en articulados orgánicos que hiciesen inútil el esfuerzo del nacional-terrorismo.
Cuanto relato no tiene certificación documental. Pero quien me lo cuenta, presente en el testimonio oral salido de la misma boca del personaje público, me inspira confianza y sobre todo las piezas encajan sin forzarlas. En cierta ocasión, el ministro quiso dejar hecho antes de marchar de vacaciones a Zahara de los Atunes, un borrador de ley que sirviera para hacer frente a cualquier contingencia que obligara a la aplicación de dicho artículo. Sabía que la improvisación está reñida con la eficacia, y en el caso que nos ocupa, con la paz. Quiso dejar el proyecto en manos de algunos miembros destacados del PP. En palabras de su promotor, “casi me echan del partido”. Nadie en él quería ni oír hablar siquiera de la “bicha”, que no era el símbolo de ETA sino el hacha jurídica y política que podría haber servido para descabezarla.
Este complejo —uno más— que aqueja a los dos partidos impulsores y beneficiarios de la transición, que es de la misma estirpe que la alergia a la bandera y al himno o a cualquier signo que nos identifique como españoles (ahí está el recurso descalificador al “patrioterismo”), y que, obviamente, hunde sus raíces en el freudiano “síndrome del posfranquismo”, nos ha conducido a la encrucijada presente, que nos sitúa entre la espada de un Gobierno con poderes absolutos y la pared de un separatismo irreductible. Todo por no haber tenido el valor y la inteligencia de contribuir a que la Constitución fuera tan respetable como respetada —al igual que la Nación— sin que nadie pudiera llamarse a engaño o dilatar el cumplimiento del deber hasta el vertiginoso infinito en el que nos encontramos.

jueves, 12 de octubre de 2017

¡HAY ESPAÑA!

Hay naciones en la Historia que se empecinan en vivir. Otras duran poco, fagocitadas generalmente por las primeras, no siempre con el auxilio de los cañones, sino de la fortaleza vital, de las ciudadelas del espíritu. Son naciones que renacen, unas veces en el campo de batalla pero casi siempre en guerras silenciosas, serenas, como gestaciones lentas y esperanzadas. Durante el tiempo de silencio que supone su retención en los hogares, una especie de retiro forzoso bajo el peso de las circunstancias adversas o para proteger a la criatura que se forma, parece que la nación no está. Hasta que llegan los dolores de parto, y la amenaza de una represión demasiado larga, que dé al traste con el nasciturus por falta de oxígeno, abre para él los caminos de la manifestación pública a la vida exterior. “Ve la luz”, decimos los que, aparentemente, habitamos en ella. Pero en realidad, es él, merced a su madre, quien nos hace ver la luz.
España ha salido varias veces a las calles, a los aires, a los mares, en estos últimos días. Una España desconocida, hasta el presente misteriosa, como apocada y triste, mohína y pacata, moribunda, catatónica, ha renacido. Ha rebuscado en cajones y tiendas el rojo y el gualda de su alma adormecida y ha vuelto, como alguien dijo en Barcelona, para quedarse. Sí, es la Constitución, es la democracia y es la libertad. Pero antes y por encima de todo eso, es mucho más: es un despertar inofensivo para todo aquél que no pretenda dañar los sueños de los españoles. Es la mil veces renacida ilusión con los pies en la tierra íntegra que nos legaron nuestros padres. Es el fruto de un esfuerzo regado con la sangre de mil héroes como el que hace unas horas ha dado su vida, delante de su mujer y su hijo pequeño, en los campos sembrados de su patria tras surcar el cielo de la capital donde se resumen los pueblos de la geografía nacional.
Que nadie me tilde de retórico. Si lo hace, no llevará razón, a no ser que la retórica sea aquélla de los clásicos que estudiaban nuestros mayores en los libros donde Cataluña era una parte entrañable de España. Porque aquí, queridos lectores, está la piedra angular del edificio del futuro. No en reformar la Constitución, que tal vez también, sino en cumplirla sin traicionar a su fuente primordial: el derecho de los españoles a seguir teniendo una Nación. Pero eso hay que mamarlo desde colegial, y aún antes, como se aprende a hablar en la lengua materna en la que escribo y se me lee. Sin una educación unitaria, reunificada, nacional, que huya de los complejos igual que de la ampulosidad, España, amigos míos, no tiene remedio. El 155, que debió haberse empezado a aplicar, gradualmente, la primera vez que las autoridades catalanas pronunciaron la palabra “soberanía”, es sólo un parche. ¿Reformar la Constitución? ¿Para que donde pone “La Nación española se constituye en un Estado…” ponga “El Estado español está constituido por” no sé cuantas naciones? Vamos, Pedro, vamos Mariano, que estáis desbordados y se nota demasiado.
Educación, mucha educación, y ya. Todo esto se empezó a venir abajo cuando se desmoronó la educación moral de los españoles. No es casualidad que uno de los parlamentarios catalanes que defendían ya el 6 de septiembre el “sí pero no así” citase como ejemplo prototípico de derechos previos a cualquier otra emancipación el de la mujer a abortar. Era como presentar la destrucción de la vida cimentando cualquier otro derecho. Y eso no es de 1983, sino de hace poco más de un mes, cuando el cohete amenazador de nuestra convivencia despegaba de Cabo Parlament.

Pero para corregir cuarenta años de odio a España predicado e inoculado desde las guarderías hasta las facultades catalanas hacen falta varias generaciones. ¿Será el 155 el instrumento adecuado? ¿Lo será la reforma constitucional sanchesca? En cualquier caso, lo que hemos visto estos días en balcones, ventanas, pulseras, coches, plazas y sobre todo vías barcelonesas y madrileñas, así como de cualquier rincón de nuestro país nos dice muy a las claras que estamos pasando del vientre al mundo, del “¡Ay de España!” al “¡Hay España!”

sábado, 7 de octubre de 2017

MOSSOS, MOZAS Y MASAS

De aquí al final de esta epopeya hispanocatalana —porque habrá un final, como siempre— habremos asistido a una guerra sin tiros (espero) pero con muchos empujones. Sé que circula un vídeo de uno de los innumerables acosos prebélicos sufridos por la Policía Nacional y la Guardia Civil en el que agentes de este cuerpo se ven obligados a desenfundar sus armas y apuntar a los linchadores. Incluso aparece un arma larga portada por un guardia de pie en el estribo del todoterreno en marcha y con la puerta abierta, para salvar a su compañero que corre perseguido por la turba incontrolada (o demasiado controlada). Pero lo que nos enseñaron el domingo fueron más bien empellones. Me alegro no saben cuánto de que el (mal) ciudadano que podía perder un ojo y quedar como el otro que dijimos lo haya salvado también. La sangre era salsa de tomate, aunque podría haber sido real. No obstante, cualquier país moderno y democrático ha de echar mano de sus antidisturbios de vez en cuando, a veces con resultados inmensamente más severos.
Esta guerra de insultos, amenazas, acosos y mudanzas forzosas no es más que un tumulto psicológico. Afortunadamente, los profesionales de nuestra seguridad han actuado con un aplomo que les sitúa muy por encima de las circunstancias. Lo peor, sin duda, es la vida cotidiana de esas familias sojuzgadas por un profesorado sectario que debería perder su condición de funcionario en cuanto se aplique el 155. Pero las escenas de presión callejera están diseñadas por unos revolucionarios de opereta que sólo saben provocar e insultar. Otra cosa son los cabecillas anarcorrevolucionarios. Confío en que acaben mordiéndose entre ellos, como en el 38 en la misma ciudad de Barcelona, aunque sin llegar a las sacas de entonces. La masa, ésa que sigue las consignas que les agitan los alborotadores expertos, sólo sabe vituperar, gritar y como mucho sentarse en el suelo a esperar que los crasos del europarlamento tapen el Brexit y Gibraltar con sus lloriqueos de college. Ésta es, de momento, una guerra desarmada. Los salvajes de la CUP están atrapados entre la imagen —ni un solo cóctel molotov en las manifestaciones, aunque sí barricadas de neumáticos ardiendo, más inofensivos pero más contaminantes— y el manual revolucionario soviético o cubano, que tanto monta. Y la gran masa da rienda suelta a sus pulsiones frustradas confundiendo el jaleo con el poder. En medio están los mossos, protegiendo la buena imagen de la masa y a ésta de unos antidisturbios a los que otra masa intenta acorralar. Hasta que no acaben los dirigentes en la cárcel, la masa no se viene abajo y los mossos no empezarán a comprender que no son el servicio de seguridad de la independencia sino un cuerpo policial del Reino de España.
Lo de Putin es otra historia. Que haya sido El País el que haya informado de que el Kremlin está detrás de las campañas pro-independencia internacionales le da cierta verosimilitud a la tesis. Pero si quieren comprender más a fondo la cuestión, les doy una pista: hay colgado en la red un largo y tedioso documental, técnicamente impecable, de los servicios de propaganda correspondientes en el que se recoge la visita que hizo en su día Putin a Corea del Norte. Les ahorro los detalles. Lo tienen ustedes en cualquier buscador. Y por si desean ampliar su cultura acerca de las técnicas revolucionarias empleadas en Cataluña, ahí va un enlace que no tiene desperdicio.

