jueves, 28 de septiembre de 2017

FEN SEPARATISTA

Esto de Cataluña es como las mareas. Si van ustedes a Isla Cristina, donde por cierto estaba Queipo de Llano el 17 de julio de 1936 para entregar una bandera a la guarnición de Carabineros de los que él era inspector general, no se pierdan un paseo en barco por la Ría del Carreras. Si lo hacen, el patrón detendrá unos instantes el motor en un espacio de marisma, donde se cultiva la almeja y se puede ver la compuerta que levantaron catalanes y valencianos hace ya siglo y medio para recolectar la sal con la que preparar el pescado en conserva. Como es sabido, la sal —de ahí “salario”— es el origen de las retribuciones, es decir, de la supervivencia, en todo el Orbe desde siempre. Así nació “La higuerita”, porque junto al pescado y la sal en aquel punto de la costa al que arribaron los nuevos fenicios se encontraba agua dulce, pozo señalado por una gran higuera. Aquellos levantinos inversores, inquietos, emprendedores, emigraron desde su tierra a la andaluza, donde se establecieron y triunfaron, animados por un cura, el padre Mirabent, que fundó las primeras industrias salazoneras y que tiene un monumento junto a la nueva iglesia del pueblo (la parroquia primitiva fue incendiada en el 36 por las otras turbas y su solar es hoy la plaza donde radica el epicentro de la vida local, durante cuarenta años llamada del General Franco y hoy de las Flores). Echemos un vistazo al nomenclátor isleño: Catalanes, Serafín Romeu Portas, Matías Cabot, Diego Pérez Pascual, Diego Pérez Milá, Padre Mirabent, Arnau, Sitges, Ramón Noya, Antonio Garely, Isabel Pérez Siles… Jordi Pujol, cuando todavía parecía un hombre medianamente honrado, visitó estos contornos y dijo algo así como que el triángulo Lepe-Cartaya-Isla Cristina podía ser el emporio de Andalucía. Y de hecho, la lonja de Isla es la primera de la región y la segunda de España, con 16.000 toneladas de pescado y marisco desembarcadas cada año.
Volviendo a las mareas, ese rincón de la ría donde reina un silencio absoluto, tal vez sólo “roto” por las aves que allí anidan y escarban en el limo, ofrece dos paisajes distintos, según lo veamos en bajamar o en pleamar. Es lo que vieron los catalanes y valencianos para quedarse y levantar en aquellas riberas sus casas y astilleros. La sal aparece cuando el mar evacúa por esa estrecha puerta que ellos edificaron. Y con la sal, la prosperidad.
España aflora también cada vez que las circunstancias que la ocultaban bajan su nivel secuestrador de la libertad. En tanto dura la pleamar, la sal no existe. O al menos no se ve. El fruto de los océanos mineralizados, ese manto blanco que combate la mala nieve cuando hace falta, el que da sabor a la comida y a la vida misma, el que hace a los cristianos estímulo del mundo, el que sirve para curar el jamón o para condimentar la mojama, el que ha dado de comer a mil generaciones del interior peninsular durante el invierno cuando no había congeladores para el bacalao, es lo que queda cuando las aguas vuelven a su madre.
El primer artículo que me publicó la Prensa —diario Suroeste, 1976— era una metáfora que utilizaba las primeras lluvias tras la sequía estival, y se titulaba “Cuando algo llueve”. Hablaba de la libertad y de su abuso (“Cuando algo llueve, a nadie satisface y a todos anega”, empezaba). Cataluña ha gozado desde 1978 de una libertad sólo comparable con el trato de favor que le procuró Francisco Franco. Ya he escrito mucho sobre el término “nacionalidades” y el miedo que recorría algunas páginas de la Carta Magna, propuesta por unas Cortes no constituyentes. Los españoles elegimos un Gobierno para cuatro años, no una comisión que elaborase un texto cenital para cincuenta. No voy a volver sobre ello. Ahí está la postura de ETA —la actual— para explicar y probar muchas cosas que he afirmado.
Sí quiero identificar esa pleamar que ahoga a España con la dejación de funciones de los partidos —todos— responsables de la Gobernación del Estado durante estos largos años. Llevamos —parece mentira que haya que volver sobre ello— todo este tiempo cediéndoles la educación de los nuevos catalanes, sin que la Alta Inspección Educativa, figura contemplada en la misma Constitución, haya sido capaz de corregir las desviaciones que el primer día de clase ya estaban presentes en las cabecitas de quienes hoy empujan desde todos los confines del condado aragonés para desgajarse de España.
Ha sido la educación, obviamente. La economía también, pero eso después. La formación del espíritu nacional catalán, que viene de antiguo, ha excluido, igualmente desde la noche de los tiempos democráticos, cualquier vestigio de españolidad en la sociedad juvenil catalana, como ha sucedido en la vasca y está a punto de dar la cara en la valenciana y en la gallega. Pero es que incluso en la mía, en la andaluza, que desde el 28 de febrero de 1980 confundió de manera mostrenca pero eficaz la victoria de unos partidos sobre otros con el Día de Andalucía, la Administración socialista, la misma que puso “España” en el escudo y en el himno donde Blas Infante había puesto “Iberia”, ha mantenido, curso tras curso, enhiesta la bandera blanca y verde, inculcando en los niños el amor a una Andalucía libre mientras España brillaba por su ausencia en las actividades escolares. En todo caso se hablaba algunos minutos de la Constitución; es decir, del islote, no de la tierra firme que hay debajo de las aguas.
Recuerdo bien el disgusto de aquella mañana en que me dio por curiosear en un libro de texto de mi hija, que estudiaba entonces Primaria (menos de doce años). Me puse a recorrer un mapa de España y a leer algunos rótulos. Algo me maliciaba. Y en efecto, allí estaban las “Ils Balears, Alacant, Lleida, Girona, Gipuzkoa, Bizkaia, Ourense…” ¿Para qué seguir? Una niña andaluza de pocos años estaba ya aprendiendo que el castellano no era su idioma oficial, y, el corolario inevitable: que quienes hablaban así tenían derecho a sentirse nacionales de su lengua materna, actuando en consecuencia al margen de los demás españoles. Insisto: Junta de Andalucía, Consejería de Educación, libro oficial de texto. Y hace ya, al menos, siete años.

