El nombre de Antonio Beltrán no
aparece en los buscadores, al menos no el Antonio Beltrán al que me refiero,
pero estará siempre en el corazón de quienes le conocimos. Por supuesto, su
memoria permanecerá bien arraigada en su familia, que compartió con él las idas
y venidas de la suerte y del infortunio. De todo ello son conscientes las
hermanas de la Cruz, muy vinculadas con ellos. Pero el efecto de su calidad
humana nos acompañará hasta el último aliento a quienes tuvimos el honor y el
privilegio de echar con él buenas y sustanciosas charlas. Era un hombre
modesto, mucho más que cualquiera de sus interlocutores. Sabía escuchar y tenía
mucho que decir. Su vida era trabajar y servir a los demás con la esperanza
puesta en no defraudarles nunca. Eso es muy difícil de encontrar, y más en el
mundo actual. Sin estudios, sus recuerdos eran de jugar al toro en la Alameda.
De hecho, quiso ser torero, y un hermano suyo llegó a debutar en la Maestranza.
Pero su ocupación en la vida fue, sobre todo, de camarero. De alguna manera,
llevar la servilleta como los profesionales de antes guardaba cierta lejana y abstracta
semejanza con el uso de la muleta. Hablaba de los ambientes taurinos con los
ojos perdidos, trasladándose en cuerpo y alma a su niñez, antes de sufrir mucho
y de perder las fuerzas, día a día, de la barra a las mesas del Vía Véneto o
del restaurante del hotel Fernando III, donde le sorprendió otra muerte cruenta
y traicionera.
Fue Antonio también paracaidista,
durante aquellos servicios militares de tres años, y presumía de ello ante las
fotos en sepia (naturales, sin photoshop). Aunque cuando realmente voló a lo alto,
hasta rozar esas nubes sobre las que ya habita, fue en su queridísima Hermandad
de La Carretería, a la que se entregó con la fidelidad de los capilleres
antiguos y el espíritu de un zagal. Velaba por sus Titulares con la veneración
de un ermitaño. Y si tocaba volver a los quehaceres de la hostelería, allí
estaba Antonio, en el bar atendiendo a “la parroquia” con una sonrisa leve en
su semblante, y esos ojillos inquietos husmeando siempre en los rincones, presto
a cambiar un botellín o limpiar una mesa. Nunca faltó de nada en el
frigorífico, y estoy por pensar que alguna vez se le escapó un milagro al
multiplicar las botellas y encontrar espacio donde no lo había. Mimaba los
enseres, con predilección por el imponente paso que hace viable lo imposible en
Varflora cada Viernes Santo. El Cristo de la Salud y María Santísima en sus
advocaciones de la Luz y Mayor Dolor en su Soledad, que eran para él la cima de
la felicidad, sabrán premiarle lo que sin duda sus hermanos no alcanzamos a
ofrecerle. Sus restos reposarán en la cripta de la capilla tonelera, uno de
cuyos últimos miembros gremiales fue pariente suyo. Descanse en paz, Antonio,
con quien compartí tantos ratos de ese lazo que une a las personas más que
ningún otro: la animada conversación.
Antonio Beltrán Risquete nació en
Sevilla el 25 de enero de 1934. Ha muerto tres días antes de su 84 cumpleaños
también en Sevilla. Fue capiller de la Hermandad de La Carretería.
(Publicado en ABC de Sevilla)
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