Ah, lo de las mozas es por aquello tan castizo y español de “no hay derecho que no dejen a las mozas llevar flores en los pechos”. Lo digo por las flores con las que las adolescentes catalanas separatistas quieren convertir aquello en una reedición de la revolución de los claveles.

domingo, 1 de octubre de 2017

EL REFERÉNDUM FUE AYER (30 de septiembre)

No. No se dejen engañar. El verdadero referéndum fue ayer, porque en España no hay ni puede haber más referéndum que el de los españoles, y éstos salieron ayer a las calles —sus calles—, incluyendo las de Barcelona, portando su bandera para sacar de dudas a los muchos tibios y neutrales para quienes España ha dejado de existir. Ocurre que sin España, indivisible, ni los pusilánimes ni los independentistas ni usted ni yo seríamos ciudadanos, ni tendríamos derechos y deberes ni patria a la que encomendarnos. Ayer fue cuando España se repobló de españoles, hartos de quedarse en casa civilizada, educada y cortésmente. Ayer hubo un referéndum en España. Lo de hoy no es más que una algarada de gente sin nación y sin idea de quiénes son y dónde están de pie. Triste, sí, muy triste está siendo este día para todos. Y tal vez nos esperen otros más tristes. Pero el de ayer fue un día de esperanza, y ésta es lo último que se pierde, si se pierde. Porque ayer mi impresión era de que no la perderemos. Más bien, tras el rubicón, podría venir un tiempo de sentido común y unidad nacional que recupere los ideales que nos hacen hombres libres.

Coda: Para las personas de fe y para quienes valoren las mejores tradiciones que identifican nuestra personalidad de españoles, ahí van dos enlaces de enorme interés en las presentes circunstancias:

jueves, 28 de septiembre de 2017

FEN SEPARATISTA

Esto de Cataluña es como las mareas. Si van ustedes a Isla Cristina, donde por cierto estaba Queipo de Llano el 17 de julio de 1936 para entregar una bandera a la guarnición de Carabineros de los que él era inspector general, no se pierdan un paseo en barco por la Ría del Carreras. Si lo hacen, el patrón detendrá unos instantes el motor en un espacio de marisma, donde se cultiva la almeja y se puede ver la compuerta que levantaron catalanes y valencianos hace ya siglo y medio para recolectar la sal con la que preparar el pescado en conserva. Como es sabido, la sal —de ahí “salario”— es el origen de las retribuciones, es decir, de la supervivencia, en todo el Orbe desde siempre. Así nació “La higuerita”, porque junto al pescado y la sal en aquel punto de la costa al que arribaron los nuevos fenicios se encontraba agua dulce, pozo señalado por una gran higuera. Aquellos levantinos inversores, inquietos, emprendedores, emigraron desde su tierra a la andaluza, donde se establecieron y triunfaron, animados por un cura, el padre Mirabent, que fundó las primeras industrias salazoneras y que tiene un monumento junto a la nueva iglesia del pueblo (la parroquia primitiva fue incendiada en el 36 por las otras turbas y su solar es hoy la plaza donde radica el epicentro de la vida local, durante cuarenta años llamada del General Franco y hoy de las Flores). Echemos un vistazo al nomenclátor isleño: Catalanes, Serafín Romeu Portas, Matías Cabot, Diego Pérez Pascual, Diego Pérez Milá, Padre Mirabent, Arnau, Sitges, Ramón Noya, Antonio Garely, Isabel Pérez Siles… Jordi Pujol, cuando todavía parecía un hombre medianamente honrado, visitó estos contornos y dijo algo así como que el triángulo Lepe-Cartaya-Isla Cristina podía ser el emporio de Andalucía. Y de hecho, la lonja de Isla es la primera de la región y la segunda de España, con 16.000 toneladas de pescado y marisco desembarcadas cada año.
Volviendo a las mareas, ese rincón de la ría donde reina un silencio absoluto, tal vez sólo “roto” por las aves que allí anidan y escarban en el limo, ofrece dos paisajes distintos, según lo veamos en bajamar o en pleamar. Es lo que vieron los catalanes y valencianos para quedarse y levantar en aquellas riberas sus casas y astilleros. La sal aparece cuando el mar evacúa por esa estrecha puerta que ellos edificaron. Y con la sal, la prosperidad.
España aflora también cada vez que las circunstancias que la ocultaban bajan su nivel secuestrador de la libertad. En tanto dura la pleamar, la sal no existe. O al menos no se ve. El fruto de los océanos mineralizados, ese manto blanco que combate la mala nieve cuando hace falta, el que da sabor a la comida y a la vida misma, el que hace a los cristianos estímulo del mundo, el que sirve para curar el jamón o para condimentar la mojama, el que ha dado de comer a mil generaciones del interior peninsular durante el invierno cuando no había congeladores para el bacalao, es lo que queda cuando las aguas vuelven a su madre.
El primer artículo que me publicó la Prensa —diario Suroeste, 1976— era una metáfora que utilizaba las primeras lluvias tras la sequía estival, y se titulaba “Cuando algo llueve”. Hablaba de la libertad y de su abuso (“Cuando algo llueve, a nadie satisface y a todos anega”, empezaba). Cataluña ha gozado desde 1978 de una libertad sólo comparable con el trato de favor que le procuró Francisco Franco. Ya he escrito mucho sobre el término “nacionalidades” y el miedo que recorría algunas páginas de la Carta Magna, propuesta por unas Cortes no constituyentes. Los españoles elegimos un Gobierno para cuatro años, no una comisión que elaborase un texto cenital para cincuenta. No voy a volver sobre ello. Ahí está la postura de ETA —la actual— para explicar y probar muchas cosas que he afirmado.
Sí quiero identificar esa pleamar que ahoga a España con la dejación de funciones de los partidos —todos— responsables de la Gobernación del Estado durante estos largos años. Llevamos —parece mentira que haya que volver sobre ello— todo este tiempo cediéndoles la educación de los nuevos catalanes, sin que la Alta Inspección Educativa, figura contemplada en la misma Constitución, haya sido capaz de corregir las desviaciones que el primer día de clase ya estaban presentes en las cabecitas de quienes hoy empujan desde todos los confines del condado aragonés para desgajarse de España.
Ha sido la educación, obviamente. La economía también, pero eso después. La formación del espíritu nacional catalán, que viene de antiguo, ha excluido, igualmente desde la noche de los tiempos democráticos, cualquier vestigio de españolidad en la sociedad juvenil catalana, como ha sucedido en la vasca y está a punto de dar la cara en la valenciana y en la gallega. Pero es que incluso en la mía, en la andaluza, que desde el 28 de febrero de 1980 confundió de manera mostrenca pero eficaz la victoria de unos partidos sobre otros con el Día de Andalucía, la Administración socialista, la misma que puso “España” en el escudo y en el himno donde Blas Infante había puesto “Iberia”, ha mantenido, curso tras curso, enhiesta la bandera blanca y verde, inculcando en los niños el amor a una Andalucía libre mientras España brillaba por su ausencia en las actividades escolares. En todo caso se hablaba algunos minutos de la Constitución; es decir, del islote, no de la tierra firme que hay debajo de las aguas.
Recuerdo bien el disgusto de aquella mañana en que me dio por curiosear en un libro de texto de mi hija, que estudiaba entonces Primaria (menos de doce años). Me puse a recorrer un mapa de España y a leer algunos rótulos. Algo me maliciaba. Y en efecto, allí estaban las “Ils Balears, Alacant, Lleida, Girona, Gipuzkoa, Bizkaia, Ourense…” ¿Para qué seguir? Una niña andaluza de pocos años estaba ya aprendiendo que el castellano no era su idioma oficial, y, el corolario inevitable: que quienes hablaban así tenían derecho a sentirse nacionales de su lengua materna, actuando en consecuencia al margen de los demás españoles. Insisto: Junta de Andalucía, Consejería de Educación, libro oficial de texto. Y hace ya, al menos, siete años.

