martes, 13 de enero de 2015

LA FRUTA MADURA

"El primero de los derechos humanos es la libertad de no tener miedo. No tengáis miedo" (Rudolph Giuliani)

Lo cuenta Oriana Fallaci en su libro "La rabia y el orgullo", que recomiendo vivamente a todos en estos momentos críticos para Europa. El entonces alcalde de Nueva York lo dijo dirigiéndose a los equipos de rescate y reconstrucción de la zona cero donde yacían los restos de miles de víctimas del ataque a las torres gemelas. Era una reacción valerosa en tiempo real al gran desafío terrorista. Y los Estados Unidos resurgió de las cenizas, respondiendo al reto con ese ánimo que sólo la joven nación americana es capaz de imprimir a sus gestas. Porque la verdad—lo escribía obsesiva y tenazmente la periodista italiana en 2002—es que Europa está muerta. Mucho más hoy que entonces, más cautiva de sus propias automutilaciones en primer lugar y de la nueva invasión islámica después.
Algunos, pocos, llevamos mucho tiempo clamando por la natalidad en Europa. Y la primera forma de natalidad debería ser desechar el aborto. Pero nuestras prédicas caen, sistemáticamente, en saco roto. Así, no es extraño que los musulmanes, mucho más conscientes que nosotros de lo que procrear supone para la autodefensa, estén pasando a la ofensiva, porque nos ven débiles, y probablemente lo somos.
En primer lugar, como digo, demográficamente. Pero también en otros aspectos, en el famoso "desarme moral" al que los europeos vienen asistiendo desde hace décadas sin hacer nada por evitarlo. Partiendo de la complejidad de todo esto, que reconozco sin paliativos, existe un mal de fondo que da impulso a cualquier elemento extraño que venga a perturbar nuestra "paz social", y es el profundo anticristianismo de todas las tendencias ideológicas contemporáneas en Europa. ¿Por qué esta animadversión, un tanto patológica? Habría que bucear mucho y no es éste el espacio más apropiado para hacerlo, pero sí podemos aproximarnos al concepto de irreverencia como origen de no pocos problemas que ahora afloran con virulencia.
La revista masacrada en París gusta de esa transgresión, como tantas otras corrientes actuales. Da igual que se cebe con el Corán o con la Biblia, lo cierto es que desde el hagiografiado mil veces mayo del 68—el verdadero punto de lanzamiento de esta manía denigratoria de las religiones—la izquierda europea (que ya ocupa casi todo el espectro político parlamentario) disfruta hiriendo cuanto huela a trascendencia, al igual que le encanta humillar a todo lo anterior a sí misma.
Lo cual no significa, en absoluto, que nadie tenga derecho a tocarle un pelo a nadie. Lo único que afirmo es que todas las violencias no son físicas, y que a veces las morales resultan al menos tan dañinas como aquéllas. Criticar no es ofender. Satirizar, a veces, sí. ¿Se debe ser libre para escarnecer? Lo dudo. Pero en todo caso deberían haber sido las autoridades legales las que pusieran dique a las injurias, no—obviamente—una panda de criminales armados.
Por otra parte, a la presión de culturas extrañas se resiste con las culturas propias, nunca con la misma agresividad que practican los nuevos cruzados medievales de la Media Luna. Europa renunció—en contraste con USA—hace ya mucho a su identidad. También lo recordaba hasta la saciedad la Fallaci, atea militante, desde su exilio neoyorquino. Y el desastre, en mi opinión, tiene ahí su raíz, en la dejación irresponsable de los mismos que el domingo se manifestaban contra el terrorismo islámico. Ellos han conseguido, a base de nihilismo, dos cosas: abrir de nuevo la puertas de Occidente al imperialismo mahometano y degradar de tal forma la política democrática que sólo el extremismo rojo—de momento—parezca tener futuro.

Pero esto es materia de otro artículo.

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