Contaba Álvaro Baeza en un ya
lejano libro —empero de palpitante actualidad— que siendo José María Aznar jefe
de la oposición y cuando se disponía a entrar a matar parlamentariamente al
PSOE a raíz del caso Juan Guerra, recibió una notita que sólo ponía un nombre.
Como por ensalmo, el flamante líder del PP enmudeció y apenas pasó de puntillas
por el primer gran escándalo de corrupción de los muchos que arrastra el
partido de los cien años de honradez (“y ni uno más”).
¿Qué ponía aquel billete —je, las
ironías del lenguaje? Según el intrépido periodista, un nombre y unos
apellidos. Pero, ¿qué extraño poder de disuasión contenía aquella identidad
como para reconducir un debate de las Cortes en el que se iba a dejar en el
diario de sesiones huella perdurable acerca de cómo un vicepresidente del
Gobierno puso a su hermano un despacho de la Delegación en Andalucía para
apañar prebendas? Muy grave debía ser lo que aquella rúbrica representaba y de
estopa carnicera. Sabido es —o era, porque a las generaciones que “ellos” han
educado y a las que ahora necesitan para poder gobernar probablemente ni les
suene la historia— que el hombre de teatro, perito industrial y licenciado en
Filosofía y Letras que corrigió las destinos patrios junto al todavía hoy
incontestable Felipe González no se caracterizaba precisamente por su piedad,
aunque fuera el encargado de llevarse bien con los obispos. También es
legendario su archivo mental, donde guarda la dinamita que puede serle útil en
momentos bajos como aquél. En su polvorín tenía un cartucho con el nombre de un
constructor burgalés, amigo del que, años después y nadie sabe muy bien para
qué, se convertiría en presidente del Gobierno de España, y que ya lo había
sido de la Junta de Castilla y León.
Aquella anotación de urgencia que
alguien puso en las manos de Aznar un minuto antes de que compareciera en la
tribuna del Congreso (me muero por conocer al “mercurio”) cambió la Historia de
España, como tantas otras carambolas, o no, que han determinado su curso. Juan
Guerra, o sea, Alfonso, se le fue vivo, y la vida siguió igual, por el momento.
La corrupción debería figurar en
el título VIII de la Constitución en lugar de las autonomías. Ya sabemos que
este apartado quedó pendiente de redacción, como esos balones que se despejan
de frente y voleándolos, a ver dónde caen. En vista de que el consenso era
imposible con los separatistas —los de entonces y los de ahora, que son los
mismos— se abrió la caja de pandora dejando el título ayuno de contenido. Y
ahora estamos pagando las consecuencias en el peor doble filo imaginable: el
independentismo de todos —nacionalistas y españoles— por un lado y la
corrupción regional por el mismo lado. Creíamos —confieso que equivocadamente— que
las autonomías se inventaron para financiar por vía legal a los partidos y
colocar por vías más dudosas cuando no abiertamente perversas, a los afines.
Pero no. Está resultando que la finalidad para muchos era la de saquear España
por el medio que fuera, y si era cobrando comisiones chantajistas mejor.
La dimisión de Esperanza Aguirre
forma parte de la mejor escuela maquiavélica de lo que podríamos llamar
“renuncias carrerilla”. No podía elegir mejor momento para salir de la piscina
partitocrática y encaminarse hacia el trampolín, que hoy por hoy está desierto.
Porque lo que el registrador de Santa Pola ha hecho es ni más ni menos que vaciar
la piscina de votos y arrojarse después llevando consigo a su guardia
pretoriana. ¿También al partido? Lo ignoro. Puede que la dimisión de Aguirre —no
como portavoz municipal, ojo— sea el salvavidas del PP.
Habría mucho que recordar en este
momento. Muchos polvos que remover para comprender estos lodos (Filesa,
Barbero, Naseiro, De la Rosa, Roldán, Argel, Zurich,… espero que se me entienda,
si se peinan canas). Por ejemplo, ¿quién mandaba a Rajoy y su partido emprender
aquella carrera desbocada hacia los estatutos de semiindependencia calcados del
catalán que aprobó Zapatero en tiempos del Pacto del Tinel? El primero, por
cierto, fue el de Valencia, cuando el PP era allí sinónimo de hegemonía. Pero
después le siguieron Galicia, Andalucía… En materia territorial —es decir, en cuanto
a soberanía nacional— Rajoy y sus huestes han cumplido al pie de la letra esos
acuerdos no escritos que han llevado al partido —y a la derecha sociológica
española, de paso— a la ruina. Son los pactos implícitos que reconocen la
superioridad moral de la izquierda y de los “pueblos sin estado”. Es el mismo
espíritu que entregó la fortaleza ideológica del PP, con armas y bagajes,
cuando arrió la bandera de la defensa de la vida —al cambio, la lucha contra el
aborto— o el que arregló la economía subiendo impuestos y reduciendo
drásticamente indemnizaciones por despidos, o el que sigue dejando que
trescientos crímenes etarras sigan sin ser esclarecidos mientras el reloj de la
prescripción corre implacable, o el que no ha hecho nada por que se cumplan las
sentencias del Supremo en materia de enseñanza en castellano, o el que condenó
al dique seco al único portaviones que tenía la Armada española, o, en fin, y
aunque tal vez sea lo peor, el que perpetuó y aún ahondó la dependencia
política del Poder Judicial a través del Consejo General.
Es el PP de la otra corrupción,
la de la traición a los ideales. Pero las corrupciones nunca caminan solas, y
yo soy de los que piensan —supongo que sigo conservando algo de candidez— que
Esperanza Aguirre actúa honradamente, que es sincera, y que tiene la mirada
puesta en el futuro, el suyo y el nuestro, cuando se responsabiliza de lo que
ha sucedido en su casa aunque ella no haya hecho nada de cuanto ahora aflora.
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