No podemos extrañarnos de nada. Mientras el resto de España se dedicaba a cargarse la clase media (su mentalidad y su bolsillo), en Cataluña la clase media se dedicaba a cargarse España. En este momento, todo el mundo se pregunta, temblando, por el futuro, por el nuestro. Lamento creer que las cartas están dadas desde que alguien que acaba de proclamarse tan preocupado por lo que ocurre en Cataluña que “es lo que más me ha preocupado en los últimos cuarenta años” decidió que la izquierda española debía anteponer la democracia de barrio a la soberanía nacional.

domingo, 17 de septiembre de 2017

CIEN AÑOS DE LENIDAD

La subversión catalanista empieza a entrar en un callejón sin salida, algo de lo que todos los españoles debemos sentirnos satisfechos. Pero es ahora, cuando todavía las espadas están en alto, el momento de iniciar una larga jornada de reflexión, tal vez de años, acerca de qué hemos —o han— hecho con España, cómo hemos llegado hasta aquí y cuál debería ser nuestro futuro mejor. Tengo escrito, por activa y por pasiva, que hacer pedazos la soberanía nacional no era algo a lo que nadie estuviera autorizado, ni mucho menos la solución para aquietar a los separatistas, hasta hoy llamados nacionalistas. “España entera y una sola bandera”, se gritaba en las manifestaciones que veían con zozobra —palabra empleada por el presidente del Gobierno en su mensaje institucional de respuesta a la sublevación parlamentaria catalana— la deriva a la que nos abocaba la España de las autonomías. Tengo también escrito y publicado que, en la transición, pedimos democracia y nos dieron autonomías. La respuesta, como en casi todo lo referente al Estado, está en el dinero. De hecho, por ahí ha empezado a aplicarse en la práctica el 155 sin declarar que el Gobierno ha escogido, creo que prudentemente, para abrir fuego efectivo en esta refriega. Las autonomías eran una fórmula perfecta para dos cosas: una para justificar un cambio más o menos radical de régimen. Dado que el anterior, con todas sus faltas, funcionaba razonablemente bien, había que ofrecer algo aparentemente nuevo de raíz, una nueva planta totalmente distinta del pasado, aunque en el fondo no se trataba más que de redondear el republicano de 1936. Ése era el pretexto. La realidad, como se ha visto en el “proces”, consistía en inflar las plantillas de gente afecta, creando estructuras político administrativas absolutamente innecesarias e insosteniblemente onerosas. Había que colocar a mucha tropa, vaya.
Si para ello era preciso duplicar las soberanías —otra trampa semántica, los “soberanistas”—, bastaba con el “café para todos”, y a bailar. Obviamente, las cosas no eran tan fáciles. Al cabo del tiempo, en cuanto la crisis lo ha cambiado todo (frase literal del arzobispo hispalense), la (des)financiación autonómica ha dado paso a la declaración de independencia. Aflora ahora, cuarenta años después, el carácter explosivo de la palabra “nacionalidades”, que produjo el primer amago de crisis de estado al provocar la dimisión simultánea de los tres ministros militares cuando entró, sin mayores precisiones, en el proyecto constitucional. Lo cuenta magníficamente Victoria Prego en la serie de audiovisuales sobre la época. La misma Victoria Prego que estaba sentada ante las cámaras en TVE, junto a Iñaki Gabilondo, cuando apareció un oficial armado la tarde del 23 de febrero de 1981. Y la misma que hace unos días ha escrito que lo que quieren los de la “estrellada” son heridos o algún muerto en las calles de Barcelona.
Como en tantas otras cosas, el “proces” hubiera sido imposible si en la España democrática no se hubiera confundido, deliberadamente, libertad con lenidad. Desde el principio, y un poco por culpa de todos —de unos más que de otros, sin duda—, la Ley se ha ido intrincando de tal manera que ha perdido lógica y perspectiva, cualidades ambas que deben presidir cualquier sistema que aspire a la utilidad, y con ella a la justicia. Viene ocurriendo con la delincuencia común, se sucedía día sí y otro también con el acontecer terrorista. Las hemerotecas, que no mienten —son las únicas en la España de hoy, inundada de gabinetes de prensa y propaganda— son las mejores testigos de cargo de cuanto digo. La lenidad se fue convirtiendo en el gran atributo del país real. Salvo en materia fiscal, claro está. Hace poco, un amigo bien informado me mostraba el envoltorio de un azucarillo en el que estaba impreso algo así como “una Justicia lenta no es justa”. Es un buen botón de muestra. Como lo es que poderoso caballero tiene las de ganar en cualquier pleito, lo cual tampoco es garantía de éxito según el adagio calé.
Alejo Vidal Quadras, a quien nadie cita en nuestros días aunque su protagonismo político es bien reciente, advirtió de cuanto está pasando con clarividencia profética. Y se lo puso por delante a su jefe Aznar, que entonces presumía de hablar catalán en la intimidad mientras hacía migas con Pujol. Aznar, en lugar de hacerle caso, le cortó la cabeza, siguiendo la voluntad del sucesor de Tarradellas. La memoria del Bautista gravita sobre estas líneas.
Hay que recordar también, valiéndose del aval que duerme en los templos sagrados de las hemerotecas, que aquel término de “nacionalidades”, que hacía de España el único país del mundo con doble nacionalidad interna, es el que esgrimen, y seguramente lo harán también en Estrasburgo o en La Haya junto con otros argumentos nada baladíes, quienes ahora rompen brutalmente España. Y hay que traer a colación que es el concepto que dio lugar al nuevo y actualmente vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña, en virtud del cual el “Govern” y el “Parlament” han hecho lo que han hecho. Pero lo peor no es eso, sino que la lenidad, que suele degenerar en complicidad, llegó al extremo de “homologar” los estatutos de las comunidades regidas por el Partido Popular en una sucesión de reformas —en realidad, sustituciones— que fue desde Valencia hasta Galicia pasando por Andalucía (aquí, el PP en la oposición se puso a codazos el primero de la fila) de manera que en pocos meses casi toda España igualó a Cataluña en el autogobierno para no ser menos “nacionalidades”. Esto, señores, no lo hizo Pi y Margall, sino alguien que hoy lucha denodada y acertadamente por recuperar el tiempo perdido durante décadas: el presidente del Gobierno del Reino de España. Fue Rajoy quien inició esa carrera alocada no por corregir el rumbo secesionista de Cataluña sino por extenderlo de hecho, vía estatutos, al resto de la Nación.
Hay equivocaciones que claman al cielo, por sus consecuencias, a menudo dramáticas. Y ésta es una que aún está por completar. El 155, como venimos afirmando algunos desde hace años, es inevitable. Lo acaba de anunciar el mismo impulsor de aquella aventura sin retorno. Ejecutarlo ahora es casi milagroso. Y todo por mantener esa línea de lenidad, que vista desde el momento presente se antoja una crónica de cien años dominados por la falta de valor, resolución y lucidez a tiempo.