No podemos extrañarnos de nada. Mientras el resto de España se dedicaba a cargarse la clase media (su mentalidad y su bolsillo), en Cataluña la clase media se dedicaba a cargarse España. En este momento, todo el mundo se pregunta, temblando, por el futuro, por el nuestro. Lamento creer que las cartas están dadas desde que alguien que acaba de proclamarse tan preocupado por lo que ocurre en Cataluña que “es lo que más me ha preocupado en los últimos cuarenta años” decidió que la izquierda española debía anteponer la democracia de barrio a la soberanía nacional.

domingo, 17 de septiembre de 2017

CIEN AÑOS DE LENIDAD

La subversión catalanista empieza a entrar en un callejón sin salida, algo de lo que todos los españoles debemos sentirnos satisfechos. Pero es ahora, cuando todavía las espadas están en alto, el momento de iniciar una larga jornada de reflexión, tal vez de años, acerca de qué hemos —o han— hecho con España, cómo hemos llegado hasta aquí y cuál debería ser nuestro futuro mejor. Tengo escrito, por activa y por pasiva, que hacer pedazos la soberanía nacional no era algo a lo que nadie estuviera autorizado, ni mucho menos la solución para aquietar a los separatistas, hasta hoy llamados nacionalistas. “España entera y una sola bandera”, se gritaba en las manifestaciones que veían con zozobra —palabra empleada por el presidente del Gobierno en su mensaje institucional de respuesta a la sublevación parlamentaria catalana— la deriva a la que nos abocaba la España de las autonomías. Tengo también escrito y publicado que, en la transición, pedimos democracia y nos dieron autonomías. La respuesta, como en casi todo lo referente al Estado, está en el dinero. De hecho, por ahí ha empezado a aplicarse en la práctica el 155 sin declarar que el Gobierno ha escogido, creo que prudentemente, para abrir fuego efectivo en esta refriega. Las autonomías eran una fórmula perfecta para dos cosas: una para justificar un cambio más o menos radical de régimen. Dado que el anterior, con todas sus faltas, funcionaba razonablemente bien, había que ofrecer algo aparentemente nuevo de raíz, una nueva planta totalmente distinta del pasado, aunque en el fondo no se trataba más que de redondear el republicano de 1936. Ése era el pretexto. La realidad, como se ha visto en el “proces”, consistía en inflar las plantillas de gente afecta, creando estructuras político administrativas absolutamente innecesarias e insosteniblemente onerosas. Había que colocar a mucha tropa, vaya.
Si para ello era preciso duplicar las soberanías —otra trampa semántica, los “soberanistas”—, bastaba con el “café para todos”, y a bailar. Obviamente, las cosas no eran tan fáciles. Al cabo del tiempo, en cuanto la crisis lo ha cambiado todo (frase literal del arzobispo hispalense), la (des)financiación autonómica ha dado paso a la declaración de independencia. Aflora ahora, cuarenta años después, el carácter explosivo de la palabra “nacionalidades”, que produjo el primer amago de crisis de estado al provocar la dimisión simultánea de los tres ministros militares cuando entró, sin mayores precisiones, en el proyecto constitucional. Lo cuenta magníficamente Victoria Prego en la serie de audiovisuales sobre la época. La misma Victoria Prego que estaba sentada ante las cámaras en TVE, junto a Iñaki Gabilondo, cuando apareció un oficial armado la tarde del 23 de febrero de 1981. Y la misma que hace unos días ha escrito que lo que quieren los de la “estrellada” son heridos o algún muerto en las calles de Barcelona.
