martes, 4 de septiembre de 2018

IDEAL Y MATERIA



Con este mismo título escribí mi segundo artículo publicado en Prensa. Se trataba de un larguísimo texto que ocupaba una plana completa del tabloide sevillano “Suroeste”, sucesor del “Sevilla” cuando los periódicos de la cadena del Movimiento intentaron sobrevivir en offset como “Medios de Comunicación Social del Estado”. Lo cierto es que un imberbe Ángel Pérez Guerra depositó en el buzón sus papeles con la ilusión de ver convertidos los teclazos de la Olivetti Studio 45 que conservo como oro en paño en letras de molde, negro sobre blanco de aquel rotativo que nunca llegó a despegar en una sociedad recién estrenada tras la muerte de Franco.
Jugaba yo en aquel artículo a filosofar, con toda la pedantería adolescente de mis 16 años, sobre una cuestión que intuía grave. ¡Y tanto! Como que cuarenta y cuatro años después sigue siendo la misma gran cuestión que nos ocupa, en el fondo de la hojarasca que pisamos. Recuerdo mi alegría desbordante, aunque contenida (que uno fue a un colegio de pago) que me recorrió al comprar aquel número de “Suroeste” en el quiosco que aún existe al enfilar el puente de Isabel II o de Triana, a escasos metros de mi casa. No me lo podía creer. Ya me habían publicado mi primer artículo, bajo el título “Cuando algo llueve” (así comenzaba, y seguía “a nadie satisface y a todos anega”). Pero el anterior era una reflexión corta, aunque es verdad que conserva, también, toda su actualidad. Éste que nuevamente me editaba aquel gran profesional que fue Manuel Benítez Salvatierra era, amén de mucho más extenso, más ambicioso, profundo y completo. Y ahí estaba, ante mí, desplegado a toda página sin recomendaciones y referencias de por medio, espontáneamente enviado y publicado —era de suponer— por méritos propios.
Tal vez aquel día se decidió mi vida, porque la he dedicado, cuantitativamente al menos, al periodismo. Hoy, como digo, y pese a que me resisto a releerme, la clave de aquel artículo continúa lozana en mi mente porque lo está en la sociedad en la que vivo. Acabo de leer la “Apología de Sócrates”, escrita por Platón, su gran discípulo y amanuense. Como es sabido, el inspirador de la escuela académica griega, de la que venimos, hace ahí un alegato de condenado a muerte por la democracia ateniense que sigue siendo veinticuatro siglos después una puesta en evidencia vital del gran engaño que es el sofismo —en nuestro tiempo y lugar revestido de materialismo. Lo que mi ignorancia, que con tan corta edad multiplicaba aún a la que arrastro hoy, no impidió descubrir a mi lucidez, esa oposición nata entre las dos únicas grandes posturas ante la existencia, el idealismo moral y el realismo pragmático, está hoy tan presente en la vida pública y privada de los españoles —también de los occidentales en general— que se podría aplicar el discurso socrático íntegro a la política nacional sin que rechinara una coma. Modestamente, también mi atrevimiento verbal de hace casi medio siglo sigue en pie. En él mencionaba, como aplicación histórica inmediata, a Francisco Franco y a José Antonio en términos encomiásticos. Alguna vez he temido, lo confieso, haberme dejado llevar por un entusiasmo demasiado subjetivo y pasajero. Agradezco a don Pedro Sánchez Pérez-Castejón y sus ministras y ministros la reafirmación en aquellas manifestaciones. Aprovecho que todavía no es delito para expresarlo: La España que nos dejó el Jefe del Estado General Franco fue, además de nuestra matriz cultural, el cimiento de la democracia y el más esperanzador ejemplo de reconciliación de nuestra Historia. Nada perfecto, desde luego, pero ¿calificamos lo que ha venido después? Mejor no.
El ideal sigue luchando, cuerpo a cuerpo, con la materia, como bien proclama San Pablo, y el mismo Cristo si me apuran. Uno de ambos debe vencer cada asalto siempre, y por eso hay épocas presididas por un romo y miope materialismo, como la que ha implantado en España el marxismo omnipresente, y otras, como la franquista, en las que algo tan inútil como la mayor cruz de la Tierra campeó sobre los últimos restos de hombres confundidos por el odio que no pudieron sobrevivir a las armas. Quienes sí lo hicieron edificaron un gran mausoleo en su memoria, con la mejor intención de disuadir a otros tentados por los mismos errores. Y el gran impulsor de todo eso —guste o no— se llamó Francisco Franco Bahamonde.

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