Otro día hablaré del Ejército, de Cospedal, de Bono y del teniente general Mena.

sábado, 2 de septiembre de 2017

EL CONTRAGOLPE

Deliberadamente o no, lo cierto es que la historia de España vuelve a su madre, de la que nunca debió salir. Durante años, aproximadamente desde que el gran rompedor José Luis Rodríguez Zapatero intentara dar oxígeno a su partido inventando adánicas novedades que no eran sino vueltas a una tuerca ya gastada, los españoles hemos ido cediendo a la locura. Del reconocimiento de la igualdad en derechos para mujeres u homosexuales se ha pasado a la ideología de género obligatoria y la discriminación positiva con privilegios, que es todo lo contrario. De la reivindicación moral de los vencidos en la Guerra Civil se ha pasado a la odiosa “Memoria Histórica”, que sólo pretende resucitar viejos rencores. Se puso al frente del Ejército a quien, sin solución de continuidad, empalmó su retiro con la candidatura por un partido antisistema. De la sentencia del Tribunal Constitucional que despenalizaba el aborto en tres casos excepcionales para hacer compatibles el círculo con el cuadrado se hizo un chicle que por siniestro arte de birlibirloque ponía libre donde se leía legal, encomendando las competencias de la reforma/ruptura a dos jovencitas sin conocimientos pero con raíces profundas en el PSOE, que, también sin solución de continuidad, cuando el desastre hacendístico lo echó todo por tierra, pusieron ídem de por medio y marcharon a la meca del capitalismo salvaje a impartir doctrina desde la Quinta Avenida para toda Iberoamérica. Recuerdo, de paso, que los recursos de inconstitucionalidad en esto y en el matrimonio homosexual siguen pendientes de estudio por el TC, que supongo habrá batido todos sus récords de lentitud.
Y Cataluña. Con esa nostalgia de la revolución sovietizante que llevó de la mano a su Asturias minera querida y al gesto de Companys acabado a cañonazos, Zapatero se puso la pañoleta de minero que tanto gustaba a Guerra y entre ambos sirvieron en bandeja a Carod Rovira (hay que repronunciar nombres que son como fantasmas en nuestro pasado, así el de Perpiñán, y no sólo por las películas bordes) una independencia suave, muy de seny, sin violencia, al menos etarra, como se ha visto. Zapatero, que iba a la Cuenca cada año a jalear al líder sindical socialista en cuyas manos han desparecido millones, dijo aquello tan eufónico de “aprobaremos lo que nos venga de Cataluña”, y el sevillano, que presumió siempre de constitucionalista, se jubiló después de dar luz verde al vigente Estatut, que pasó limpiamente la comisión por él mismo presidida en el palacio de la carrera de San Jerónimo. Todo muy pacifista, muy ecológico y muy buenista.
Hasta Las Ramblas. El atentado de este universal paseo barcelonés se produjo 45 días antes de la fecha prevista entonces para que los separatistas consumaran su golpe de estado, empleando la misma denominación que hace sólo unos meses utilizara el señor Guerra en una entrevista publicada en la revista de la fundación que todavía dirigía y que ahora está en boca de los populares catalanes. Muchas cosas cambiaron aquella tarde, y no sólo, aunque esencialmente, para las víctimas, sino para todos. La prueba para incrédulos las proporcionaron días más tarde las banderas estrelladas abigarradas y gigantescas flameando ante las cámaras de la televisión catalana que sirvió la señal a todo el mundo. La gran pitada sin apenas aplausos que suscitaron las dos grandes magistraturas del Estado al llegar y las acusaciones de culpabilidad a ellas dirigidas se parecían bastante, pero eran mucho peores, a los incidentes de la Casa de Juntas de Guernica, semanas antes del 23 de febrero.
El golpe, esta vez, iba a venir del otro extremo de las dos Españas. Hubo un SMS que fue la verdadera voz de alarma en casos como éste. Lo envió un ciudadano llamado Pedro Sánchez. Y es que apenas unas horas después de la demostración de fuerza que supuso la teórica manifestación contra los atentados (habría que añadir, a posteriori, y contra España, por cristiana e “islamófoba”), se produjo el verdadero golpe, o pregolpe si se quiere, que el susodicho SMS registró en tiempo real. El destinatario estaba en París, para participar en una de sus cumbres como jefe de Gobierno. Ignoro el texto, pero por las palabras de quien dio a conocer su existencia, nada menos que portavoz del sector dominante en el PSOE, podría decir algo así: “Mariano, después de lo sucedido esta mañana, me pongo a tus órdenes incondicionalmente. Tienes al partido contigo, porque si no esto se va a pique. Pedro.” Oficialmente, lo que preguntaba el remitente era si podía hablarle por teléfono, algo que sucedió minutos más tarde.
El portavoz, que hasta entonces había marcado distancias con el PP paralelamente al acercamiento de su jefe a Pablo Iglesias, mostró aquella mañana en rueda de prensa un repentino viraje de 180 grados, y le faltó hablar de adhesión inquebrantable al hasta entonces enemigo político. Sólo matizó para reconocer la proporcionalidad y contundencia de la trayectoria mantenida por Rajoy en el caso catalán, algo que antes jamás había reconocido. Ya no habló de diálogo, y mucho menos de plurinacionalidad. Cierre de filas con el adversario. ¿Qué había pasado?
Muy sencillo, aunque desde una playa de las antípodas españolas tal vez todo esto suene a guerra del Pacífico. Los secesionistas ya habían dado su golpe. Consistía éste, como tan a menudo, en un cambio de orden cronológico, porque en esto del manejo de los tiempos la sucesión de eventos sí que altera el producto. Hasta esa mañana, el referéndum era otra consulta. Con amenazas ciertas, desde luego, pero todo se quedaba en un calendario. Siempre le quedaba al Gobierno de España el último recurso, una vez celebrada la votación, de impedir que se aprobaran las leyes de “implementación”, es decir, la Constitución de la República de Cataluña. Lo que aquella mañana, muy presente la imagen de las “estrelladas” cubriendo el pavimento donde aún quedaban restos de la sangre inocente derramada por los yihadistas, habían hecho los parlamentarios de la independencia era anunciar que en el mismo pleno en el que se aprobaría la ley del referéndum, con carácter de urgencia, también obtendría rango de ley la futura Cataluña independiente, así como el procedimiento para hacerla efectiva sin que este texto tuviera que volver a pasar por el Parlamento. O sea, que se daba carta de naturaleza simultánea y automática a la emancipación en el caso de que hubiera un voto afirmativo más que los negativos. Para redondear el golpe, se contemplaba también la posibilidad de que venciera el NO. En tal caso, “todo seguiría como ahora”. Es decir, ellos gobernando una Cataluña independiente de hecho pero no de derecho.
Ese adelanto equivalía a la declaración de Companys en 1934. En aquella ocasión, el Gobierno de la República, que la izquierda no podía tolerar porque estaba regido por la CEDA (“Confederación Española de Derechas Autónomas”, para alumnos de la Logse) encomendó al general Batet que bombardeara el Palau de la Generalitat, y a Franco, quien compareció en el Ministerio como era su obligación al regresar a Baleares de visitar a su madre en Ferrol, le ordenó que se quedara en la capital y poco después le puso una sala de telecomunicaciones para que estableciera la estrategia que hizo posible la reconquista de Asturias, reprimiendo el duro ataque de socialistas, comunistas y anarquistas.
El pobre general Batet acabaría sus días como su contrario, ante un pelotón de fusilamiento, condenado por los tribunales del bando franquista. Hoy las cosas se hacen más civilizadamente. De momento y salvo los islamistas, que siguen buscando cabezas que cortar para resarcirse de las Navas de Tolosa. La mañana del SMS petrino debería estudiarse ya en los libros de texto del curso que se abre. Porque o mucho me equivoco o alguien en esos servicios secretos que de vez en cuando airean éstos a voces está comenzando lo que podríamos llamar “el contragolpe”. Hoy las cosas se hacen a base de información, lo cual siempre me ha halagado mucho como periodista, y perdonen ustedes la vanidad rayana en soberbia, que diría un cura antiguo. Las no sé cuántas agencias de investigación norteamericanas que imitan a las películas en la vida real y que comunicaron a los “mossos” la diana detectada sobre las Ramblas sin que éstos movieran un macetón, trabajan con datos, lo mismo que “wikiliks” y que el mítico “Watergate”. Hoy, que los misiles silben o no depende, fundamentalmente, de la inteligencia. Esto no es un dogma, evidentemente. La cura de humildad viene cuando a alguien se le ocurre hablar de armas de destrucción masiva, por ejemplo. Y las víctimas casi siempre son terceros que pasaban por allí. Pero antes de dar las órdenes se ha manejado un contenedor de conceptos y referencias que son los que determinan qué hacer. El próximo jueves día 7, cuatro días antes de la Diada, el Parlamento de Cataluña hará efectivo su golpe. Aprobará la independencia y la forma del nuevo Estado, de manera que el referéndum será como una cláusula transitoria, un mero trámite. Así se celebraban los referenda de autodeterminación, aunque de forma pactada con la potencia colonial en retirada. El Gobierno de la Nación tendrá en ese momento dos vías, sólo dos: continuar el camino (para los sublevados, un comino) del Tribunal Constitucional o adoptar medidas ejecutivas dentro de la Ley. O las dos juntas. Casimiro García Abadillo, ducho en dirigir periódicos y en escribir libros precoces sobre la “guerra santa”, apuntaba tres fórmulas para la segunda opción: Estado de Excepción, Ley de Seguridad Nacional (aprobada en 2015, con mayoría absoluta del PP, pensando en prevenir situaciones como la actual) o Artículo 155 de la Constitución Española. Mi colega se inclinaba por dar más viabilidad a la segunda, que para eso es la de concepción más “ad hoc”. Ésta permitiría —la verdad es que no sé cómo— arrebatar a la Policía Autónoma su dirección. Sería como un 155 atenuado, que recuerda el consejo dado por García Margallo siendo ministro de Exteriores al presidente de que aplicara dicha norma durante 24 horas, sólo para retirar las urnas el 9-N.

