sábado, 30 de julio de 2016

EL VACIAMIENTO

Si uno repasa el plantel de propuestas de los dos grandes partidos que han protagonizado el régimen actual desde sus comienzos, no se lleva ninguna sorpresa, porque no hay apenas nada que encontrar. De ahí que estemos asistiendo a una guerra por la conservación o la reconquista del poder, y nada más. Los otros, los de reciente aparición, son melones por abrir, y ya se sabe que todos los melones prometen dulzura. Ciudadanos es más socialdemocracia sin contaminar, luego ideas hay pocas en su ideario; son como un begin to begin que nos devuelve al Felipe González prístino de la calle Pez Volador, aunque con menos cara de laboralista y más de niño guapo de primera comunión. Y Podemos (con Unidos o sin ellos) son el típico salvoconducto a la Luna que acaba llevándonos a Marte… si le dejamos. Los separatistas, mejor ni nombrarlos, como la bicha.
Pero de oferta con visos ilusionantes, nada de nada. Llevamos dos convocatorias votando seguir como estábamos con Rajoy o con Zapatero. Inmovilismo propio de estados de pavor porque el futuro económico sigue siendo mucho peor que inquietante. Todo sistema se agota, hasta el de Trajano. Mucho más el de la Seguridad Social. Cuanto había de innovador y por ello sugestivo en la España de 1978 se ha ido agostando a golpe de fraudes, corrupciones, incumplimientos, atentados, decepciones y este interminable túnel del tiempo de la izquierda demagógica que nos retrotrae contumazmente a 1936. Todo se ha hecho anodino y tedioso. Nadie presenta opciones explícitas para encarar el mañana con adhesión a unos ideales movilizadores de vidas y haciendas. Nada de nada. Nihilismo absoluto. Por eso no hay acuerdo. Ya no hay ni tan siquiera mercancía que cambiar.
La última gran traición, la del aborto, fue como una bocanada de muerte para la confianza en los pilotos de la nave. A partir de ahí, puede pasar cualquier cosa en los partidos españoles, es decir en la política española, de hecho ya irreconocible. El órdago separatista tiene enfrente esa nada que apela patéticamente a unas reglas de juego que tampoco existen o que de haberlas son inoperantes, como se demuestra día a día.

El pueblo español sí conserva motivos para seguir caminando juntos y luchar por unas cuantas verdades de justicia. ¿Pero quién representa a esa España viva y dinámica, cargada de ideas y de coraje para emprenderlas? Ahí arriba, desde luego, nadie. Las diferencias son de nombres y las discusiones huelen a cifras nada más. Hay unos paladines del sistema y otros que pretenden cargárselo, eso sí. Pero la atonía, la anemia y el rompecabezas que tiene en vilo a la Nación mientras ésta se descompone en Barcelona suponen la peor receta para navegar en aguas turbulentas mientras un barco pirata, acompañado de su séquito, acecha unas veces por babor y otras por estribor, unas por proa y otras, como recientemente, por popa.

