lunes, 24 de diciembre de 2018

UNA FOTO CON ESTRELLA


Bar La Estrella, en la calle del mismo nombre, establecimiento de hostelería sumamente esmerado, sin resultar pedante, situado en la zona más alta de la Sevilla primitiva y llana. Ofrece una suculenta cocina y un servicio inmejorable. Tal vez por eso está casi siempre al completo. La clientela ayuda mucho a que sea un lugar agradable y plácido: está compuesta en dos terceras partes por turistas extranjeros silenciosos y detallistas y el resto por paisanos finos. Está decorado en dos niveles nítidamente separados: el más bajo es un zócalo de azulejos, antiguos unos reproducidos otros, que le dan un inconfundible sabor a comercio doméstico sevillano. La segunda altura está poblada por una colección de fotografías antiguas de la ciudad que siguen la tradición barroca local del “horror vacui”. Las cabezas de toro que asoman de las paredes completan el exorno del local.
Aquella noche, mi mujer y yo nos asomamos para ver si el azar nos deparaba una mesa libre. Atisbamos al fondo una para dos. Ya sentado, y llevado por mi curiosidad fotográfica, me entretuve en recorrer algunas de aquellas imágenes que formaban una galería de memoria visual remota en el tiempo y próxima en su aparición ante mis ojos.
Fue un instante concreto. Encaminaba esa mirada hacia los ojos del toro cuando los míos se detuvieron como se golpea un clavo con fuerza para fijarlo de un solo martillazo. Ni un músculo cambió de posición, si no fueran los del habla para decirle a mi esposa, una y otra vez: “Me estoy quedando de piedra”. ¿Qué había captado mi atención hasta tal extremo, de hacerme sentir una estatua? Allí, en una esquina, exactamente frente a mis retinas, en el ángulo perfecto para que aquellos personajes dirigieran en línea recta sus caras hacia mí, estaban algunos de mis antepasados.
Yo había recorrido aquella fotografía mil veces. La había ampliado en la pantalla como antaño se hacía con el cuentahilos para comprobar la calidad del huecograbado. Era —es— una de esas fotos animadas, “llenas de vida”, dijo al verla mi compañero Manuel Ferrand, que la escaneó cuidadosamente. Procedía de una placa de cristal tirada allá por los años iniciales del siglo XX. Podría precisar la fecha: el 26 de octubre de 1913. Aquel día, una muchacha de 26 años, Josefa Vera y Olaya, se casaba en la parroquia de San Bartolomé de Sevilla con su tío viudo, José Pérez Basso, un hombre singular a quien he dedicado un libro que espero me publique pronto el Ayuntamiento de la ciudad con las doscientas fotos halladas, también inopinadamente, en un álbum engrosado a lo largo de su vida por este personaje de cuento que trabajó sin cuento hasta hacerse merecedor de una medalla del trabajo… en 1930.
Mi estupor no decayó fácilmente. Mi mujer sintió algo parecido al girar la cabeza. Ella conocía también aquella foto tan marcadamente cinematográfica. Y es que allí estaba la novia, sentada en el columpio de un cobertizo, el día de la boda, y rodeada de la familia. De mi familia. Los que posaban justo frente a mí eran mis abuelos, Julio y Lola. El resto es como una pintura de Velázquez, equilibrada composición, luz justa, ligeramente lateral, gama de grises repartidos como el cuadro de un ballet. Todo se había “improvisado” excepto el trabajo del fotógrafo, que había puesto a cada uno en su sitio, formando diagonales de mayores y más jóvenes, con una niña, Trini, escoltando como dama de honor a la contrayente. Nadie ríe, no ha lugar a las estridencias. Pero todos muestran esa alegría vaporosa de los sevillanos antiguos. El “decorado” es de una casa de “la Ibérica”, en Nervión. Entonces las bodas se festejaban con moderación casera y los matrimonios duraban toda una vida (perdón, dos).
Esta foto fue incluida en un serial del diario ABC de Sevilla, que aún no existía cuando se tomó. De ahí que estuviera colgada en aquella pared frente a la que yo había ido a parar.  Pero, ¿estaba aquella silla vacante para mí aquella noche en aquel lugar por el que yo en otro tiempo pasaba cada día para estudiar periodismo?
Olvidaba decir que el artista que reveló primorosamente con sus manos aquella foto, realizada en una cámara de cajón que él mismo se había fabricado, era mi bisabuelo Pepe, el novio. Por eso él no sale, aunque está en el amor con el que fue hecha.

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