La primera senda, que sería más de lo mismo, está ampliamente superada por la permanente traición a la democracia a la que, por desgracia, nos tienen ya acostumbrados los del asedio acústico al Jefe del Estado. En todo caso, es un medio meramente nominal, y el 7 de septiembre es una fecha muy concreta y muy próxima. “No habrá referéndum”, hemos oído y seguimos oyendo una y otra vez de boca del titular del Ejecutivo y de su mano derecha. Ésta, que convive con el primero en el mismo complejo físicamente, es responsable del Centro Nacional de Inteligencia, por decisión de su superior. El centro en cuestión tiene, desde que Zapatero lo sacó de Defensa, un carácter mixto, pero su personal sigue debiendo mucho a su anterior impronta netamente militar. Lo fundó el almirante Luis Carrero Blanco, sobre el que la CIA tenía mucho que informar en su momento. La procedencia del documento que, en tres fases, ha dado a conocer primero y reproducido después El Periódico de Cataluña es inequívoca. Igual que dentro del Centro Nacional de Contraterrorismo (NCTC por sus siglas en inglés) norteamericano las actuaciones exteriores corren de cuenta de la CIA, dentro de su homólogo español, CITCO (Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado), los informes procedentes del exterior los procesa el CNI. El rotativo de Asensio hijo ha sido blanco de los vilipendios lanzados por los tres embusteros que negaron lo finalmente evidente, tildándolo de diario que escribe “al dictado”. Y se preguntaba uno de los mendaces “¿pero de quién?”. Que no le quepa duda, en esta ocasión el “garganta profunda” es alguien que pretende contrapesar el golpe de estado catalán (Guerra dixit, insisto). La fuente, que lógicamente el director del medio protege y no revelará, ha de ser alguien que sabe lo que España se juega entre el 7 de septiembre y el 2 de octubre de 2017. Y que ha visto cosas que no le dejan dormir mientras no sea de dominio público cuanto él sabe sobre lo ocurrido semanas antes en uno de los parajes más hermosos de nuestra Patria.

sábado, 26 de agosto de 2017

ENSEÑANZAS DE UN ASALTO YIHADISTA

El AK-47, con el que los combatientes de Alá cometieron su sanguinario atentado contra la revista Charlie Hebdo en París el 7 de enero de 2015, es un fusil de asalto, como es sabido, de patente soviética y encargo firmado por un mariscal llamado José Stalin. Pero es mucho más que eso. Es un símbolo. Me recorre un escalofrío cada vez que paso por un estanco que vende cachimbas con su figura de “adorno” a la vista de los colegiales que pasan cada día ante su escaparate. El kaláshnikov es el arma larga automática con la que se han ejecutado las revoluciones más recientes, antes casi todas de signo comunista y ahora de carácter islámico. Sus cartuchos han derramado más sangre que muchas guerras convencionales que se nos restriegan por los ojos como encarnación del mal.
Fue este fusil también el que segó las vidas de los jóvenes que bailaban en la pista de la sala de fiestas Bataclán, igualmente en la capital francesa, así como en los cafés y lugares de tertulia y esparcimiento de aquella ciudad que en “Sabrina” era algo así como el paraíso de los románticos. Los últimos atentados, con los que, según el niño barbudo de la Tomasa, se nos quiere obsequiar con otros ochocientos años de “califato” (son además unos ignaros de tomo y lomo, que confunden a califas, valíes, emires, taifas y vasallos), no han utilizado AK-47 sino furgonetas, coches y cuchillos de asalto, sucedáneos de la “madre de Satán” que hizo volar por los aires al imán peor buscado de Europa, verdadera clave de lo que está pasando.
Y lo que tenemos entre nosotros no es sino un epifenómeno de las oleadas con las que muchos discípulos de Mahoma se ven tentados a menudo de poner el mundo a sus pies: el asalto. Lo hicieron en 711, doblegando a la España visigoda merced a las divisiones internas del reino cristiano, fragmentado en condados con sus correspondientes caudillos y con una monarquía feble que aún se debatía entre arrianismo y catolicismo. Lo repitieron con insistencia hasta Zaragoza, hasta el Duero y hasta Poitiers, donde Carlos Martel les detuvo. Almanzor convirtió en tierra quemada cuanto encontró a su paso a través de las “razzias” que le llevaron, por ejemplo, a desmontar las campanas de Santiago para que esclavos cristianos las portasen hasta Córdoba, donde serían fundidas y convertidas en lámparas de la mezquita. Y finalmente, Viena, a cuyas puertas quedaron, aunque fue décadas más tarde cuando el hijo ilegítimo del emperador Carlos envió las naves del turco al fondo de Lepanto.
Nuestra identidad como cristianos está repleta de confrontaciones con este ADN expansivo y obnubilado del Islam. Como todas las corrientes de pensamiento, ésta también cuenta con sus místicos, dulces sufíes de los que Al-andalus pudo presumir con razón durante décadas. Pero son los menos. El arranque agresivo y belicoso suele acompañar a la media luna, para desgracia de los propios musulmanes y tragedia de sus enemigos cuando son vencidos. Este ajuste de cuentas con ochocientos años de retraso así lo confirma. También la Cristiandad padeció esta manía, pero de eso hace tanto que hoy podemos hablar sin equivocarnos de una mentalidad avanzada frente a otra esclerotizada en el odio revanchista.
¿Excepciones? Naturalmente, por eso nunca es lícito iniciar una “causa general”. Pongamos atención, no obstante, a los datos que aporta en un espléndido reportaje Ignacio Cembrero en El Confidencial sobre la abrumadora presencia de marroquíes en el movimiento yihadista europeo. No quiero quitarle el sueño a nadie, pero tampoco me parece correcto hacer como que no pasa nada. Los atentados de Barcelona y Cambrils, cuyo conocimiento cabal he aguardado antes de escribir este artículo, son asaltos sin AK-47. Significan que están aquí, entre nosotros, que son extremadamente jóvenes, que están unidos por parentesco (como las tribus y clanes de bereberes que cruzaron el Estrecho con Tarik y Muza), que no temen morir sino que esperan con ansia ese momento del tránsito heroico del monje-guerrero medieval, y que forman parte de una organización bien trabada a la que no falta mucho para tener unos cachorros lo suficientemente peritos como para no fallar como lo hicieron en el chalé “okupa” de Alcanar.
Dos hechos ya sobradamente probados abonan ese miedo natural y necesario en quien teme vivir sobre un campo de minas. (Dejemos a un lado los eslóganes gratuitos que sólo sirven para hacerse la foto y quedar bien.) Y son éstas enseñanzas indisimulables de los recientes atentados. Uno es cómo el Estado de las Autonomías se ha ido configurando como un monstruo vuelto contra sí mismo. El espectáculo de una Policía regional actuando en exclusiva, con superioridad sobre la nacional y retransmitiendo cada uno de sus pasos en directo por las redes sociales mientras el político responsable de la misma se expresaba en un idioma que no es el oficial de todos los españoles debe de haber producido en las cancillerías europeas cierta sensación de indefensión frente a un terror que sabe muy bien lo que hace cuando atenta en Cataluña. La descoordinación y desinformación policial inevitables cuando la respuesta al desafío violento es el nacionalismo particularista se torna así en un problema internacional. Tal vez los más radicales rupturistas no vean esto con malos ojos. Sirve de cobijo a esta ofensiva la llamada “cultura okupa” que, como hemos visto, ofrece, sin pretenderlo (se supone),  una red de guaridas a los del EI, sin ser molestados en ningún momento.
La otra cuestión que aterra es, en parte, consecuencia de la anterior. La “célula” que ha acabado sus días abatida o entre rejas estaba “limpia”. Sólo su imán había pasado por la cárcel, condenado por tráfico de drogas, aunque una interpretación judicial de ésas que ponen de manifiesto los agujeros de la Ley que tenemos, lo dejara en libertad tras el cumplimiento de su pena que, al ser superior a un año, hasta entonces conllevaba, automáticamente, la expulsión. Hemos sabido también que el Tribunal Supremo absolvió, por defectos en la investigación policial, a éste y a otros yihadistas que las fuerzas de seguridad consideraban peligrosos.
Algo falla en nuestro sistema de protección ciudadana y en la Justicia española, cuya lentitud —es decir, déficit de eficacia— es inveterada. Un destacado juez me daba la clave hace poco. Me abrió los ojos, pero no seré yo quien dé facilidades a los perseguidores de periodistas audaces. Lo cierto es que los españoles —y cualquiera que nos visite o conviva pacíficamente con nosotros— no podemos vivir tranquilos mientras los mecanismos de represión del delito presenten las fisuras que salen a la luz cada vez que se produce un ataque a la paz social de esta magnitud.

