viernes, 22 de diciembre de 2017

CUENTO (DURAMENTE VERÍDICO) DE NAVIDAD


Pensaba escribir sobre la Navidad. Y bien mirado, voy a hacerlo. Ayer asistí a una Eucaristía presidida por el arzobispo de Sevilla, quien tras la  homilía, condensada y bien medida como siempre, nos sorprendió con una alusión nada menos que al Cuarto Mandamiento. Sé que este artículo no ha caído en manos legas y ayunas de cultura, de modo que no voy a recitar su tenor literal. ¿Y por qué se refirió monseñor Asenjo al deber de honrar a nuestros padres (por cierto, que las Tablas de la Ley se adelantaron a lo políticamente correcto y señalaron claramente “padre y madre”)? Trajo a colación el prelado el precepto divino que recorrió el gran camino de las telecomunicaciones establecido entre una zarza ardiendo que no se consumía y un pueblo desnortado que adoraba a Baal, a cuento, precisamente, de una nación errante, que a la sazón es la nuestra.
No la catalana, que no existe porque aquello sigue siendo un condado. Todo lo respetable que se quiera, pero un condado al fin, aunque lo hayamos revestido de comunidad autónoma. La nación, en España, es la Patria. La única nación valedera, palabra ésta en desuso ya cuando mi dilecto Manolo Ferrand, que en paz descanse, me reprendía por decir “válido”. Por cierto, mi primer jefe era admirado y querido en la Casa de Planeta hasta su fallecimiento, y aún después en las personas de su amplia prole. Aquel premio concedido en Barcelona por un hijo de El Pedroso le mantuvo vinculado con una firma netamente catalana que hoy nadie sabe lo que hará mañana.
Porque hoy es un día de nudos en la garganta… otra vez. Leo en la Prensa titulares como “La victoria de ciudadanos no evita la mayoría separatista”, “La CUP condiciona su apoyo a Puigdemont a que asuma el programa de “construir” la república”, “La república catalana ha ganado a la monarquía del 155”, “Incierto futuro”, “La mayor tragedia de Mariano Rajoy”. Publiqué, hace hoy quince días, una serie de “suposiciones” que, lamentablemente, se van cumpliendo una a una desde hace unas horas. He perdido toda esperanza en haberme equivocado. No tengo ánimos para releerme, algo por lo que además siempre he sentido alergia. Pero ahora me pregunto qué pensar tras el cumplimiento de las agoreras hipótesis. Sé que como yo hay mucha gente, angustiada por no explicarse en qué pensaba el presidente del Gobierno, ese “insecto palo”, dicho sea con la intención de hacer un símil entomológico de su (no) política, estática y ultraconservadora (ésta sí, y no otras que la progresía acostumbra a inventarse).
Circuló en su momento, la primera vez que Rajoy ganó las elecciones generales, con mayoría absoluta y gracias al desastre económico que le tocó a Zapatero aunque éste se encargara de intensificarlo, un rumor según el cual Arriola, el sempiterno asesor sociomensor del PP y esposo de Celia Villalobos (ya saben, la ex del Partido Comunista conversa al liberalismo, ja, ja)  había resumido en un consejo de oráculo lo que debía ser el programa marianista: “Has ganado sin hacer nada. Ahora lo único que puedes hacer es perder”. La frasecita, fueran cuales fueran sus términos exactos, es como el lema de un príncipe de cine gótico: encierra a la perfección el (no) espíritu de este gallego que está conduciendo a España al mayor agujero negro de su historia reciente a fuerza de no hacer nada. Lo único que ha conseguido es hundir al Partido Popular hasta relegarlo al grupo mixto, donde convivirá con los antisistemas de la CUP. En el Parlamento catalán no volverá a oírse, al menos en mucho tiempo, la voz de Albiol.
Se ha metido en la ratonera él solito, cuando su electorado, sus simpatizantes y cualquiera que tuviera un mínimo de conciencia ciudadana le aclamaba por haber tenido, al fin y tardíamente, el valor de aplicar el 155. Ahora, creo, es tarde para todo. Estamos en un callejón sin salida para el que nuestro sistema político y jurídico no tiene respuestas. Las banderas seguirán en los balcones, pero el último cartucho acaba de disparárselo en los pies el hombre que confió en las urnas sin pensar que son (o eran) de cristal. Ahora estamos, como advirtió Aznar (el que, por otra parte, hablaba catalán —¿con Pujol?— en la intimidad), peor que hace dos meses, cuando se produjo el “sorpasso” de la convocatoria electoral en el curso de una rueda de prensa para hablar del 155. La precipitación conduce al precipicio. Y ahí estamos. Pero ¿dónde está Arriola, en su dorada jubilación bien pensionada?

