"El primero de los derechos humanos es la libertad de
no tener miedo. No tengáis miedo" (Rudolph Giuliani)
Lo cuenta Oriana Fallaci en su libro "La rabia y el
orgullo", que recomiendo vivamente a todos en estos momentos críticos para
Europa. El entonces alcalde de Nueva York lo dijo dirigiéndose a los equipos de
rescate y reconstrucción de la zona cero donde yacían los restos de miles de
víctimas del ataque a las torres gemelas. Era una reacción valerosa en tiempo
real al gran desafío terrorista. Y los Estados Unidos resurgió de las cenizas, respondiendo
al reto con ese ánimo que sólo la joven nación americana es capaz de imprimir a
sus gestas. Porque la verdad—lo escribía obsesiva y tenazmente la periodista
italiana en 2002—es que Europa está muerta. Mucho más hoy que entonces, más
cautiva de sus propias automutilaciones en primer lugar y de la nueva invasión
islámica después.
Algunos, pocos, llevamos mucho tiempo clamando por la
natalidad en Europa. Y la primera forma de natalidad debería ser desechar el aborto.
Pero nuestras prédicas caen, sistemáticamente, en saco roto. Así, no es extraño
que los musulmanes, mucho más conscientes que nosotros de lo que procrear
supone para la autodefensa, estén pasando a la ofensiva, porque nos ven
débiles, y probablemente lo somos.
En primer lugar, como digo, demográficamente. Pero también
en otros aspectos, en el famoso "desarme moral" al que los europeos
vienen asistiendo desde hace décadas sin hacer nada por evitarlo. Partiendo de
la complejidad de todo esto, que reconozco sin paliativos, existe un mal de
fondo que da impulso a cualquier elemento extraño que venga a perturbar nuestra
"paz social", y es el profundo anticristianismo de todas las
tendencias ideológicas contemporáneas en Europa. ¿Por qué esta animadversión,
un tanto patológica? Habría que bucear mucho y no es éste el espacio más
apropiado para hacerlo, pero sí podemos aproximarnos al concepto de
irreverencia como origen de no pocos problemas que ahora afloran con
virulencia.
La revista masacrada en París gusta de esa transgresión,
como tantas otras corrientes actuales. Da igual que se cebe con el Corán o con
la Biblia, lo cierto es que desde el hagiografiado mil veces mayo del 68—el
verdadero punto de lanzamiento de esta manía denigratoria de las religiones—la
izquierda europea (que ya ocupa casi todo el espectro político parlamentario)
disfruta hiriendo cuanto huela a trascendencia, al igual que le encanta
humillar a todo lo anterior a sí misma.
Lo cual no significa, en absoluto, que nadie tenga derecho a
tocarle un pelo a nadie. Lo único que afirmo es que todas las violencias no son
físicas, y que a veces las morales resultan al menos tan dañinas como aquéllas.
Criticar no es ofender. Satirizar, a veces, sí. ¿Se debe ser libre para
escarnecer? Lo dudo. Pero en todo caso deberían haber sido las autoridades
legales las que pusieran dique a las injurias, no—obviamente—una panda de
criminales armados.
Por otra parte, a la presión de culturas extrañas se resiste
con las culturas propias, nunca con la misma agresividad que practican los
nuevos cruzados medievales de la Media Luna. Europa renunció—en contraste con
USA—hace ya mucho a su identidad. También lo recordaba hasta la saciedad la
Fallaci, atea militante, desde su exilio neoyorquino. Y el desastre, en mi opinión,
tiene ahí su raíz, en la dejación irresponsable de los mismos que el domingo se
manifestaban contra el terrorismo islámico. Ellos han conseguido, a base de
nihilismo, dos cosas: abrir de nuevo la puertas de Occidente al imperialismo
mahometano y degradar de tal forma la política democrática que sólo el
extremismo rojo—de momento—parezca tener futuro.
Pero esto es materia de otro artículo.
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