Los muros del hospital de Los
Venerables, en Sevilla, lucen los retratos de la Infanta Margarita y de la
Virgen niña aprendiendo a leer con Santa Ana su madre a escala mural,
recibiendo y reflejando la última luz del invierno y los primeros haces de
primavera en pleno barrio de Santa Cruz. Anuncian una exposición que han
visitado más de 100.000 personas, marca máxima entre las muestras de la
Fundación Fondo de Cultura de Sevilla a lo largo de sus veinticinco años de
historia. Es un acontecimiento cultural que desborda las fronteras locales
hasta el punto de haber obligado a desplazar la fecha de clausura hasta el
próximo 2 de abril. Se nos regala así un mes más, el de marzo, para contemplar los
cuadros de Murillo a la vera de los de Velázquez. En Madrid ha ocurrido algo
parecido con El Bosco, al que el Museo del Prado ha dedicado una sala
permanente tras el gran éxito de la exposición temporal, que a lo largo de
cuatro meses (también prorrogada) ha atraído a casi 600.000 visitantes, 100.000
más que la de Velázquez, con lo cual se convierte en la más visitada de la
historia de la primera pinacoteca española.
Los clásicos vuelven, si es que
alguna vez se han marchado. Velázquez es un prodigio de continuidad, tal vez
porque apuntó pronto a la Corte y al hábito de Santiago. O porque viajó y se
perfeccionó en Roma. Murillo ha vivido épocas de postergación. Los gustos son
así de caprichosos y suelen ser empujados por vientos políticos. Ambos
sevillanos, separados por los veinte años de una generación, la muestra
sevillana insiste en emparentarlos, con Velázquez como maestro y Murillo como
discípulo. No sé. Sin duda estamos ante dos adelantados del impresionismo, pero
el uso del color, es decir, el lenguaje acerca de sus respectivas visiones del
mundo y su belleza, es tan disímil… Velázquez mezcla las manchas de negro con
casi todos los tonos de paleta. Murillo desvanece levemente las formas, siempre
luminosas. En todo caso, es interesante compararlos con nuestros propios ojos,
acercarnos y alejarnos, como pintaban ellos, y sobre todo tratar de entender
dos filosofías estéticas que son profundamente andaluzas, barrocas e
introspectivas.
Los diez cuadros de Murillo y
nueve de Velázquez que se exponen en la enfermería —allí habló Borges de una
“generosa y cóncava mañana”— del hospital de Los Venerables Sacerdotes, donde su
fundador y gran amigo del de las Inmaculadas, Justino de Neve, vio cómo se
levantaban los lienzos en blanco que pronto se poblaban de empastes geniales,
conforman una oportunidad única de asomarse a unas obras residentes en lugares
remotos. Me he quedado embelesado escuchando al profesor Enrique Valdivieso
describir a qué debemos el efecto jubiloso de Murillo, aún pintando la escena
de un niño mendigo mientras se despiojaba frente a una ventana en ruinas por la
que entra un raudal incontenible de sol. Era una Sevilla meca del mundo en
plena caída libre, con una inmigración que no encontraba ni techo ni rancho y
que para colmo de males perdió dos de cada tres habitantes en la peste de 1649.
Murillo tenía que hacer el milagro: sacar de las flaquezas la fuerza necesaria
para (sobre) vivir. Y lo hizo con sus ojos y con sus manos. Tenemos en la
exposición un autorretrato cierto y dos muy probables. En todos ellos destaca
una mirada hiperatenta, clavadas sus pupilas en las del espectador o en las del
Niño Dios (¿su mismo hijo en la vida real?). Velázquez acudió al cobijo de la
Monarquía cuando ésta era un imperio todavía floreciente. Y triunfó. Murillo
permaneció en una ciudad en pleno orto (tomo prestado el término del profesor
Domínguez Ortiz), y fue testigo del sufrimiento humano a pie de calle, hasta
trascenderlo en rostros de angelotes y gestos de harapientos zagales cuyos
descalzos pies acumulaban toda la mugre de la “otra” metrópoli.
Tanto el pintor de la verdad (y
su carga mítica) como el de la armonía, nos han estado redimiendo hasta hoy por
la hermosura. Como la de esas manos, tan expresivas como los rostros, que en el
caso de San Pedro se agarran una a la otra, la sangre paralizada por la
crispación, en plena tensión de arrepentimiento. O las que en Santa Rufina
enganchan la cacharrería de Triana como en un juego de bailarinas gaditanas,
acariciando la vista y trasmutando el martirio latente. Así figuran, con todo
acierto, en la cartelería y en la portada del catálogo. Y es que las pinceladas
de los dos autores que dan cima a la pintura española más cuajada logran
sublimar los malos momentos con la untura lenitiva de la emoción salvadora que
proporciona el arte.
Magnífico artículo como todos los tuyos
ResponderEliminarDe la media docena de artículos que le llevo leídos a nuestro articulista, este sobresale en mi opinión con diferencia. Brillante reseña de la exposición que, a través del arte de nuestros dos grandes pintores, permite al articulista prolongar la mirada para iluminarnos la Sevilla del Siglo de Oro.
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