Mucho se ha escrito —y lo que te rondaré, morena, con permiso de las Montero— acerca de las consecuencias virtuosas que la primera epidemia global puede tener para todos. Como desafortunadamente señaló el Caudillo días después del atentado que costó la vida al almirante Carrero Blanco, “no hay mal que por bien no venga”. Sus palabras seguían la senda de misterio que a menudo encerraban, pero lo cierto es que aquello sólo cabía atribuirlo al nombramiento del sucesor en la Presidencia del Gobierno, nada menos que quien había sido hasta ese momento ministro de la Gobernación, es decir responsable de la seguridad del presidente. Recuerdo bien a mi padre, franquista acendrado, comentando en voz alta que aquello resultaba incomprensible.
Lejos de mi intención revestir
estas líneas de calculada ambivalencia. De sobra sé que el Coronavirus no
admite interpretaciones que minusvaloren su maldad. Pero con todo y con eso,
creo que al menos un efecto positivo sí cabe encontrarle, y es haber conducido
a la Humanidad desarrollada, tan pagada de sí, al callejón sin salida de la
vuelta a lo esencial. Puede que fuera de nuestras fronteras, que siguen
existiendo, sea distinto, no lo sé. Pero lo que es en esta España malcriada que
hace tiempo olvidó de dónde viene y en la que ahora algunos intentan borrar su
memoria para que nunca lo recuerde, necesitaba un zamarreón de primera clase.
Desgraciadamente, la enfermedad se ha llevado la vida y la salud de muchos
españoles. Siempre demasiados. Ahora toca afrontar un panorama económico que
nos va a afectar a todos si es que no nos sume en la desolación. Se alían los
factores internacionales, globales otra vez, con los autóctonos, que nos sitúan
ochenta y tantos años atrás, pues desde entonces no padecíamos un Gobierno
social comunista con apoyo separatista. Es como si los hados estuvieran
refocilándose con nuestro sufrimiento, y lo cierto es que los indicadores
socioeconómicos dibujan un panorama que es cualquier cosa menos halagüeño,
aunque los partidarios del optimismo mágico se empeñen en culparnos de todo a
los agoreros entre los que me encuentro. Justo cuando Austria prepara a su
población para un apagón general de larga duración, la pandemia renace haciendo
temblar a los sanitarios que miran a Inglaterra y su variante “Delta Plus”, y
el G-20 sólo se preocupa de recaudar más y contaminar menos, moviéndose, eso
sí, en interminables caravanas de vehículos blindados y cientos de aviones jet,
aquí en España, con la electricidad por la nubes y una guerra entre vecinos de
los que nos viene el gas a la vuelta de la esquina, con la inflación desatada y
las familias a los pies de los caballos, ¿qué le preocupa a nuestro Gobierno?
Lo ha dicho en la tribuna del Congreso “la chiqui”: la ultraderecha, impedir
que gobiernen en institución alguna de las muchas con las que los presupuestos
riegan a la legión de militantes, simpatizantes y votantes que las ocupan o
dependen de ellas.
Si recopilásemos en un catálogo
la sarta de memeces en las que se va el dinero público, el chorreo de sueldos
para cargos designados a dedo y las plantillas de enchufados en chiringuitos
inútiles —sólo en Andalucía son 32.000, según ha reconocido recientemente la
Junta, incapaz de acabar con la “paralela” heredada de sus antecesores— tendríamos
ante nuestros ojos un inmenso disparate. Ahora, lamentablemente, la epidemia
nos obliga a apretarnos el cinturón y ponernos las gafas de ver. Habituados a
un bienestar sin base real, habremos de renunciar a muchas cosas, es cierto.
Pero tarde o temprano —¿queda tiempo?— las autoridades, los partidos, los
candidatos electorales tendrán que arrojar al cesto de los papeles su
demagogia, tan cara, y centrarse de nuevo en lo básico, en los imprescindible,
en el gran orillado de nuestra sociedad autocomplacida: el sentido común.
Guste o no, actualmente —no sé
mañana, claro está— en España sólo queda una fuerza política con amplia
representación parlamentaria dispuesta a acabar con este estado de cosas. Hasta
hoy, los discursos no parecen haber convencido a la mayoría de que con los
modelos de gasto público y las políticas de prioridades falaces con las que
hemos llegado hasta aquí no hay nada que hacer. A la fuerza ahorcan, señala el
acre apotegma popular. Si los gobernantes se niegan a volver a la austeridad,
será el paisaje creado por el Covid el que la imponga, sin dañar a la libertad,
pero recuperando un valor hasta hoy sepultado bajo toneladas de
sentimentalismo: la lógica. No es casualidad que entre unos y otros quieran
condenar a la Filosofía, como a la Lengua, al desván de los juguetes rotos, y
así que nuestros escolares, universitarios y profesionales del mañana, sólo
entiendan —y a medias— de Matemáticas aplicadas a la Informática. Como
autómatas robotizados.
Preciso dictamen de la situación que estamos viviendo en España. No puedo estar más de acuerdo con el contenido del artículo. Ningún partido ni sus mamandurrios quieren a VOX al ser el único partido que trata de poner cordura y terminar con el despilfarro.
ResponderEliminarSi los que están en la actualidad siguen gobernando y, con la guerra de celos instalada en el PP, mucho me temo que ahí seguirán, no habrá lógica que valga. Echarán la culpa del desastre, que han propiciado, a cualquier cosa que se les ocurra, y los medios, unos sectarios y otros comprados y corruptos hasta la médula, les apoyarán; igualmente seguirán su guerra contra Vox, como el resto de partidos, y continuaremos hundiéndonos aún mucho más. Al socialismo le interesa tener a la población famélica y necesitada de las migajas que, esa clase dirigente y sin alma, les digne conceder. Porque, ¿cuándo el socialismo ha triunfado en una nación donde la clase media viva bien? En ninguna. Crear pobreza y dependencia masivas, son sus objetivos sabedores de que les favorecen y, en eso están.
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