domingo, 24 de julio de 2016

El bloqueo

Pase lo que pase durante los próximos meses en España y fuera de ella, lo cierto es que se apodera de nuestras vidas públicas una extraña sensación de bloqueo que unos asociarán a la calma chicha y otros a la normalidad, según se hallen encuadrados en el redil de los apocalípticos o de los integrados como quería Eco. Para ceñirnos a nuestro país, hemos de reconocer dos cosas: por un lado, resulta evidente que sin renovación gubernamental todo parece funcionar aceptablemente bien; por otro, el bloqueo se traduce en un engolfamiento letárgico que atenúa las preocupaciones encapsulando sus causas. Por ejemplo, la prima de riesgo baja pero la deuda sube. ¿Alguien lo entiende? Los indicadores empiezan a describir esa línea zigzagueante que podría sacarnos del muermo o condenarnos a no saber nunca a ciencia cierta qué está pasando.
Las contradicciones han sido siempre un rasgo distintivo de los partidos políticos, y en una partitocracia como la nuestra no mostrar nunca todas las cartas se ha convertido en una baza para ir ganando partidas hasta la derrota final. El paro baja, pero la destrucción de empleo sube; las hipotecas suben, pero el negocio bancario roza la bancarrota; el consumo sube, pero la confianza empresarial baja. Estamos en puertas de asistir a la gran paradoja: que todo suba y baje al mismo tiempo. El déficit sube, pero no tanto como para que nos multen. El IPC se queda más o menos como estaba —congelado desde hace años— pero los impuestos suben un 13,5 por ciento (hablo sólo de este año y de un ayuntamiento costero de rango medio como el de Isla Cristina). Lo único que todo el mundo entiende es que aquí el que no corre vuela y que algo huele en el ambiente como en la DGT o en Escandinavia.
Hace muy poco me contaban que un conocido socialista incurso en el escándalo de los eres falsos se gastaba en comilonas del orden de 30 euros por comensal en mesas de veinte como quien no quiere la cosa. Aquí muy poca gente ha hecho sus deberes, razón por la cual existe ese marasmo de fondo que ha obligado a repetir las elecciones sin que las posiciones en el tablero se hayan movido, como no sea la irrupción del gran sorpasso que constituye haberle puesto un techo inesperado al retorno de los comunistas. Pero los que engañaban siguen viviendo del cuento, los que robaban siguen haciéndolo —aunque ahora sabemos más cosas gracias al correo electrónico y a la Guardia Civil— y sólo cambia, siempre progresivamente, el porcentaje de nuestro dinero que succiona el Estado en sus distintas instancias.
El bloqueo tiene, no obstante, una raíz “inmaterial”, y es que nadie (y cuando digo nadie me refiero al arco parlamentario) es capaz de anteponer los intereses nacionales a los particulares. España es rehén de un sistema, y sobre todo de una mentalidad, que impide gobernar con libertad, porque desde los distritos municipales hasta la presidencia de las audiencias provinciales, pasando por el largo rosario de puestos públicos hasta llegar al único inmutable, todo, absolutamente todo, está negociado con su correspondiente toma y daca y depende de unos pactos. Muestras: Las alcaldías de Sevilla, Cádiz, Madrid o Barcelona; las comunidades autónomas de Andalucía, Cataluña, Valencia, Castilla La Mancha, Extremadura; algo así como un colador de plazas de mando y asesoramiento que ocupara el espacio aéreo del territorio nacional, como la alcachofa de una regadera encargada de distribuir el presupuesto común.
Esto es un mecano —prefiero eludir lo del castillo de naipes, para no atraer el mal fario— de modo que si cambias una pieza, lo demás no encaja. Va de abajo arriba, así que cuando llega la hora de construir el nivel superior, el del BOE, las leyes orgánicas, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas y de Seguridad y las relaciones internacionales —la economía no sabemos ya dónde se decide— es casi imposible no alterar los demás puntos sensibles del conjunto, con el resultado más temible para un partido: perder dominios.

Si nuestros políticos, y el uso que se ha hecho desde el principio de nuestra Constitución, pensaran en la Patria antes que en nada más, como hacen en otros lugares, otro gallo nos cantara, y se hubiera formado un gobierno fuerte con presidente efectivo desde hace mucho. Pero ya ven: aquí nadie da puntada sin hilo, lo único que importa es la bolsa —la de cada uno, como se acaba de ver con las claves para la elección de la mesa del Congreso— y el partido, ese dios al que todo se rinde y cuyos sacerdotes queman en su altar el incienso del poder para eternizarlo en el podio.

