viernes, 10 de marzo de 2017

REALISMO MÁGICO EN EL CALLEJÓN DE LOS POBRES

A esa hora de los ángeles, no de las brujas, en que el sol vespertino cae sobre la ciudad acariciando su cuerpo previamente templado por el mediodía de las estaciones cálidas, me sucedió algo que tiene mucho de cuento soñado, sobre todo porque no hay nada en él que no pertenezca al reino verificable de lo que llamamos verdad. Acudía yo a una cita fría y convencional con los números, pero no con su cariz esotérico, o al menos sentimental, sino con la cara árida del elemento mercantil. Un matiz que hablaba de vinculaciones con el mundo de la escuela y el hecho de que mi esposa sufra como docente los azotes de este tiempo antididáctico y asilvestrado, no exento además de maldad, me indujeron a marchar. Pero, en el último instante, cuando ya me hallaba a la puerta de la sala, dos rostros hostiles me disuadieron. Cada día soy más partidario de no dejar las cosas para una segunda ocasión, porque ésta rara vez se presenta. De modo que cambié de opinión sobre la marcha y me senté en un banco del que antaño se conocía como “Callejón de los Pobres”, y que hoy está flanqueado por sendos bancos, de los otros, a sus márgenes.
El quiebro abrupto que di a mi tarde me situó en la mejor suerte que nos puede acompañar: vagar sin rumbo disfrutando de cuanto nos rodea. Dejé que la mirada se posara donde y cuando quisiera: transeúntes de esa otra forma de ejercer la mendicidad que es el consumismo desbocado, colas de autobús, niños que juegan a la vida, jóvenes que se juegan la vida en un encuentro con perspectivas de futuro. A mi alrededor, otros bancos ocupados por otros habitantes de la rueda de la fortuna. Fue entonces cuando sucedió el prodigio. En la turbamulta de sonidos que llamamos urbe, uno casi nunca repara en uno determinado. Voces, frenos, motores, cierres metálicos, ladridos, llantos infantiles, incluso el viento llevan su curso sin que a nuestros reflejos se les dé un ardite. Esa tarde, a la hora de los ángeles y de los pájaros, cuando la tibieza de las cosas requiere amor, a mí me sorprendió en los oídos la repetición de un pasaje musical. Tal vez la modestia del instrumento había hecho que prescindiera de atenderle la primera vez. Pero la insistencia y la cercanía me hicieron girar la mirada. Y lo que hallé fue esto: En el banco de al lado, un hombre entrado en años —después supe su edad, 84, aunque nadie lo diría— soplaba su armónica, hacia dentro y hacia fuera, interpretando una melodía de Haendel, la música acuática para más señas.

Lo hacía como lo más natural del mundo, sin desconectar en absoluto del entorno, siguiendo las reacciones de los demás, entre los que muy pocos le dedicaban un segundo de su tiempo. Resultaba inaudito y sin embargo, él tocaba como si respirase, aunque en el rabillo de sus ojos se dibujaba un asomo de travesura inocente. ¿Una locura? ¿Un gesto de rebeldía? ¿Simple felicidad, loca y rebelde? Intenté cruzar una mirada y sonreírle de complicidad. Pero él vivía su mundo sin esperar aplausos ni aceptaciones. Sólo tocaba su armónica, sin apartarse ni un ápice de la corrección de las notas. Después supe que no sabía música, que tocaba de oído, que le gustaban también las rancheras y la zarzuela. Supe que había trabajado toda su vida en un banco, como los que nos escoltaban amenazadores. Por unos minutos, el realismo mágico había cobrado carne y sangre. Le ofrecí una tarjeta, sugiriéndole que me llamara si pensaba que podía poner banda sonora a algún cortometraje. Le abrumaba la idea. Él era como un gorrión gordo (siempre me he preguntado por qué recompuso el poeta sus rimas perdidas bajo el título de “Libro de los gorriones”) caído de uno de los árboles que mediaban entre el cielo terso de la Sevilla marcera y nuestras cabezas anónimas, encendidas a ratos por el candor de la música —después tocó la Primavera de Vivaldi— y ese viento solano del buen tiempo en la tierra de Justas y Rufina —alfareras y mártires—, de Trajano y Adriano —ahí es nada—, de Isidoro y Leandro, de Fernando y Alfonso su hijo sabio, de Bécquer y de Cernuda, de Velázquez y de Murillo, de Castillo y de Turina, de Don Juan y de Mañara, de Carmen y del Gran Poder. Y esa tarde, también de un amigo fugaz que venía como de otro mundo y que hoy, al cabo de unos días, pienso que nunca estuvo allí ni sonó su armónica —“tengo dos, ésta es bitonal, y la otra cromática”—, y que no tomó finalmente el autobús 40 camino de lo que un zumbón de la Alameda antigua llamaría “el otro barrio”, destino que, casualmente, era también el mío, donde hallé, cuando yo habitaba una realidad mágica llamada juventud, el amor de mi vida, la otra piel que acaricio, la que me arropa, anima y nutre. 

1 comentario:

  1. El escritor sumerge al lector en su mundo poético, comunicándole las emociones, sentimientos y pensamientos que le embargan al contemplar una escena callejera. Nos habla en su encuentro con un músico anónimo, al sentirse vagabundo por unos momentos, de su calidad humana. Nos describe todo un mundo, donde se anudan la Sevilla de siempre con la de hoy, con una bella prosa poética.

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