sábado, 13 de agosto de 2016

El Bosco y los neurotransmisores

(Publicado en periódicos del Grupo Joly el 3/8/16)

Si les coge de camino Madrid para cruzar hacia latitudes más frescas del Orbe, no lo duden: visiten la exposición de El Bosco en el Museo del Prado, y lleven tiempo en las alforjas, porque además de requerirlo la calidad singular de lo expuesto, hay que sacar la entrada con horas de antelación. Para los catadores de arte es una orgía de los sentidos —nunca peor dicho— y para los curiosos en general un baño de cultura viva. Nada importa que las tablas estén fechadas hace más de medio milenio. Su actualidad no puede ser más rabiosa.
Por ejemplo, sus monstruos. El maestro se especializó en esa fauna contra natura que fascina por lo bien que dibuja el mal. Desperdigadas por las salas de nuestra universal pinacoteca, aparecen ante nuestra vista los bosquejos que Jerónimo Bosch fue elaborando paciente y reiteradamente —con la obstinación de tiempos turbulentos como pocos— para llevarlos a sus composiciones precursoras del surrealismo. Si queremos saber lo que inquietaba al primer antepasado de Dalí, vayamos al Bosco.
¿Y dónde radica la actualidad de este pintor nórdico que prefirió viajar en el subconsciente humano y en los misterios de su condición antes que por cortes y episcopados? Sin duda en la locura como expresión de la perdición. El mismo desquiciamiento que Allen palpaba en sus películas bajo la piel del mundo contemporáneo, actualizando fondo y formas buñuelianos. Los neurotransmisores no funcionan como es debido, y por si lo olvidamos, llevados por una especie de alzheimer voluntario, cada día se nos recuerda con creciente ferocidad. Estulticia y pecado van de la mano en la obra del Bosco… y en la Humanidad del siglo XXI. En esto, el desarrollado y progresista Occidente también lleva la delantera, aunque el Califato le retenga de las ropas para devolverlo a la locura de un Medievo que nadie caló y supo perfilar con tan esmerada intuición como el genio reunido históricamente en el Prado.
Como nos han repetido tantas veces, el arte, cualquier arte, se nos muestra en dos niveles, que podríamos asimilar al consciente y al subconsciente. Podemos recorrer la exposición madrileña que agavilla obras dispersas por todo el mundo y también pertenecientes al museo madrileño como autómatas acumuladores de una erudición de masas estabuladas. O podemos ir más allá, y bucear en los colores, las composiciones, el universo que se nos presenta en busca de referencias intemporales, planetarias, incluso cósmicas en las que resuenan los ecos de nuestros ancestros o tal vez de dimensiones preteroprimitivas escondidas en la famosa noche de los tiempos. Sonidos que rebotan a través del destino humano y llegan a algún lugar de nuestro yo mientras contemplamos estos hallazgos artísticos, como cuando arrimábamos la caracola a nuestros tiernos oídos inmaduros.
El Bosco se obsesionó con una advertencia, como los profetas del Antiguo Testamento, aunque él supo escuchar mejor el mensaje bajo los signos de la Vida de Cristo (como Kempis). Lo que nos lanza una y otra vez, y por encima de todas en su visión del Jardín de las Delicias es una reflexión que hoy necesitamos más que nunca, porque éste es el momento que nos ha tocado vivir: ¿a qué desperdiciar nuestra existencia cayendo como cuerpos muertos en abismos de sinsentidos? No es extraño que los neurotransmisores de los más osados, llevados por los demonios hasta los precipicios del terrorismo suicida, respondan con monstruosidades a otras que cometemos a diario sin darnos cuenta.
Los autores de tantas vilezas indescriptibles como asaltan las páginas de los periódicos a diario y otras muchas que se cometen a la sombra de la rutina, aúnan en sus actos vesania y frenesí, al igual que los personajes del Bosco. Enajenados por un absurdo patológico, enarbolan banderas que no entienden pero que sirven a otros para manipular sus cinturones explosivos o sus armas blancas o negras a distancia suficiente para seguir manejando los hilos. Sintetizan todas las locuras y todos los odios en la sangre que funden con la de sus víctimas.

En el susodicho Jardín de las Delicias, que parte del Paraíso (de ahí el título) para llegar al Infierno tras pasar por el reino de las pasiones lujuriosas, el Creador departe amigablemente con Adán y Eva, aún desnudos en el Edén. Tiene su mano en la muñeca de ella, con indecible ternura. Entonces todavía prevalecía el sentido común y la inteligencia, es decir, la bondad y la esperanza. En el Bosco, como en todos los reinventores del alma humana, el tiempo no existe. ¿Vivimos hoy en un Paraíso que se nos va de las manos? ¿Podríamos retenerlo de alguna manera?

Publicado en los nueve periódicos del Grupo Joly (primer grupo editorial andaluz)

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