sábado, 16 de julio de 2016

Historiografías vírgenes

Es tiempo de lecturas aparcadas durante el invierno laborable y la primavera sensual. Los que sentimos debilidad por la Historia pasamos entre brisas marinas páginas que siempre nos traen noticias inéditas para nosotros, con la vibración de un periódico atento a la actualidad… de hace décadas o siglos. Nada hay más vivo que la Historia, ya que ésta revive en nuestra mente, en nuestra conciencia, incluso en nuestro corazón en el momento mismo —ahora— de asistir a la “novedad”, de conocer algo que hasta ese acto de aprehensión del pasado, ignorábamos.
Repasando hechos de otrora, he caído en la cuenta de algo que me parece especialmente grave, sobre todo para generaciones venideras (que por otra parte, ya están aquí). Se trata del clamoroso vacío historiográfico que afecta a lo contemporáneo, al menos en España. Y entiendo por tal no lo que nos enseñaron hace cuarenta años que lo era. Uno de los mayores sinsentidos del estudio científico de la Historia es esa clasificación absurda por la que la Prehistoria no es Historia —excuso decir todo lo anterior— y los términos “antigua”, “media”, “moderna” y “contemporánea” se aplican desde la perspectiva de unos señores que ya son también Historia.
Cuando hablo de contemporánea me refiero a coetánea de nosotros mismos. Mañana será otra cosa para los que nos sucedan, pero hoy por hoy es nuestra Historia vital, la que ha acompañado nuestro crecimiento y madurez; incluso la que ha determinado nuestro contexto inmediato, el día a día de nuestra particular historia que se cerrará con el final de nuestros días. Esta Historia casi carece de historiografía, porque lo que hay, al menos de la Guerra Civil en adelante, es más bien un arsenal de libelos antifranquistas a gran escala editorial y un puñado de monografías, de muy restringida difusión, con aroma hagiográfico.
El origen de este fenómeno, como el de tantos otros, hay que buscarlo en la politización de la Universidad, en cuyo seno se ha desarrollado siempre la actividad historiográfica. La Universidad española, que caminaba hacia la verdadera autonomía cuando fue cautivada (como casi todo) por el socialismo rampante, es, hoy por hoy, presa de servidumbre financiera por parte del poder político. En un sistema partitocrático, lo que no gusta a quien tiene la sartén por el mango, sencillamente deja de existir. O sólo se permite que exista cuanto sirve a la necesidad de subrayar los aspectos más siniestros del enemigo. Es una guerra intelectual de la que han sido víctimas los españoles nacidos del año 80 en adelante, los que tenían seis años cuando entró en vigor la nueva legislación educativa y su filosofía partidista de la mano de Felipe González y José María Maravall.
Desde entonces, las Universidades —¿qué decir de los medios de comunicación, sobre todo la televisión, la gran niñera de los nuevos españoles?— o bien investigan y publican sólo las vertientes más negativas del franquismo o bien simplemente silencian cincuenta años de la Historia de España. Esta realidad acaba calando en las demás etapas educativas, contaminando los libros de texto escolares —de préstamo o virtuales— y, por supuesto, la formación del profesorado.
El resultado es un vacío que mutila nuestro conocimiento de unos años que, gusten o no, han modelado nuestra manera de ser, nuestra vida cotidiana, nuestra visión del mundo y nuestra capacidad de educar a nuestros hijos. Claro que también el bienestar económico que hoy se cuartea hunde sus raíces en aquel tiempo que algunos titularon “de silencio”. Y puede que aquí se halle la explicación acerca de por qué no se da a conocer nuestra Historia de la guerra en adelante. Es preferible encargar informas interesados —y salpicados de errores garrafales— para cambiar el nombre a las calles.
Echo de menos que alguien indague en los archivos de las instituciones y corporaciones del Estado entre 1936 y… hoy mismo. Quisiera que alguien me mostrara, de forma divulgativa y a un tiempo respetuosa de la técnica objetiva, qué hicieron la Cortes, los ministerios, la Jefatura del Estado, los Gobiernos civiles, el Ejército, la Justicia, la Iglesia, las diputaciones y los ayuntamientos de cada población española durante ese periodo. Porque en 1939 no se produjo un big bang que detuviera el quehacer de una nación como España. La Historia, como el río de Heráclito, nunca se congela, siendo realmente la misma. Y más allá de que sea preciso conocerla para dominarla y que no repita sus capítulos más funestos, los ciudadanos de 2016 —y los que nos sigan— tenemos derecho (sí, derecho, que no sólo existe el de votar) a saber de dónde venimos, siquiera sea para reconocer los peligros a los que algunos nos pueden llevar otra vez.