Como en tantas otras cosas, el “proces” hubiera sido imposible si en la España democrática no se hubiera confundido, deliberadamente, libertad con lenidad. Desde el principio, y un poco por culpa de todos —de unos más que de otros, sin duda—, la Ley se ha ido intrincando de tal manera que ha perdido lógica y perspectiva, cualidades ambas que deben presidir cualquier sistema que aspire a la utilidad, y con ella a la justicia. Viene ocurriendo con la delincuencia común, se sucedía día sí y otro también con el acontecer terrorista. Las hemerotecas, que no mienten —son las únicas en la España de hoy, inundada de gabinetes de prensa y propaganda— son las mejores testigos de cargo de cuanto digo. La lenidad se fue convirtiendo en el gran atributo del país real. Salvo en materia fiscal, claro está. Hace poco, un amigo bien informado me mostraba el envoltorio de un azucarillo en el que estaba impreso algo así como “una Justicia lenta no es justa”. Es un buen botón de muestra. Como lo es que poderoso caballero tiene las de ganar en cualquier pleito, lo cual tampoco es garantía de éxito según el adagio calé.
Alejo Vidal Quadras, a quien nadie cita en nuestros días aunque su protagonismo político es bien reciente, advirtió de cuanto está pasando con clarividencia profética. Y se lo puso por delante a su jefe Aznar, que entonces presumía de hablar catalán en la intimidad mientras hacía migas con Pujol. Aznar, en lugar de hacerle caso, le cortó la cabeza, siguiendo la voluntad del sucesor de Tarradellas. La memoria del Bautista gravita sobre estas líneas.
Hay que recordar también, valiéndose del aval que duerme en los templos sagrados de las hemerotecas, que aquel término de “nacionalidades”, que hacía de España el único país del mundo con doble nacionalidad interna, es el que esgrimen, y seguramente lo harán también en Estrasburgo o en La Haya junto con otros argumentos nada baladíes, quienes ahora rompen brutalmente España. Y hay que traer a colación que es el concepto que dio lugar al nuevo y actualmente vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña, en virtud del cual el “Govern” y el “Parlament” han hecho lo que han hecho. Pero lo peor no es eso, sino que la lenidad, que suele degenerar en complicidad, llegó al extremo de “homologar” los estatutos de las comunidades regidas por el Partido Popular en una sucesión de reformas —en realidad, sustituciones— que fue desde Valencia hasta Galicia pasando por Andalucía (aquí, el PP en la oposición se puso a codazos el primero de la fila) de manera que en pocos meses casi toda España igualó a Cataluña en el autogobierno para no ser menos “nacionalidades”. Esto, señores, no lo hizo Pi y Margall, sino alguien que hoy lucha denodada y acertadamente por recuperar el tiempo perdido durante décadas: el presidente del Gobierno del Reino de España. Fue Rajoy quien inició esa carrera alocada no por corregir el rumbo secesionista de Cataluña sino por extenderlo de hecho, vía estatutos, al resto de la Nación.
Hay equivocaciones que claman al cielo, por sus consecuencias, a menudo dramáticas. Y ésta es una que aún está por completar. El 155, como venimos afirmando algunos desde hace años, es inevitable. Lo acaba de anunciar el mismo impulsor de aquella aventura sin retorno. Ejecutarlo ahora es casi milagroso. Y todo por mantener esa línea de lenidad, que vista desde el momento presente se antoja una crónica de cien años dominados por la falta de valor, resolución y lucidez a tiempo.

