miércoles, 7 de septiembre de 2016

LA GRAN CUESTIÓN AUSENTE

(Publicado en los nueve periódicos del Grupo Joly el 31/8/16)

Los políticos españoles se han especializado en el arte de la evasión. Discuten hasta la saciedad acerca de cuestiones que les conciernen básicamente a ellos, incluyendo las llamadas, más o menos retóricas, a trabajar por España, pero lo cierto es que olvidan problemas puntales —no puntuales— que afectan a la vida cotidiana de esa opinión pública cuya voluntad, tal vez por lo mismo, ni se inmuta cuando llega la hora —cada vez más frecuente— de elegir en las urnas. Uno de esos polos de preocupación es la (in)seguridad ciudadana.
Recuerdo que el trayecto, de 40 kilómetros, entre el aeropuerto londinense de Gatwick y la capital del Reino Unido me impresionó por algo que no tiene nada que ver con los atractivos presumibles para un turista español: la ausencia casi absoluta de rejas en unos grandes ventanales —los típicos miradores victorianos— pensados para dejar que entre la escasa luz natural del entorno, preservando en todo momento la más ancha sensación de libertad. Algo parecido me ocurre cuando veo los jardines domésticos de USA. Para mí, andaluz criado entre indeclinables oleadas de robos con intromisión en las moradas —destino que acompaña a mi generación desde que dimos el salto a la ciudadanía adulta— aquella visión inglesa a través de las ventanillas del monovolumen que nos trasladaba a nuestro céntrico hotel fue una sorprendente experiencia de pura envidia. ¿Por qué allí sí y en mi tierra no? Lo confieso: sentí vergüenza y envidia.
Después, he tenido ocasión de sufrir otras veces el zarpazo del delito, sin violencia gracias a Dios, salvo que tengamos en cuenta la angustia y el miedo que lleva implícita cualquier agresión a la propia integridad. La última vez ha sido hace sólo unos días. Alguien ha robado a mi hijo y a un amigo sus macutos en la Feria de Málaga, conteniendo móviles, documentación y dinero. Habrá más, con toda seguridad. Recuerdo haber recibido un reproche policial al presentar una denuncia porque mi casa carecía de reja en un hueco alto. Los otros seis vanos sí las tenían. No pude reprimirme: “¿Quiénes son los que deben vivir entre barrotes?”
La delincuencia irrumpió masivamente en nuestros hogares al calor de la droga allá por los años en que no todo el mundo supo asumir sus derechos con respeto hacia los demás; es decir, con un alto sentido de los deberes cívicos. Y llegó para quedarse. La insuficiencia policial y judicial, de origen político, ha dejado que la pleamar, tanto en el campo como en la ciudad, ahogue hoy por hoy las garantías constitucionales que deben consagrar la auténtica paz social.
Pero, obviamente, ambas esferas no tienen en su mano la solución última a este clima de amenaza para la tranquilidad de la inmensa mayoría. Son los políticos, a través de sus partidos, los que siguen sin atender a la obligación más esencial que comporta su vocación: el bien común, que empieza por la defensa de la seguridad ciudadana. Vivimos tiempos de contadores informáticos. Sería interesante que algún cibernauta nos informara acerca de cuántas veces ha salido el tema —en cualquiera de sus variantes— a lo largo de las dos últimas campañas electorales. Incluso, yendo más allá, qué lugar ha ocupado en el ránking de los debates, proposiciones y decretos registrados durante las últimas legislaturas. Las conclusiones serían, probablemente, desoladoras. La razón la deduce un niño: no les interesa. Es un hueso duro de roer. Se ha acumulado demasiado tiempo sin poner manos a la obra. Hay demasiados estudios teóricos sobre la mesa. La población reclusa es desbordante. Y las excusas —paro, exclusión, desigualdades, crisis educativa, familias desestructuradas, bandas organizadas, influencia perniciosa de los medios… — abrumadoramente ciertas como para que alguien se atreva a proponer o ensayar remedios nuevos y mejores.

Mientras, el día a día de los españoles sigue tropezando con ese temor latente u operante que solivianta y empaña con cansina insistencia el equilibrio de las relaciones personales. Sin caer en demagogias: que levante la mano quien no haya tenido más o menos cerca o en sus carnes un caso de inseguridad —a menudo flagrante—. La democracia nace de la confianza. No sólo de la que depositamos cada cuatro años en nuestros gobernantes, sino de la que éstos hayan sido capaces de suscitar al cabo de los cuatro siguientes. La temperatura —la calidad— de esa convivencia real la da no sólo que si el timbre suena a las cinco de la mañana sea el lechero, sino que cuando oímos crujir algo desde la cama sea el termostato del frigorífico.

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