En ocasiones, la tecnologia y la filosofía se dan la mano. A pocos kilometros de una gran ciudad, de las calificadas como del primer mundo, podemos toparnos con el punto de encuentro de los dos extremos entre los que resplandece todo, como el arco voltaico entre los dos polos cuando la electricidad pasa por ellos. Escribo de un lugar llamado Valencina de la Concepción, a poca distancia de Sevilla, población y entorno situados en una atalaya privilegiada, el Aljarafe, comarca en alto. Desde las afueras del pueblo se puede dominar un anchuroso espacio, más allá de la gran urbe, que en días claros ofrece la visión de Carmona, situada a casi cuarenta kilómetros de allí. El conjunto dolménico de Valencina es una concentración de monumentos funerarios construidos hace la friolera de cinco mil años por unos antepasados que buscaban en ese paisaje su aposento eterno. Los arqueólogos llevan más de un siglo explorando sus huellas. En el abarcable y muy pedagógico museo municipal se pueden encontrar algunos vestigios que nos ayuden a reconstruir aquel mundo dedicado a la muerte como máxima expresión de la vida. Aquellos antepasados nuestros trabajaban el cobre que hoy sigue siendo explotado a poca distancia de allí con medios y rentabilidad de vanguardia. Según el profesor José Luis Escacena, que ha estudiado a fondo la zona —240 hectáreas, cuando lo normal en estos casos es que no pasen de 6— tal concentración de monumentos megalíticos (por procedimientos geomagnéticos se han detectado más de cincuenta sin excavar aún) obedece, probablemente, a la existencia de un polo de "peregrinación" para enterrar allí a los muertos de muy diversos núcleos de población. El análisis de la cerámica aparecida señala procedencias muy diversas de la arcilla, desde Villamanrique de la Condesa hasta Gerena, de donde procede también el granito de los dólmenes. Valencina es, pues, un enclave colosal para conocer los hábitos funerarios —es decir, la filosofía existencial— de aquellas gentes que habitaban las costas de un inmenso lago (Ligustino, le llamaron los romanos), cuando las aguas penetraban aún muy arriba del Guadalquivir, desbordándolo permanentemente. Allí recalaban también pueblos remotos de Oriente, lo que daría lugar más tarde al establecimiento de puertos comerciales fenicios, como Spal, el origen de Híspalis y después de Ixbilia/Sevilla. El tesoro del Carambolo, entre tartésico y fenicio, descubierto muy cerca de Valencina, da fe de ello.
Pues bien, en pleno volcán de prehistoria —edades del hierro y
del bronce, neolítico...— he aquí que se levanta un pequeño bosque de altísimas
antenas que salpican de parabólicas y vástagos, a modo de extravagantes plantas
metálicas, el aire de esta necrópolis pentamilenaria. Son los postes de las
telecomunicaciones más modernas: radio, televisión, telefonía, internet...
Están situados en el fondo de saco del extenso pasillo que se abre a Sevilla y
alrededores, en el punto más alto del entorno, hiriendo las estrellas a las que
aquellos pobladores "recién" salidos de las cuevas querían mirar más allá
de la muerte. El alfa y el omega. La hipercomunicación en tiempo real,
auxiliada, claro está, por la IA y por la fibra óptica (la luz y su velocidad,
pasando por encima del tiempo y del espacio), y la realidad sin tiempo, unidas
ambas por la evidencia de nuestra pequeñez disfrazada de grandeza. Hiperbólicos
corredores cubiertos de piedras colosales hasta llegar a cámaras herméticas sin
fin y catedrales de invisibles ondas electromagnéticas multiplicadas hasta el
infinito por la digitalización. Y me asalta una pregunta entre un millón:
aquellos primitivos abuelos nuestros, ¿sabían contar números? Es obvio que sí
sabían contar historias. Hasta no hace mucho tiempo, por esas antenas pasaban
historias sin números (analógicas, les llaman, con indisimulado desprecio, los
tecnólogos), que se vertían en el éter hacia cientos de miles de oídos y ojos
allá abajo, en la ciudad y sus anejos. Llegó la digitalización y todos nos
convertimos en pequeñas antenas, que recibíamos y emitíamos mensajes a todas
horas, utilizando el dedo índice encendido de ET. Ideas circulando por encima
de la tierra, en la que reposan las cenizas de aquellos hombres, mujeres, niños
que recibieron allí sepultura, a los pies de donde se izarían las antenas del
progreso.
Misterios. Poderosos misterios.
Alguien me comentaba, entre el dolmen de la Pastora (así llamado
por haber aparecido en la finca de la Divina Pastora) y las antenas de
telecomunicaciones que cuando se celebraron las primeras elecciones, y después
en cada jornada de comicios, las antenas son escoltadas por tanquetas
policiales. Hay que cuidar que los contenidos, tantas veces triviales, lleguen
a la masa humana de la sociedad contemporánea que, allá abajo, pulula
afanándose por algo —poder, dinero— cuyo valor ha desaparecido para siempre
entre el dolmen y la antena.
Muy documentado y mejor escrito. Mi enhorabuena y afecto.
ResponderEliminarAnálisis cultural, historia y, aún ensayo filosófico, envuelto como siempre en buena literatura.
ResponderEliminarBueno Ángel, me has tocado la fibra sensible: soy de Villamanrique, mi querido pueblo del que salí a los 8 años y donde no tengo antepasados. No conozco a nadie ya: han fallecido. Y a Valencina he ido varias veces a estar con una queridísima familia...que también ha fallecido e matrimonio. Esta vez, como puedes observar, he leído el artículo con el corazón, más que con a cabeza...Gracias
ResponderEliminarDa gusto leer ese verbo sevillano que fluye sin control dando a luz tantas ideas acumuladas en muchos, quizá muchísimos, años de ilustre escribano. Gracias, Ángel Pérez Guerra, por compartirlo.
ResponderEliminar.
¡Qué envidia me da tu amplio conocimiento de la Historia, la Arqueología...lo valioso de la tierra que pisamos! Gracias Ángel, porque además has tocado una fibra sensible, que no hace al caso: Valencina y Villamanrique...mi pueblo natal.
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