Otro día hablaré del Ejército, de Cospedal, de Bono y del teniente general Mena.

sábado, 2 de septiembre de 2017

EL CONTRAGOLPE

Deliberadamente o no, lo cierto es que la historia de España vuelve a su madre, de la que nunca debió salir. Durante años, aproximadamente desde que el gran rompedor José Luis Rodríguez Zapatero intentara dar oxígeno a su partido inventando adánicas novedades que no eran sino vueltas a una tuerca ya gastada, los españoles hemos ido cediendo a la locura. Del reconocimiento de la igualdad en derechos para mujeres u homosexuales se ha pasado a la ideología de género obligatoria y la discriminación positiva con privilegios, que es todo lo contrario. De la reivindicación moral de los vencidos en la Guerra Civil se ha pasado a la odiosa “Memoria Histórica”, que sólo pretende resucitar viejos rencores. Se puso al frente del Ejército a quien, sin solución de continuidad, empalmó su retiro con la candidatura por un partido antisistema. De la sentencia del Tribunal Constitucional que despenalizaba el aborto en tres casos excepcionales para hacer compatibles el círculo con el cuadrado se hizo un chicle que por siniestro arte de birlibirloque ponía libre donde se leía legal, encomendando las competencias de la reforma/ruptura a dos jovencitas sin conocimientos pero con raíces profundas en el PSOE, que, también sin solución de continuidad, cuando el desastre hacendístico lo echó todo por tierra, pusieron ídem de por medio y marcharon a la meca del capitalismo salvaje a impartir doctrina desde la Quinta Avenida para toda Iberoamérica. Recuerdo, de paso, que los recursos de inconstitucionalidad en esto y en el matrimonio homosexual siguen pendientes de estudio por el TC, que supongo habrá batido todos sus récords de lentitud.
Y Cataluña. Con esa nostalgia de la revolución sovietizante que llevó de la mano a su Asturias minera querida y al gesto de Companys acabado a cañonazos, Zapatero se puso la pañoleta de minero que tanto gustaba a Guerra y entre ambos sirvieron en bandeja a Carod Rovira (hay que repronunciar nombres que son como fantasmas en nuestro pasado, así el de Perpiñán, y no sólo por las películas bordes) una independencia suave, muy de seny, sin violencia, al menos etarra, como se ha visto. Zapatero, que iba a la Cuenca cada año a jalear al líder sindical socialista en cuyas manos han desparecido millones, dijo aquello tan eufónico de “aprobaremos lo que nos venga de Cataluña”, y el sevillano, que presumió siempre de constitucionalista, se jubiló después de dar luz verde al vigente Estatut, que pasó limpiamente la comisión por él mismo presidida en el palacio de la carrera de San Jerónimo. Todo muy pacifista, muy ecológico y muy buenista.
Hasta Las Ramblas. El atentado de este universal paseo barcelonés se produjo 45 días antes de la fecha prevista entonces para que los separatistas consumaran su golpe de estado, empleando la misma denominación que hace sólo unos meses utilizara el señor Guerra en una entrevista publicada en la revista de la fundación que todavía dirigía y que ahora está en boca de los populares catalanes. Muchas cosas cambiaron aquella tarde, y no sólo, aunque esencialmente, para las víctimas, sino para todos. La prueba para incrédulos las proporcionaron días más tarde las banderas estrelladas abigarradas y gigantescas flameando ante las cámaras de la televisión catalana que sirvió la señal a todo el mundo. La gran pitada sin apenas aplausos que suscitaron las dos grandes magistraturas del Estado al llegar y las acusaciones de culpabilidad a ellas dirigidas se parecían bastante, pero eran mucho peores, a los incidentes de la Casa de Juntas de Guernica, semanas antes del 23 de febrero.
El golpe, esta vez, iba a venir del otro extremo de las dos Españas. Hubo un SMS que fue la verdadera voz de alarma en casos como éste. Lo envió un ciudadano llamado Pedro Sánchez. Y es que apenas unas horas después de la demostración de fuerza que supuso la teórica manifestación contra los atentados (habría que añadir, a posteriori, y contra España, por cristiana e “islamófoba”), se produjo el verdadero golpe, o pregolpe si se quiere, que el susodicho SMS registró en tiempo real. El destinatario estaba en París, para participar en una de sus cumbres como jefe de Gobierno. Ignoro el texto, pero por las palabras de quien dio a conocer su existencia, nada menos que portavoz del sector dominante en el PSOE, podría decir algo así: “Mariano, después de lo sucedido esta mañana, me pongo a tus órdenes incondicionalmente. Tienes al partido contigo, porque si no esto se va a pique. Pedro.” Oficialmente, lo que preguntaba el remitente era si podía hablarle por teléfono, algo que sucedió minutos más tarde.
El portavoz, que hasta entonces había marcado distancias con el PP paralelamente al acercamiento de su jefe a Pablo Iglesias, mostró aquella mañana en rueda de prensa un repentino viraje de 180 grados, y le faltó hablar de adhesión inquebrantable al hasta entonces enemigo político. Sólo matizó para reconocer la proporcionalidad y contundencia de la trayectoria mantenida por Rajoy en el caso catalán, algo que antes jamás había reconocido. Ya no habló de diálogo, y mucho menos de plurinacionalidad. Cierre de filas con el adversario. ¿Qué había pasado?