Decía antes que Lepanto fue el freno a la sed depredadora que los furiosos del Islam disfrazan con su religión. En la iglesia de La Magdalena de Sevilla, donde aprendí a rezar en innumerables misas con mi padre, me entretuve a menudo —cuando desconectaba por no entender nada de lo que oía— en recorrer un fresco poblado de naves, tempestades y cañonazos. El mural representa la batalla de Lepanto, y está junto a la capilla del Sagrario. Y en las mismas Ramblas de Barcelona, así llamadas porque evacuaban las aguas de los temporales hacia el mar en el que se yergue Colón que hasta allí nos trajo a América, bajo los altos techos de las atarazanas, una galera nos recuerda el mismo hecho que, según Cervantes, fuera “la más alta ocasión que vieron los tiempos”. Es el navío desde el que Don Juan de Austria ordenaba a los yihadistas dar la vuelta hacia Constantinopla.

martes, 8 de agosto de 2017

TRANSPARENCIA, CORRUPCIÓN Y GUARDIA CIVIL

Con toda probabilidad contra su deseo, el Instituto Armado fundado por el Duque de Ahumada se está erigiendo en árbitro de la suerte histórica corrida por nuestro país y quién sabe si en salvadora de la democracia. En un contexto donde la honradez suena cada vez más a valor caduco, a traje apolillado condenado al fondo de armario, que un cuerpo social del estado sobre el que siempre brillará la enseña del heroísmo cotidiano sellado con la sangre de los agentes y sus familias, siga luciendo como divisa el honor, y demostrándolo sin alharacas, es todo un respiro.
Si nos fijamos, casi todas las operaciones de policía judicial contra la corrupción aparecen en verde. Cada vez que el sistema escupe un tumor político —incluyendo la podredumbre futbolística—, ahí está la Benemérita interviniendo y estampando su firma en los telediarios. Los jueces confían en ella cuando la balanza de la Ley ha de revalidar su imperio. Recordemos el caso de los “eres” (más de ochocientos millones del erario público dilapidados): la juez Alaya lo puso enseguida en manos de los “picoletos”, esos funcionarios civiles y militares a un tiempo que siguen siendo sinónimo de cumplimiento del deber sin importar quién haya ganado las últimas elecciones ni quién pueda ganar las siguientes.
Varios episodios recientes les avalan como guardianes de nuestra libertad. Han atacado, investigando y sirviendo al juez la información pertinente para sus pesquisas sumariales, perversiones de la vida política en las que los partidos se han revelado ineficaces, cuando no cómplices. Su lucha contra la suciedad institucional no entiende de siglas, porque su dependencia de los poderes públicos tropieza siempre con el “Todo por la Patria” de sus casas cuartel. De ahí el inmenso error de haberlos retirado de circulación en el País Vasco y en Cataluña.
Pero algunas veces los políticos desbarran, y ejecutan actos que, para ser muy respetuosos, nadie puede entender. El ministro del Interior, que al llegar a Madrid confirmó en su cargo al teniente general director de la Guardia Civil, al igual que hizo con la Policía Nacional, ha suprimido la estructura heredada, asumiendo las funciones que antes correspondían a un mando de la cadena jerárquica. Y lo ha hecho coincidiendo con lo que Inocencio Arias —nada sospechoso de exaltado alarmista— ha definido como “el momento más delicado desde 1940”, nada menos. “En tiempos de tribulación no hacer mudanza”, aconsejaba el fundador de la Compañía de Jesús, el antiguo soldado que organizó a sus religiosos a la manera de un ejército, ciertamente celestial pero no sólo eso. Pues el ex alcalde de Sevilla ha escogido una de las situaciones más atribuladas de los últimos tres cuartos de siglo para acometer un cambio que, a juzgar por los pronunciamientos de las asociaciones del tricornio, no ha sido nada bien acogido, y tras el que se insinúa la sombra de las conveniencias partidistas.
Sucedía todo ello mientras la extrema izquierda que boicotea violentamente al turismo en Barcelona convocaba una manifestación contra la Guardia Civil ante su sede en la Ciudad Condal. Afortunadamente, un puñado de catalanes defensores de España acudieron para mostrar su simpatía y gratitud a los guerreras verdes. La vanguardia del estado español en Cataluña lleva hoy, por orden judicial, la marca de “la cartilla”. Si hay alguien que ha sido interrogado sobre sus intentos secesionistas como testigo y ha salido del cuartelillo como imputado (ahora “investigado”); es decir, si alguien ha recibido el encargo de actuar ya, sin rodeos y con la Constitución en la mano, pero resueltamente y sin miedo, ese alguien, contra quien los traidores a España han abierto fuego jurídico, es un oficial de la Guardia Civil, que supo aportar ante la autoridad judicial los datos necesarios para que la Ley y la democracia sigan vigentes en todo el territorio nacional.

La transparencia, esa virtud de todo sistema sociopolítico que encabeza a todas las demás, ese antídoto frente al derrumbamiento de la verdad y sus resortes establecidos, la savia de la convivencia, tiene hoy y aquí a un valedor al que conviene más que nunca (al menos desde la Guerra Civil) mantener en forma. Su teléfono es el 062. Su paga, la tranquilidad de las gentes. Su divisa desde 1844, el honor, caiga quien caiga.

miércoles, 26 de julio de 2017

¡ERAN LAS AUTONOMÍAS, IMBÉCILES!

A la espera de poder abordar un análisis sesudo de los acontecimientos catalanes, creo llegado el momento de enfrentarnos con el problema como algo ineludible, aunque la precipitación de este giro histórico que no lo parece —como todos— obligue a tomar la pluma de punta gruesa con la que he escrito el título. Lo primero que es preciso recordar tiene también que ver con la Historia, y no precisamente con la que les enseñaron a nuestros hijos y ahora a nuestros nietos, sino con la historiografía honesta, laboriosa y discreta cuyos últimos vestigios se afana por erradicar la autodenominada “memoria histórica”. Porque todo esto tiene una “etiología” que dicen ahora los profesionales, una génesis que decían nuestros padres. Y el origen está en ese complejo antiespañol que arrastraban buena parte de los “padres” de la Constitución y que no era sino reflejo de los partidos que acudían a la Carrera de San Jerónimo en junio de 1977 con hambre atrasada, en todos los sentidos. No se construyó un edificio para todos, no. Se levantó un sistema sin cimientos, y hoy se viene abajo, por ahora parcialmente. Sé que esto que escribo resulta —¿cómo diría?— angustiosamente incómodo para casi todo el mundo, menos para los amantes de la verdad la diga Agamenon o Zapatero (el del concepto de nación discutido y discutible y el del estatuto emancipatorio para Cataluña).
El célebre título VIII de la Carta Magna, del que ya casi nadie habla, es una puerta abierta a cualquier cosa, incluida la secesión, como estamos viendo. Y que nadie se llame a engaño: no se cerró la puerta porque no se quiso, porque en la reforma política que hizo posible la transición no se incluyó lo que podría haber evitado la deriva en la que nos encontramos: un distrito único nacional que impidiese el paso a las instituciones para los llamados “nacionalistas”, en realidad separatistas, traición ésta que sólo aquellos sectarios empecinados en sostener que la Tierra es plana, pueden negar a estas alturas. Y, evidentemente, en el aire flotaba el luto y la amenaza constantes de la violencia terrorista.
Una Ley de leyes que en un artículo señala que España es patria común e indivisible de los españoles y en otro, líneas más abajo, que se compone de nacionalidades es una confesión de impotencia ante la presión de quienes nunca creyeron en España. A partir de esta plurinacionalidad de la Nación, se puede defender legítimamente todo con la Constitución en la mano. Y por supuesto, el fin natural último de dicho reconocimiento es la autodeterminación, como en las colonias que dejan de estar sometidas y cuyos pueblos ejercen la legítima soberanía a la que les dan derecho las metrópolis en retirada.
Recientemente, alguien con alto mando en plaza y los colores de España en la camiseta reafirmaba que aquí sólo hay una soberanía nacional, la española. Permítanme una sonrisa entre flemática y maquiavélica. ¿Con dieciocho parlamentos una sola soberanía? Se me ocurren muchas cosas, pero no quiero abusar de la sal gorda que me vería forzado a emplear, sobre todo si entramos en harina económica. ¿Cuánto han crecido en España los impuestos, los puestos “de responsabilidad” financiados con fondos públicos y los presupuestos de adjudicaciones, con su estela de corruptelas conocidas, gracias a la elefantiasis autonómica? ¿Tenía esto algo que ver con las perspectivas autonómicas de los políticos? ¿O todo era un sincero afán de autogobierno ligado inexorablemente a la democracia y al progreso y acompañado de un flamear romántico de banderas al son de himnos decimonónicos?

