(Publicado en periódicos del Grupo Joly el 3/8/16)
Si les coge de camino Madrid para cruzar hacia latitudes más frescas del Orbe, no lo duden: visiten la exposición de El Bosco en el Museo del Prado, y lleven tiempo en las alforjas, porque además de requerirlo la calidad singular de lo expuesto, hay que sacar la entrada con horas de antelación. Para los catadores de arte es una orgía de los sentidos —nunca peor dicho— y para los curiosos en general un baño de cultura viva. Nada importa que las tablas estén fechadas hace más de medio milenio. Su actualidad no puede ser más rabiosa.
Por ejemplo, sus monstruos. El
maestro se especializó en esa fauna contra natura que fascina por lo bien que
dibuja el mal. Desperdigadas por las salas de nuestra universal pinacoteca,
aparecen ante nuestra vista los bosquejos que Jerónimo Bosch fue elaborando
paciente y reiteradamente —con la obstinación de tiempos turbulentos como
pocos— para llevarlos a sus composiciones precursoras del surrealismo. Si
queremos saber lo que inquietaba al primer antepasado de Dalí, vayamos al
Bosco.
¿Y dónde radica la actualidad de
este pintor nórdico que prefirió viajar en el subconsciente humano y en los
misterios de su condición antes que por cortes y episcopados? Sin duda en la
locura como expresión de la perdición. El mismo desquiciamiento que Allen
palpaba en sus películas bajo la piel del mundo contemporáneo, actualizando
fondo y formas buñuelianos. Los neurotransmisores no funcionan como es debido,
y por si lo olvidamos, llevados por una especie de alzheimer voluntario, cada
día se nos recuerda con creciente ferocidad. Estulticia y pecado van de la mano
en la obra del Bosco… y en la Humanidad del siglo XXI. En esto, el desarrollado
y progresista Occidente también lleva la delantera, aunque el Califato le retenga
de las ropas para devolverlo a la locura de un Medievo que nadie caló y supo
perfilar con tan esmerada intuición como el genio reunido históricamente en el
Prado.
Como nos han repetido tantas
veces, el arte, cualquier arte, se nos muestra en dos niveles, que podríamos
asimilar al consciente y al subconsciente. Podemos recorrer la exposición
madrileña que agavilla obras dispersas por todo el mundo y también
pertenecientes al museo madrileño como autómatas acumuladores de una erudición de
masas estabuladas. O podemos ir más allá, y bucear en los colores, las
composiciones, el universo que se nos presenta en busca de referencias
intemporales, planetarias, incluso cósmicas en las que resuenan los ecos de
nuestros ancestros o tal vez de dimensiones preteroprimitivas escondidas en la
famosa noche de los tiempos. Sonidos que rebotan a través del destino humano y
llegan a algún lugar de nuestro yo mientras contemplamos estos hallazgos
artísticos, como cuando arrimábamos la caracola a nuestros tiernos oídos inmaduros.
El Bosco se obsesionó con una
advertencia, como los profetas del Antiguo Testamento, aunque él supo escuchar
mejor el mensaje bajo los signos de la Vida de Cristo (como Kempis). Lo que nos
lanza una y otra vez, y por encima de todas en su visión del Jardín de las
Delicias es una reflexión que hoy necesitamos más que nunca, porque éste es el
momento que nos ha tocado vivir: ¿a qué desperdiciar nuestra existencia cayendo
como cuerpos muertos en abismos de sinsentidos? No es extraño que los
neurotransmisores de los más osados, llevados por los demonios hasta los
precipicios del terrorismo suicida, respondan con monstruosidades a otras que
cometemos a diario sin darnos cuenta.
Los autores de tantas vilezas
indescriptibles como asaltan las páginas de los periódicos a diario y otras
muchas que se cometen a la sombra de la rutina, aúnan en sus actos vesania y
frenesí, al igual que los personajes del Bosco. Enajenados por un absurdo
patológico, enarbolan banderas que no entienden pero que sirven a otros para manipular
sus cinturones explosivos o sus armas blancas o negras a distancia suficiente
para seguir manejando los hilos. Sintetizan todas las locuras y todos los odios
en la sangre que funden con la de sus víctimas.
En el susodicho Jardín de las
Delicias, que parte del Paraíso (de ahí el título) para llegar al Infierno tras
pasar por el reino de las pasiones lujuriosas, el Creador departe amigablemente
con Adán y Eva, aún desnudos en el Edén. Tiene su mano en la muñeca de ella,
con indecible ternura. Entonces todavía prevalecía el sentido común y la
inteligencia, es decir, la bondad y la esperanza. En el Bosco, como en todos
los reinventores del alma humana, el tiempo no existe. ¿Vivimos hoy en un
Paraíso que se nos va de las manos? ¿Podríamos retenerlo de alguna manera?
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