Muy sencillo, aunque desde una playa de las antípodas españolas tal vez todo esto suene a guerra del Pacífico. Los secesionistas ya habían dado su golpe. Consistía éste, como tan a menudo, en un cambio de orden cronológico, porque en esto del manejo de los tiempos la sucesión de eventos sí que altera el producto. Hasta esa mañana, el referéndum era otra consulta. Con amenazas ciertas, desde luego, pero todo se quedaba en un calendario. Siempre le quedaba al Gobierno de España el último recurso, una vez celebrada la votación, de impedir que se aprobaran las leyes de “implementación”, es decir, la Constitución de la República de Cataluña. Lo que aquella mañana, muy presente la imagen de las “estrelladas” cubriendo el pavimento donde aún quedaban restos de la sangre inocente derramada por los yihadistas, habían hecho los parlamentarios de la independencia era anunciar que en el mismo pleno en el que se aprobaría la ley del referéndum, con carácter de urgencia, también obtendría rango de ley la futura Cataluña independiente, así como el procedimiento para hacerla efectiva sin que este texto tuviera que volver a pasar por el Parlamento. O sea, que se daba carta de naturaleza simultánea y automática a la emancipación en el caso de que hubiera un voto afirmativo más que los negativos. Para redondear el golpe, se contemplaba también la posibilidad de que venciera el NO. En tal caso, “todo seguiría como ahora”. Es decir, ellos gobernando una Cataluña independiente de hecho pero no de derecho.
Ese adelanto equivalía a la declaración de Companys en 1934. En aquella ocasión, el Gobierno de la República, que la izquierda no podía tolerar porque estaba regido por la CEDA (“Confederación Española de Derechas Autónomas”, para alumnos de la Logse) encomendó al general Batet que bombardeara el Palau de la Generalitat, y a Franco, quien compareció en el Ministerio como era su obligación al regresar a Baleares de visitar a su madre en Ferrol, le ordenó que se quedara en la capital y poco después le puso una sala de telecomunicaciones para que estableciera la estrategia que hizo posible la reconquista de Asturias, reprimiendo el duro ataque de socialistas, comunistas y anarquistas.
El pobre general Batet acabaría sus días como su contrario, ante un pelotón de fusilamiento, condenado por los tribunales del bando franquista. Hoy las cosas se hacen más civilizadamente. De momento y salvo los islamistas, que siguen buscando cabezas que cortar para resarcirse de las Navas de Tolosa. La mañana del SMS petrino debería estudiarse ya en los libros de texto del curso que se abre. Porque o mucho me equivoco o alguien en esos servicios secretos que de vez en cuando airean éstos a voces está comenzando lo que podríamos llamar “el contragolpe”. Hoy las cosas se hacen a base de información, lo cual siempre me ha halagado mucho como periodista, y perdonen ustedes la vanidad rayana en soberbia, que diría un cura antiguo. Las no sé cuántas agencias de investigación norteamericanas que imitan a las películas en la vida real y que comunicaron a los “mossos” la diana detectada sobre las Ramblas sin que éstos movieran un macetón, trabajan con datos, lo mismo que “wikiliks” y que el mítico “Watergate”. Hoy, que los misiles silben o no depende, fundamentalmente, de la inteligencia. Esto no es un dogma, evidentemente. La cura de humildad viene cuando a alguien se le ocurre hablar de armas de destrucción masiva, por ejemplo. Y las víctimas casi siempre son terceros que pasaban por allí. Pero antes de dar las órdenes se ha manejado un contenedor de conceptos y referencias que son los que determinan qué hacer. El próximo jueves día 7, cuatro días antes de la Diada, el Parlamento de Cataluña hará efectivo su golpe. Aprobará la independencia y la forma del nuevo Estado, de manera que el referéndum será como una cláusula transitoria, un mero trámite. Así se celebraban los referenda de autodeterminación, aunque de forma pactada con la potencia colonial en retirada. El Gobierno de la Nación tendrá en ese momento dos vías, sólo dos: continuar el camino (para los sublevados, un comino) del Tribunal Constitucional o adoptar medidas ejecutivas dentro de la Ley. O las dos juntas. Casimiro García Abadillo, ducho en dirigir periódicos y en escribir libros precoces sobre la “guerra santa”, apuntaba tres fórmulas para la segunda opción: Estado de Excepción, Ley de Seguridad Nacional (aprobada en 2015, con mayoría absoluta del PP, pensando en prevenir situaciones como la actual) o Artículo 155 de la Constitución Española. Mi colega se inclinaba por dar más viabilidad a la segunda, que para eso es la de concepción más “ad hoc”. Ésta permitiría —la verdad es que no sé cómo— arrebatar a la Policía Autónoma su dirección. Sería como un 155 atenuado, que recuerda el consejo dado por García Margallo siendo ministro de Exteriores al presidente de que aplicara dicha norma durante 24 horas, sólo para retirar las urnas el 9-N.