Como todas las maldiciones bíblicas, esto ya no tiene remedio. ¿Quién y cómo da marcha atrás? Nuestros instintos básicos se rebelan, es cierto, y acuden a los medios más primitivos, que siguen estando vigentes en el siglo XXI después de Cristo (ahora se dice “de nuestra era”) igual que en el Neolítico, época ésta última a la que cada vez nos parecemos más. Es la misma Constitución que afirma una verdad y su contraria —y que todos y todas estamos obligados a cumplir, si ello es posible— la que habla de velar por la integridad territorial como una de las funciones de las Fuerzas Armadas. La ministra de Defensa y secretaria general del partido en el Gobierno de la Nación así lo recordó —ante las mismas Fuerzas Armadas— el día en que las autoridades catalanas hacían pública su convocatoria de independencia. Hay también un artículo que se empieza a prestar a los chistes fáciles y que faculta al Gobierno de la Nación para intervenir en cualquier comunidad autónoma sediciosa. Pero este gran bochinche es mejor, como decía, estudiarlo un poco más a fondo antes de escribir parte de lo que a uno le pide el cuerpo.

domingo, 16 de julio de 2017

DOS APUNTES ESTIVALES

Uno: Léase las informaciones que sobre la Madrugá ofrece Diario de Sevilla, con una constante: el ruido. Son informes oficiales. Y cotéjese con lo publicado aquí el pasado 31 de mayo.
Dos: Léase entrevista con monseñor Asenjo en ABC de Sevilla sobre el tema del apunte 1, especialmente el titular: “Si los sucesos vuelven sería el final de la Madrugada”. Cotéjese igualmente.
En ambos casos basta con un buen buscador.

En tiempos de melones hacer cortos los sermones. Así uno disfruta de sus merecidas vacaciones y no estorba a las no menos merecidas de ustedes.

Y muchas felicidades a las Cármenes.

lunes, 26 de junio de 2017

AVE FENIX: DE BETA A VERBO

El miércoles 1 de junio de 2016 publiqué en este mismo espacio un artículo que titulé “Buena noticia para los analfabetos”, en el que daba cuenta del cierre progresivo de la cadena de librerías Beta, pionera y solitaria en la empresa de poner a disposición de los andaluces un auténtico emporio bibliográfico. Nacida en la sevillana calle Asunción del acomodado y lector barrio de Los Remedios allá por 1976, Beta fue el empeño personal del matrimonio formado por José Velasco y Mari Cruz López, un empresario madrileño enamorado de Sevilla con sevillanos desde que la conoció, y una periodista burgalesa que apostaron por el comercio de los libros en Sevilla y provincias limítrofes. Llegaron a facturar ocho millones de euros en sus once tiendas. Hasta que la crisis por un lado, las nuevas tecnologías por otro y sobre todo la gestión de quienes tomaron el mando tras los fundadores hicieron que “Beta, Galería Sevillana del Libro” se fuera yendo a pique hasta echar el cierre definitivo. Sus empleados se llevaron casi un año sin cobrar, y los proveedores fueron dejando vacíos los anaqueles. Una productora de programas para Canal Sur fue la última propietaria del malogrado negocio.
Hoy me causa honda satisfacción ser portador de una pésima noticia para esos mismos analfabetos funcionales que parasitan en nuestros días la llamada sociedad del bienestar. El espíritu de Beta renace con otro nombre, el mejor que podía llevar un proyecto enraizado en los libros: “Verbo”. Y lo hace a unos pasos de donde el ahínco juvenil de aquella pareja emprendedora y culta lo puso en marcha. Dará trabajo—lo está dando ya— a una parte de la plantilla que lo perdió. Otros se han puesto también las pilas y han preferido navegar por cuenta propia bajo una etiqueta muy elocuente: “La botica de los lectores”. Los Remedios se convierte así en un barrio clave para la lectura, una especie de biblioteca comercial para satisfacer las ansias de leer de una población cambiante y unida a lo intemporal por las páginas de un volumen de papel. Junto con la también veterana Palas, la calle Asunción es ya una arteria cultural en la ciudad.
Pero la reapertura de viejas librerías que nunca mueren no ha hecho más que empezar. Lo siento por esa parte, nada desdeñable, de españoles que presume de no leer nunca un libro. Tras Asunción, y al otro lado del Guadalquivir, hay ya otra librería Verbo. El emplazamiento no puede ser más histórico y literario: la calle Reyes Católicos, muy cerca ya del altozano sevillano, donde la luz alcanza sus cotas cenitales, entre pajarear de volátiles que pueblan los plátanos callejeros y ecos de autobuses Damas, de cosarios de los pueblos y furgones de cuadrillas vestidas de luces. Donde El Cachorro, la Estrella, Las Cigarreras, San Gonzalo, La Esperanza y La O. Donde la cabalgata. Donde transcurrieron las años irreparables del poeta Rafael Montesinos (la casa patio en la que su padre se vestía de nazareno, siguiendo en el buen recuerdo el camino más corto para herirnos está pegada, pared con pared, con el local de la librería). Y también donde vio la luz primera, junto a un muro que aún existe por la trasera calle Segura, éste que les habla. Permítanme la concesión a lo privado.
Y ahora viene lo mejor. Pronto, más de lo que algunos querrían, volverán los libros a invadir el antiguo cine-teatro Imperial, en el corazón de la calle Sierpes, en ese espacio mágico en cuyas pantallas (Imperial, Llorens, Palacio Central, Pathè) vimos el mundo y sus conjuntos en color por tecnicolor y cinemascope. Pues bien, allí también reabrirá la galería sevillana del libro con el nombre de Verbo. Pero el gran acierto no estriba sólo en el ímprobo esfuerzo que con casi noventa años ha emprendido don José Velasco junto a su esposa, sino en que, ojo avizor siempre para sondear los signos de los tiempos, ha comprendido que los libros no pueden estar solos en un espacio tan vasto y en una época como la nuestra, dominada por la imagen. De modo que ha decidido aliarse con un histórico profesional del comercio fotográfico en Sevilla para romper la disyuntiva tradicional según la cual una imagen vale más que mil palabras. Ellos servirán imágenes y palabras en feliz coyunda, y la tienda será en realidad un “centro de la palabra y la imagen” donde se pongan a la venta títulos literarios en comandita con artículos de fotografía y vídeo, al tiempo que se programan actividades culturales y cursos en ambos campos.
La idea no puede estar más henchida de talento e intuición. Martín Iglesias (que ésta es la firma de imagen, como los incondicionales de la fotografía habrán supuesto al instante, no en vano ambas convivían en la misma calle Hernando del Pulgar) y Verbo irán de la mano en el señero Imperial para hacer de Sevilla capital y vanguardia de un nuevo modelo de oferta comercial en el que se aúnan las dos dimensiones de la comunicación humana: la palabra y la imagen. Habrá quien alegue que falta el sonido. Tal vez, y no sería mala idea incorporar la música a esta espléndida letra escrita en el pentagrama de la técnica visual.
Las dificultades se multiplican a medida que avanza el proyecto. Los contratos están firmados. Ahora es el momento del Ayuntamiento y de las compañías de suministro, porque el tiempo no ha pasado en balde, y la adaptación que requiere el nuevo uso no es moco de pavo. Pero el matrimonio Velasco-López rejuvenece con desafíos como éste. Me consta que alguna de las familias afectadas por el cierre de Beta tuvo que acudir a los comedores de Cáritas. Ahora, la oportunidad de reconstruir sus vidas está de nuevo en marcha, y en gran medida gracias a una pareja de jóvenes jubilados que no tendrían ninguna necesidad de complicarse tanto la vida porque muchos años de buen trabajo le han proporcionado una más que holgada “vejez”. Pero, como me decía don José: “Todo el mundo, incluso la familia, me dice que estoy loco, y que cómo me voy a meter en unos compromisos de quince años, a mi edad. Y yo les digo que no lo hago por mí, sino por mis empleados. Yo podía estar en la Selva Negra ahora mismo, disfrutando y descansando tranquilamente. Pero mi sitio está aquí. Y como en los bancos tengo buena fama…”

