jueves, 31 de julio de 2014

VETERANOS DE CINE


Ando enfrascado en un viejo proyecto inacabado que, ahora que he aprendido a manejar el montaje cinematográfico, puede dar lugar a la que sería mi segunda película. El proyecto, como digo, habitaba en un ángulo oscuro de suspensión pero no de olvido, porque las grabaciones están hechas desde hace años. Lo compuse en mi imaginación tras haber conocido a un puñado de hombres, de diversa condición y extracción social, unidos por un denominador común: contaban historias interesantes y sabían contarlas. Sus vidas tenían esa consistencia del hierro forjado que tan bien conocían los gitanos de martinete de la cava trianera. Y es que las habían sacado adelante con dificultad, domeñando la materia incandescente hasta endurecerla a su gusto. O sea, lo contrario de esta cultura delicuescente y desmayada en la que chapoteamos ahora.
Escogí a cinco de ellos y les propuse que relataran sus hazañas anónimas ante la cámara. Lo hicieron magistralmente.
Uno, Feli, era hombre de campo y barbero de pueblo. Persona cabal y despierta donde las hubiera, utilizó la bicicleta, por puro amor a ella, durante seis décadas de su vida. Su verbo ágil y jugoso le había llevado por los caminos de la literatura popular. Y la dominaba airosamente. En la película recita y "se jarta reí" con sus propios versos. Bueno hasta el tuétano de los huesos, yo le he visto llorar en el presbiterio de la parroquia en la que servía como "monaguillo" septuagenario porque un nieto suyo se tenía que operar de un tumor cerebral. Feli le echaba pregones a su Cristo del Crucero desde el balcón de su casa. Es el único de los cinco que nos falta. Cuando murió, le dediqué un artículo titulado "Las campanas de Almadén no tienen quién les toque". Pero lo tengo en esas imágenes y ese sonido perdurables, que son para mí la escuela rural que conocí en sus palabras y su buen humor. Siempre cantando (lo hacía en las hoy increíbles labores de la tierra y cuando le echaba de comer a los animales, que se lo agradecían, según él) y saludándote con la mejor de las alegrías, como si llevara años sin verte. La película está dedicada a su memoria.
El contraste más vivo —aunque secundario, dado el temple hondo de ambos— con Feli lo da Mauricio. Profesional descollante del protocolo público, ha atesorado durante su ya larga vida una biblioteca que heredó de su malogrado hermano y que él ha enriquecido sin pausa. La luce con orgullo emocionado ante la cámara. Estuvo en los grandes fastos de Sevilla desde los años sesenta hasta su no lejana jubilación. Ha conocido a reyes y jefes de estado. Y de hecho, era quien les sentaba en sus puestos ante la galería. Hombre cultísimo, conoce la historia de la ciudad como la palma de su mano, y se afana por servirte con una cortesía de película, que yo he querido plasmar. Viudo siempre fiel a su esposa, la recuerda con los ojos empañados. Además, es vecino mío.
También lo es Jaime, un tabernero, como él gusta definirse, que cuidó durante décadas del bar de su padre —antaño también pescadería de fresco por las mañanas y proveedor de la Familia Real en el Alcázar— en el centro neurálgico de Sevilla. En aquella barra cenábamos mis padres y yo antes de entrar en el fabuloso cine cercano, los sábados por la noche. Otras veces, yo me quedaba en aquel establecimiento, jugando con la flipper y viendo entrar y salir a los clientes, mientras mis progenitores estaban en la sala, pomposamente llamada "Palacio Central", porque la cinta en cuestión era "no autorizada". Jaime ha retenido tantas vivencias de la Sevilla añeja, evoca como si los estuviera viendo a tantos personajes de novela, y lo narra tan estupendamente que su papel en la película es la pincelada perfecta.
Otro Jaime, capataz de Semana Santa, me trae a colación, delante de la Maestranza, sus momentos áureos debajo y delante de los pasos. Él sacaba hasta hace poco el "barco" de la cercana Carretería, un desafío anual a las leyes de la física. Muchos tenemos en la retina su figura erguida y alta, su pelo cano, sus órdenes marciales, que daban la impresión de instruir a un solo hombre, no a los casi sesenta que lleva el paso. Era como si éste se moviera solo, y el capataz pusiera los ojos de ese monstruo ciego con respiraderos que salía de su cueva para surcar los mares de cabezas del Viernes Santo. A varios metros de distancia, con esa delantera despejada como si fuera lo único que necesitaba (territorio), iba derecho al grano, con pocas y viriles voces, y acto seguido, como hacen los toreros en la arena del Baratillo, se daba media vuelta e "ignoraba al toro", sabedor de que le obedecería y seguro de su lance. Él desvela (casi) todos los secretos de sus proezas.
Y Antonio. Capiller de esa misma hermandad, su vida es azarosa hasta extremos inconcebibles. Hay biografías que a uno le cuesta comprender, de rebosantes y sufridoras que son. Antonio —paracaidista en la mili, aspirante a matador de toros, camarero— tiene un caso que marcó su vida y por el que también pasa en la película. Cualquiera en su lugar hubiera perdido la cabeza. Pero cuando ésta se encuentra tan bien amueblada como la suya, se defiende trabajando, que es lo que hizo este hombre, absolutamente vulgar y que sin embargo tenía tantas cosas que contar y tantas fotos antiguas que comentar. Hecho a sí mismo, firme en sus ideas, buscador tenaz de mejores horizontes, tropezó con el infortunio pero le puso buena cara, y sin haber pisado una escuela posee esa exquisita educación que tenían las clases humildes.
Los cinco magníficos, los llamo yo para mis adentros. Seres humanos a los que nadie dedicará una calle, ni serán top ten de nada… salvo de sus familias, de sus amigos y de este modesto y tardío director de cine que no se resigna a dejarlos perdidos en el bosque de la indiferencia de una sociedad de masas acostumbrada a sepultar a los mejores en la oscuridad del "ese no es nadie". Juan Nadie he firmado durante mucho tiempo mi dirección de correo periodístico, como aquel personaje de Gary Cooper. Puede que algún día se hagan famosos. Quién sabe.

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