La vida —la política también— es así: cuando todo parecía obedecer a una hoja de ruta inexorable, salta lo inesperado y da lugar a ese movimiento ruidoso y caótico que se produce cuando alguien remueve las fichas de dominó para iniciar una nueva mano. Lo contrario, la sempiterna búsqueda de un centro neutro y aséptico, es muy aburrido. Esta vez, por fin, una profesional de la política —y del periodismo—con sangre en las venas, harta de trampas y emboscadas por parte de sus “aliados” ha actuado con unos reflejos dignos de mayor empresa (me refiero a la Moncloa) y ha evitado en el último minuto que se consumara, al menos por ahora, la toma del poder por la izquierda merced a la llave llamada Ciudadanos. Resulta sobremanera gratificante, una bocanada de aire puro, asistir al renacer de la vida cuando todo parecía ya encarrilado a la fase final del castrismo a la española. Quienes no dejamos de estudiar la verdad que aflora cada día sobre la II República y la Guerra Civil reconocemos los métodos seguidos por los remeros del acoso y derribo a toda derecha que pretenda gobernar como tal más allá de dos legislaturas. Y Ayuso ha sacado la artillería de las cosas claras —aprende, Casado.
Pero más allá de los
acontecimientos inmediatos, es el momento de calar el melón. O el jamón, ya que
hablamos de actitudes pata negra. Veamos. ¿Qué ha provocado toda esta catarata
de terremotos, algo de lo que tanto saben mis queridos granadinos? Algo que
llaman “el pin parental” y que casi nadie fuera de círculos educativos sabe bien
lo que es. En la superficie, tal expresión se refiere a la posibilidad de vetar
determinadas actividades no regladas en los centros docentes si los padres
estiman que pueden lesionar la formación que desean para sus hijos. Aunque el
término sea nuevo, la cuestión es tan antigua como la LODE. ¿Recuerdan? La Ley
Orgánica del Derecho a la Educación o “Ley Maravall”, para entendernos. En
aquellos primeros tiempos del cuplé socialista se inició la construcción del
sistema educativo de nueva planta, que barría al heredado del franquismo. Para
resumir, el Estado se adueñaba del desarrollo intelectual, moral y social de
las nuevas generaciones. La Concapa (Confederación Católica de Padres de
Alumnos) dio la batalla y la perdió. Pero quedó en los ambientes propicios la
imagen latente de Carmen de Alvear movilizando a las masas en demanda de
libertad, la misma palabra por cierto que corearon los diputados de la
oposición —ignoro si los ciudadanitas también— tras la aprobación de la “Ley
Celaá”, el último gran bastión del asalto izquierdista al porvenir de nuestros
más jóvenes compatriotas.
Tengo escrito aquí que si
calculamos la cronología de los políticos más destacados de Podemos, nos
encontramos con que es la primera generación que ha cursado, completo, el
sistema educativo socialista. Claro.
Durante todo este tiempo —casi
cuarenta años ya— el espíritu de la LODE se ha ido apoderando de todo, hasta
llegar al puerto que sus promotores deseaban: una mentalidad general que dé por
supuesto “lo natural” de esta concepción política.
Pero por debajo del río que
vemos, la Historia tiene una vida oculta muy potente, que, como Ayuso, asoma
cuando menos se espera. El debate sobre el derecho de los padres —constitucional
pero previo a la Constitución— a formar a sus hijos moralmente como tengan por
conveniente no ha desaparecido. Ellos, los de la LODE, después LOGSE y ahora
Ley Celaá, han practicado una técnica que siempre les ha dado un espléndido
resultado y que es aplicación de lo antedicho: dar por cerrados los debates que
les incomodan. El principal de todos siempre ha sido el del aborto, en el que
ahora no me voy a detener porque además es obvio y nos lo recuerdan siempre que
pueden: “Eso está superado. Es un debate cerrado.” El del derecho de los padres
a decidir el tipo de educación moral que quieren para sus hijos ha estado
soterrado en un segundo plano. Pero ahí sigue. Y ha sido este asunto, vital
para las familias y crucial para la Patria, el que ha desatado la moción de
censura de Murcia y tras ella, el efecto dominó —nuevamente el juego hispano
por antonomasia— que puede cambiar nuestra Historia. Recurriendo al freudismo,
tan querido por los “progresistas”, cuanto más se ha querido reprimir el
debate, con mayor fuerza lo catapulta la subconsciencia. Y es que, como ocurre
con la cultura, no está escrito que la facultad de cerrar (en falso) o no un
tema controvertido sea monopolio de la casta de los progres.
La fuerza de los “debates
(interesadamente) cerrados” está ahí, indeclinable, acechante, vigorosa y
dispuesta a transformar los estados de cosas humanos, siempre mejorables aunque
ello perjudique los intereses de quienes identifican justicia con falta de
libertad.
Por cierto, el próximo “debate cerrado”
que alguien debería reabrir mediante el ejercicio del poder democrático podría
ser el derecho a la vida del no nacido, junto con su hermana gemela la
natalidad, y del atribulado por pérdida de salud. Ambos son los dos ejes de
nuestro futuro como nación.
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