La primera senda, que sería más de lo mismo, está ampliamente superada por la permanente traición a la democracia a la que, por desgracia, nos tienen ya acostumbrados los del asedio acústico al Jefe del Estado. En todo caso, es un medio meramente nominal, y el 7 de septiembre es una fecha muy concreta y muy próxima. “No habrá referéndum”, hemos oído y seguimos oyendo una y otra vez de boca del titular del Ejecutivo y de su mano derecha. Ésta, que convive con el primero en el mismo complejo físicamente, es responsable del Centro Nacional de Inteligencia, por decisión de su superior. El centro en cuestión tiene, desde que Zapatero lo sacó de Defensa, un carácter mixto, pero su personal sigue debiendo mucho a su anterior impronta netamente militar. Lo fundó el almirante Luis Carrero Blanco, sobre el que la CIA tenía mucho que informar en su momento. La procedencia del documento que, en tres fases, ha dado a conocer primero y reproducido después El Periódico de Cataluña es inequívoca. Igual que dentro del Centro Nacional de Contraterrorismo (NCTC por sus siglas en inglés) norteamericano las actuaciones exteriores corren de cuenta de la CIA, dentro de su homólogo español, CITCO (Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado), los informes procedentes del exterior los procesa el CNI. El rotativo de Asensio hijo ha sido blanco de los vilipendios lanzados por los tres embusteros que negaron lo finalmente evidente, tildándolo de diario que escribe “al dictado”. Y se preguntaba uno de los mendaces “¿pero de quién?”. Que no le quepa duda, en esta ocasión el “garganta profunda” es alguien que pretende contrapesar el golpe de estado catalán (Guerra dixit, insisto). La fuente, que lógicamente el director del medio protege y no revelará, ha de ser alguien que sabe lo que España se juega entre el 7 de septiembre y el 2 de octubre de 2017. Y que ha visto cosas que no le dejan dormir mientras no sea de dominio público cuanto él sabe sobre lo ocurrido semanas antes en uno de los parajes más hermosos de nuestra Patria.