Coda: Y sobre todo porque el presente siempre debe interpretarse a la luz del pasado, lo cual puede iluminar numerosas vergüenzas que unos y otros (ya me entienden) desean a toda costa ocultar.

miércoles, 6 de julio de 2016

La Avenida como paradigma del fracaso

Nos vendieron que la Avenida de la Constitución iba a ser recuperada por el pueblo sevillano a través de su peatonalización. Que iba a ser liberada de la odiosa presión de los tubos de escape y de la prepotencia de los automovilistas. Que los viandantes íbamos a ganar en espacio público transitable y que todo iba a ser más idílico, humano y hasta verde. Un tranvía iba a sustituir no a los autobuses sino al metro que el primer Ayuntamiento socialista había parado so pretexto de que se iba a caer la Catedral cuando lo que no había era capacidad de gestión económica. Todo iba a ser de dulce: aire más puro, menos ruido, aceras tan anchas como la calle misma. Nuestros hijos iban a poder disfrutar de su ciudad dejando atrás la oscura costra del pasado inmediato.
Al cabo de los años, ¿qué tenemos? Una argamasa de solanera sin árboles de sombra por la que andar es tan complicado como ir mirando al suelo para seguir la senda tortuosa que unas chapitas (me recuerda a Jacques Tatí) te van indicando para que respetes a: el tranvía, que dispone de su playa de vías y a menudo circula a velocidades incompatibles con el ser humano que va a pie; las bicicletas, que como todo el mundo sabe gozan de una suerte de discriminación positiva que las hace potencialmente siniestras; los cantantes, perroflautas, músicos, patinadores, manteros, artistas de tablaos flamencos, estatuas más o menos demoníacas, equilibristas, prestidigitadores, mendigos y pedigüeños, lisiados o no, venidos de todos los puntos de la Europa comunitaria y más allá, baterías de roqueros, así como un sinfín de cajas acústicas que inundan de vatios el ambiente otrora inundado de motores. Hay también comparsas y chirigotas, habitantes que se arrebujan en los recovecos de los establecimientos donde tienen sus “hogares” de cartones regados con tetras de vinos baratos. Una semana al año, hay cofradías y sillas. Y una vez al año, la procesión del Corpus. El resto del tiempo, nuestro Ayuntamiento, el mismo que hace ondear por encima de las banderas constitucionales la del movimiento transgresor de moda, nos educa con una aliteración de murales fotográficos que valdrán una fortuna y mediante los cuales nos enseña cómo debemos pensar, sentir y comportarnos. ¡Qué gran maestro nuestro Ayuntamiento! Ahora ocupa el escaso espacio que deja el muestrario humano antedicho y los omnipresentes veladores del parque temático para turistas —este sábado sólo para uno— una “exposición” de grandes carteles provocadores. Aconsejo a las familias con niños que tomen la acera de enfrente, la que linda con el Banco de España, si no quieren verse obligados a responder a preguntas harto incómodas y para las que sólo son válidas las respuestas bendecidas por el establishment que administra la actual clase política española, de la que nuestro alcalde, gran cofrade, es un privilegiado exponente. Dicen que es para integrar y acostumbrar a la gente a ver eso como algo normal. ¿Y si la gente no quiere? ¿Cómo se le obliga?

El padre Estudillo ponía en el membrete de sus cartas “Avenida de José Antonio (ahora Constitución)”. ¡Si el gran aficionado taurino, con su sempiterna sotana, levantara la cabeza!