jueves, 27 de agosto de 2015

UNA GRAN HISTORIA DE CINE, SIN IR MÁS LEJOS

A menudo, la Naturaleza imita al arte, que en nuestro tiempo es por antonomasia el séptimo. Acaba de ocurrir de nuevo, muy cerca de nosotros, en los cielos andaluces elegidos por el destino para dar cobijo a un alma separada del cuerpo a tres mil pies de altitud. Una imaginación ardorosa puede poner imágenes fácilmente a la escena: un hombre y una mujer (homenaje a Lelouch) acaban de desayunar en pleno delta del Guadalquivir, rodeados de estero tartesio. Hasta allí arribaron en una aeronave ligera como el viento, hecha para sentir en la piel y los oídos la caricia del azul sobre las alas. Es un aparato casi etéreo, perfecto para que una pareja madura beba los aires mientras goza de sus miradas. Ya lo dijo el otro: amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar dos juntos hacia delante.
Retornan al punto de partida de este fin de semana estival, a orillas del río de la vida, río grande andaluz que desemboca en América. El mismo curso luminoso y acuático que han seguido hasta llegar al estuario del Atlántico les conduce de nuevo a casa, río arriba, como hacían los esturiones antaño para desovar caviar en aguas más frías y que la descendencia se conservase mejor. Una presa acabó con la fauna y con la exquisita industria. Él se lo va contando a ella. Los alardes íntimos de erudición, con tal de no estomagar, han engrasado siempre el amor.
De repente, la misma cabeza que le cuenta historias fluviales que ya son Historia, la que tantas veces ha amado, expresado, besado, volcado el agua de la vida como los surtidores romanos con máscaras intrigantes, cae como un resorte golpeando los mandos. Un grito se funde con el graznido de las aves, en tanto el artefacto ultraligero pierde el control, dando grandes bandazos en el aire. Un nombre vociferado queda como una estela flotando en los confines de la marisma. ¿O ha pasado ya la gran ciudad bajo los pies? Ella no lo sabe. No sabe nada. Sólo que su hombre ha muerto sin avisar. ¿Qué piensa en ese momento una mujer? ¿A qué se aferra? La película no puede mostrar tanto, pero sí sugerir. Que sea el espectador quien ponga su pensamiento a cien. El cine sólo maneja emociones.
Un buen guionista haría maravillas a continuación. Y un buen director no digamos. Haría falta, desde luego, una actriz genial, que no sobreactuase ni se quedase corta, con ese sentido del equilibrio dramático que teje los momentos estelares del celuloide (bueno, vale, hoy del digital). La peripecia está servida. Incluso el cine de catástrofes. No es una producción de gran presupuesto. Los efectos del ordenador hacen milagros. A partir de este momento, lo que era un episodio de pasión cincuentona y placer entre nubes se convierte —como en los grandes filmes de Hollywood— en un reportaje trepidante de superación, en una historia heroica con final agridulce: un aeropuerto internacional cerrado para que esta mujer sola junto al cadáver de su marido pueda tomar tierra, vuelos regulares desviados, otros aficionados y amigos movilizándose en vuelo para escoltarle, la torre en contacto por radio con ella, instrucciones técnicas, ella que intenta recordar cómo lo hacía el piloto que yace a su lado, la desesperación entrelazada con el aplomo femenino, la causa común que en las emergencias devuelve la fe en el género humano, el in crescendo de la tensión, por cada problema resuelto una nueva dificultad aún mayor que las anteriores. Enderezar el rumbo, administrar el combustible, no mirar al compañero, mantener la mente mínimamente despejada, domeñar un sentimiento implacable: la muerte del ser amado, y la inminencia de la propia…
Un helicóptero detestado, el que multa al tráfico desde el aire, se pone también al servicio de la operación de rescate. En él viajan el piloto y un cabo de la Benemérita. Puestos a redoblar el suspense, se podría averiar la radio. Ella tiene que buscar sola la pista del aeródromo y llevar a cabo la letal maniobra. La tripulación del autogiro ve que está errando la ruta: se dirige hacia un camino rural de un naranjal cercano. Comprende que se avecina un final trágico.
Y sucede. La avioneta se estrella al intentar entrar en aquel sendero terrizo. El guardia no lo piensa dos veces. Ordena al piloto que se acerque todo lo que pueda a tierra. Cuando se encuentra a unos metros del suelo, el cabo salta y se arroja a un claro entre la arboleda. Su vida, su oficio, es ése, saltar sobre los problemas sin calcular los riesgos para sí mismo. Se ha hecho daño en un pie, pero corre cojeando hacia la nave siniestrada. Ha estado escuchándolo todo por el canal compartido. Se ha familiarizado con esa voz y comprende tan bien lo que aquella mujer ha vencido que no contempla siquiera la posibilidad de abandonarla a su suerte en ese trance último de la aventura. Sabe que el ultraligero va a explotar en cualquier momento. Sólo tiene que correr. Y lo hace.
Se introduce en el amasijo de materiales. Afortunadamente, hay muy pocos con dureza. No reflexiona. Sólo actúa. Es la consecuencia ineluctable de una cartilla que lleva en su portada la firma del Duque de Ahumada y que conoce al dedillo. Se echa sobre los hombros el cuerpo malherido de la mujer, que está inconsciente. Es como la figura del Buen Pastor, que tantas veces vio en la iglesia de su pueblo. Y corre, corre, corre hasta reventar. La explosión le coge corriendo. Ambos caen al suelo. Se aproximan los auxilios. La banda sonora podría ser la radio con el canal en el que han confluido decenas de voluntarios y profesionales unidos por el firme anhelo, el desafío común, de salvar la vida de una mujer sobrehumana.
El epílogo está cantado: hospital, ella en la cama con los pies vendados y en alto, la cara llena de magulladuras. Pero viva. Se abre la puerta (sólo se oye). Ella sonríe. En la mesilla, un retrato de su esposo. Y muchas flores. Está acompañada por amigos comunes. En la habitación aparece el guardia civil en silla de ruedas, empujado por el piloto del helicóptero. Lo demás es un diálogo. Tiene que ser bueno. La historia es insuperable.
Y algo esencial: un rótulo con voz, que cuente sucintamente la suerte y el nombre de esta mujer y su salvador, así como la rutina de tanta gente como colaboró en la operación. Y dedique la película al marido del que había aprendido a volar. Ya al principio se advirtió que estaba basada en hechos reales.

Ojalá los títulos llevaran la firma de una producción andaluza, aunque los sueños sueños son.

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