Recemos, que es Navidad. Nos lo pedía ayer, antes de conocerse el fracaso catalán, el pastor alcarreño. Fue su última petición de los fieles. Especialmente extensa y acuciante: “Hay que orar por España, que existe desde hace cinco siglos.” Y levantó los cinco dedos de su mano. Después bajó uno, para indicar que el Cuarto Mandamiento nos obligaba a amar a la Patria al igual que a nuestro padre y nuestra madre, y mantenerla unida, porque esa unidad es fuente de paz, convivencia y amor. Pues eso, recemos y feliz Navidad a cuantos hayan tenido la paciencia (que viene de paz) de leerme hasta aquí.

viernes, 8 de diciembre de 2017

SUPONGAMOS...

Supongamos por un momento que los resultados del 21 de diciembre en Cataluña no son los que el Gobierno de Rajoy y la mayoría de los españoles deseamos. Una vez traspasado el Rubicón del 155, el Ejecutivo podía haber dispuesto casi a su antojo de los recursos que le proporcionaba la Constitución, aplicada en este punto por primera vez en la Historia. Gozaba de una holgada mayoría absoluta en el Senado, entidad en cuya mano estaba autorizarle. En aquel momento, tras las semanas más tensas y peligrosas de la vida nacional tras la transición, el Partido Popular lo tenía todo a su favor, empezando por la sospechosa pero útil mansedumbre de los cargos públicos secesionistas, que entregaron el poder apenas sin la menor resistencia, cuando todos nos temíamos lo peor, la reedición, mucho más violenta, de los durísimos incidentes protagonizados por cuarenta mil personas la noche del 20 de septiembre en torno a los vehículos de la Guardia Civil. Precisamente era éste el punto álgido del tira y afloja del que pendía el futuro de Cataluña y de España en general.
La praxis hace a menudo la manera de pensar de las multitudes. Tal vez por eso, el presidente prefirió sorprender a muchos primero con el plazo libremente autoimpuesto de seis meses para devolver las competencias al Parlamento —ya nuevo— autonómico. Nadie le obligaba. Una labor de zapa y socavamiento como la llevada a cabo sistemáticamente y bien alimentada por fondos tanto públicos como privados durante el largo viaje de la autonomía exigía, si se quería al menos minimizar sus efectos, una proyección indefinida en el tiempo. Pero eso debió parecerle al gallego poco decoroso institucionalmente, aunque fuera lo que se percibía en el ambiente que le demandaba su electorado y lo único que le permitiría estar a la altura de las graves circunstancias. Más adelante, las precipitadas conversaciones y visitas del “líder” de la oposición tamizarían las cosas de modo que un paso del calibre del registrado horas antes quedaba en entredicho por una aplicación más bien estrecha del mismo. Así, eligió incluso adelantar el plazo de seis meses a dos, y anunciarlo por sorpresa dejando a todos con la mandíbula desencajada. Lo inesperado de la medida la revestía de eficacia e idoneidad. Por fin, Rajoy gobernaba, y parecía dominar la situación.
Supongamos, empero, que la solución electoral no es la panacea. Supongamos que en dos meses, y por mucho que la tentativa del 27 de octubre no haya triunfado, las pulsiones profundas del independentismo catalán en lugar de haber desaparecido se recrudecen. Supongamos que el día del Gordo nos encontramos con un Parlamento catalán diferente, sí, pero no en el sentido que se esperaba sino en el contrario. Me explico.
En el intercambio epistolar entre el presidente Rajoy y el president Puigdemont, el primero lanzó el que podría considerarse su último misil dialéctico cuando le recordó a su corresponsal que las formaciones promotoras y sancionadoras de la declaración independentista no representaban a la mayoría de los votos catalanes. La Ley D´Hondt, como tantas otras veces, les daba algunos escaños más, pero éstos no reflejaban la realidad global de los sufragios. Era éste, si lo miramos con una óptica escrupulosa, el argumento definitivo para resolver tan grotesco episodio. Es más, ante Europa y el resto del mundo, la imagen de España quedaba a salvo de cualquier ataque basado en consideraciones puramente democráticas. Era una baza que Rajoy podría haber mantenido en la caja fuerte cuanto tiempo hubiese querido. Pero prefirió el riesgo. El análisis de la operación lo dejo a los especialistas. Lo cierto es que el 21 de diciembre se enfrenta a un panorama tan incierto como quedarse desnudo ante una hipotética mayoría de votos, sin precedentes, en las filas separatistas.
Pero hay más. Supongamos —lo cual no requiere demasiada imaginación— que los partidos socialistas español y catalán deciden someter a Rajoy a una moción de censura. Hoy por hoy, con la izquierda radical que reina en el Congreso, tal alternativa sería perfectamente viable. Caería el Gobierno y caería el Senado. ¿Qué composición tendría la Cámara alta de producirse dicho escenario? ¿Perdería también el Partido Popular la mayoría en el órgano llamado a renovar la suspensión de competencias autonómicas?

Hay suposiciones que uno tal vez no debería poner por escrito. Pero cada cual está hecho en su molde, y el mío no es el del mutismo.

Publicado en las nueve cabeceras del grupo Joly el 7-12-17
(Tirada OJD: 60.000 ejemplares)