Acaba de morir, cumplido el siglo de vida, un gran intelectual. Pero la sociedad española apenas se habrá enterado, excepción hecha de los avisados por su interés en esclarecer la Historia. Luis Suárez podía lucir uno de los curriculums de historiador más nutridos y sobresalientes del mundo. No exagero. Pero no lo hacía, porque si un rasgo le caracterizaba era su modestia. Era hombre de valores tradicionales, que no quiere decir inmovilistas sino a menudo todo lo contrario. Lo fui descubriendo poco a poco, leyéndolo, naturalmente, porque el profesor Suárez era hombre de la Galaxia Gutemberg —permítanme la expresión— “hasta las cachas”. Por eso digo que en esta galaxia que ya no es la de Marconi sino la del sílice, su muerte, como su vida, no significa nada. Creo recordar que sus publicaciones rebasan ampliamente el centenar, y sólo hablo de libros, no de articulitos de refrito y menos, claro está, de tesis plagiadas. Hace sólo unas semanas que cerraba yo la última página de su Historia de los Judíos, repleta de claves para interpretar correctamente (es decir, de modo realista) una actualidad dramática, como todo el pasado de este pueblo, y manipulada hasta el paroxismo por los “informativos” de prácticamente todos los medios. Antes, había leído, durante los últimos veranos, su monumental obra en seis tomos acerca de Franco y su tiempo, editada por Actas y continuamente salpicada de la misma aclaración: un historiador no debe mostrar su opinión sino el cariz auténtico de los hechos, según sus investigaciones. No era un beato del Caudillo, sino un respetuoso espectador de una época de la Historia de España que ya siempre estará ahí, mal que les pese a los que ahora tienen la sartén por el mango. Pero su honradez, como en otros tantos casos (antes y ahora, ¿siempre tal vez?) le costó cara. Lo bueno de aquel episodio de la Academia de la Historia es que, como lo afrontó ya al final de su carrera, pudo sacudirse la solapa sin inmutarse, y los que quedaron muy lejos de estar a la altura de las circunstancias fueron los académicos, sumisos a un Gobierno (Zapatero) ferozmente antihistórico. Todo vino, teóricamente, porque Suárez calificó el régimen de Franco en la entrada correspondiente del Diccionario Histórico de la institución, como evolutivo desde una dictadura a un sistema autoritario. Eso no gustó en Moncloa, que es la que parte el bacalao del presupuesto académico, como hace con las “oenegés”. Y Luis Suárez se fue con sus conocimientos tomados entre otras fuentes del archivo del Generalísimo, que muy pocos han podido y se han atrevido a consultar, a su terruño asturiano, desde donde finalmente se trasladó a la denostada Benidorm para morir allí, en contacto templado con el Mare Nostrum.
Ahora ya, don Luis Suárez
Fernández es invulnerable a la política rastrera que padece nuestra Patria.
Desde la otra, la Celeste, se sonreirá socarronamente al contemplar cómo sus
libros, su trabajo de una vida centenaria, sobreviven a la miseria humana y
quedan a disposición de aquellos que quieran ser libres —seguramente pocos— por
la vía más perfecta que existe: leyendo. Nos queda ese patrimonio que, por ser
espiritual mucho más que material (incluso virtual, porque el mencionado y
valiosísimo archivo está ya digitalizado) resulta punto menos que
indestructible. Además, dado el amplísimo espectro cronológico que abarcaron
sus estudios —ahí están, por ejemplo, los consagrados a los Trastámara o a los
Reyes Católicos, especialmente a la Reina Isabel de Castilla—ya nadie podría
acusarle de sectario ni de servir a la memoria de un personaje y un régimen
concretos, ni tan siquiera de una época delimitada. Le interesaba todo cuanto
concerniera al pulso vital de España, hoy ciertamente sedicente.