Por mi parte, sólo me queda decir “chapó”, descubrirme y presentar todos mis respetos a quienes nos harían un gran favor a todos estando en La Moncloa.

jueves, 22 de junio de 2017

379 VS 155

La Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo (PE) admitió a trámite una queja ciudadana de la asociación de víctimas Dignidad y Justicia que reclama investigar los 379 asesinatos cometidos por la banda terrorista ETA todavía sin autor conocido ni condenado, dijeron a Efe fuentes de la Eurocámara.
La solicitud fue presentada en nombre de la organización por Miguel Ángel Rodríguez Arias, que denunciaba en su escrito «la incapacidad de España» para llevar a cabo sus obligaciones de investigación de forma efectiva e independiente, juzgar y condenar a los culpables y compensar a las víctimas.
Por ello, reclama al PE que estudie cómo puede llevarse a cabo finalmente una investigación y la posibilidad de que se envíe una delegación parlamentaria a España para entrevistarse con las autoridades.
Asimismo, solicita a la Eurocámara que pida al Gobierno «una explicación satisfactoria» por la impunidad y la falta de justicia.
El peticionario señala igualmente en su escrito al PE que los 379 asesinatos «equivalen al 44 % de todas las víctimas de ETA».
Tras ser admitida a trámite, la petición será tratada en las próximas semanas -sin fecha todavía prevista- para su discusión en comisión parlamentaria, una sesión a la que puede acudir para presentar su queja el propio solicitante.
Las recomendaciones de la Comisión de Peticiones del PE no son vinculantes, aunque ejercen presión política a las autoridades.
Puede dirigir su queja al organismo cualquier ciudadano de la UE por considerar que sus autoridades nacionales no cumplen con la legislación y sus derechos.
He antepuesto la noticia de la agencia Efe (titularidad del Estado español), en su tenor literal, para evitar acusaciones de manipulación o extracciones interesadas de contexto.
Esta España de nuestras vergüenzas acaba de sumar una, y no magra, a su copiosa colección en el foro más relevante del continente europeo: el Parlamento de Estrasburgo, 751 diputados, representantes de los 28 países comunitarios, es decir de 510 millones de ciudadanos, han asistido —me imagino que estupefactos— a la más palmaria demostración de que el estado de derecho tiene aún un largo recorrido que cubrir hasta ser una realidad en este rincón de Europa. Tanto como el que dejó pendiente un señor llamado José Luis Rodríguez Zapatero, que además de arruinar las cuentas públicas y las de centenares de miles de hogares, dejó dos desgarrones como cornadas mortales por los que se desangra la Justicia en nuestro país: la burla al Tribunal Constitucional —mucho antes que hicieran de ello hábito los separatistas—, al hacer un rebuño de su sentencia sobre el aborto consagrándolo como derecho (a matar la criatura no nacida), y la introducción con calzador de un miembro designado por él en otro alto Tribunal, de Derechos Humanos, sito igualmente en Estrasburgo, con la finalidad de derribar la doctrina Parot, que fue el gran logro de Aznar (por eso la tumbó el otro) y el principio del fin de la ETA. Gracias a esa decisión política, varios violadores y asesinos condenados a cientos o miles de años salieron en libertad, y así han podido reincidir nuevamente.
Claro que todo había empezado mucho antes, pues fue la primera decisión de los socialistas al llegar al poder (por cierto, y según acaba de probarse con números, por primera vez en la historia a través de las urnas): la abolición de la independencia judicial que nos había traído Suárez. A partir de ahí, cuanto se les ha antojado ha sido coser y cantar. El instrumento se llama Consejo General del Poder Judicial, o más precisamente, el sistema de provisión de sus plazas, que de profesional pasó a ser político, como casi todo en esta España de nuestras desgracias.
A la conmoción de saber que los violadores libertos campan a sus anchas hasta que la Policía —no los políticos— da con ellos y con las pruebas para acusarles ha sucedido un nuevo baldón en el historial nacional de desaguisados. Sobre cuanto ha sucedido en la piel de toro desde que un etarra tiroteara como a un perro al agente Pardines el 7 de junio de 1968, ha gravitado una sombra diabólica cuyo icono es una serpiente enroscada a un hacha. La transición, la Constitución, el curso de las autonomías, los casos vasco y catalán, y otras cosas de tanto relieve como éstas, han quedado marcadas por las balas asesinas de la banda terrorista. En definitiva, han sido nuestras vidas las que nadie podrá recordar sin hacer mención expresa de lo que significó aquella cifra —un muerto cada tres días— durante muchos años. Andan los partidos —primero de la izquierda y después el de la derecha— engolfados en el empeño heroico de ciscarse en cuanto huela a régimen franquista. Pero esta memoria histórica la tenemos mucho más cerca, algunos a flor de piel de teletipo (siempre recordaré el momento, por ejemplo, en que llegó a mi mesa de redactor jefe la noticia del crimen contra Fabio Moreno, el niño de dos años, hijo de guardia civil, que voló por los aires impulsado por una fiambrera bajo su asiento). Para esa memoria sólo hay amnesia. Los números lo aguantan todo: 379. Hay que ponerlo, al menos, en letras: Trescientos setenta y nueve muertos en salvajadas sin esclarecer ni castigar. Hay que sumarles heridos, mutilados, viudas, huérfanos, hermanos, padres, amigos, vecinos, compañeros… ¿Cuánta gente hay en la España del 2017 sin justificar? ¿Cómo se puede reivindicar la memoria de los presos del franquismo o de las víctimas de la guerra (sólo de un bando) y tener abandonados en el ostracismo más miserable a estos españoles que dieron la vida por una patria mejor?
Sólo hay una explicación para tamaña afrenta, y es algo muy relacionado con el actual proceso de descomposición de la legalidad en Cataluña. Si los segregacionistas están envalentonados y resueltos a romper la unidad nacional es porque saben que enfrente tienen demasiado miedo. No digo que no sea comprensible sentirlo. Cuarenta años de terrorismo feroz dejan con seguridad una huella latente y activa de por vida. Y eso es lo que siguen rentabilizando políticamente los nacionalistas, como se acaba de ver en el acto conmemorativo del atentado contra la ciudadanía en Hipercor. Por eso, ya la única solución que nos queda, y ya veremos si se está a tiempo, es el artículo 155 de la Constitución, redactado sin duda en previsión y por sospecha de que se fueran a producir situaciones como la actual.
Lo grave de todo esto es que, a juzgar por lo que nuestra Ley de leyes presenta como causa de adopción de dicho recurso (“… no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España…”) la retirada de las competencias a la Comunidad Autónoma de Cataluña (y a la vasca) debió haberse puesto en marcha hace ya mucho tiempo. Todo empezó por la educación de las generaciones que ahora quieren desconectar con España. Fue entonces (ikastolas, libros de texto, inmersión lingüística…) cuando las cosas tenían una solución relativamente fácil. Pero la pusilanimidad de unos y la complicidad de otros paralizó el uso de unas facultades constitucionales que, si bien se mira no son potestad del Gobierno, sino su obligación.
En el limbo oficial en el que se encuentran esas 379 personas tiene mucho que decir la abstención en el empleo de ese artículo que nos hubiera evitado los males mayores en los que nos hallamos, y que habría hecho encajar las piezas del estado de las autonomías para muchos años. Hubiera sido un buen homenaje a esas 379 manchas en nuestra bandera.