lunes, 22 de diciembre de 2014

VIVENCIAS DE UN CINEASTA PRINCIPIANTE

Tengo que confesar que de cuantas proyecciones de "En el último minuto" se han celebrado hasta ahora, estreno aparte, la que acabamos de tener en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, organizada por la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla ha sido la mejor. No sólo por la asistencia —unas sesenta personas— sino por la calidad del acto, conducido por el hermano mayor, José María Font, y en el que han estado presentes, codo con codo, la actriz (y farmacéutica) Pilar Domínguez y la luchadora incansable pro vida Belén de la Concha Castañeda. Pero también las intervenciones del público fueron valiosas. Uno de los activos más entrañables de esta película hecha sin presupuesto ni ayudas de instituciones públicas ni privadas ha sido eso precisamente, que todo se ha hecho sin alharacas, sin pedantería pseudointelectual, sin esnobismo. El glamour que ha habido —y lo ha habido— ha sido natural, espontáneo y, permítaseme la expresión, humilde. Por eso en ese acto flotó el encanto de lo sencillo y complejo a un tiempo, de lo que huye de lo pretencioso, de lo auténtico, en una palabra.
Y de lo "lego". Ninguno de los que hemos confluido en esta película somos profesionales, y eso se nota en los defectos técnicos, pero también en las virtudes de fondo y forma. La entrega generosa ha sido el armazón de la obra, y eso, en un mundo tomado por el egoísmo, la hipocresía y el sentido mercantil de la vida, se agradece siempre.
Durante dicha cita y la del día siguiente en la Hermandad de San Esteban desgrané ante nuestra "audiencia" —yo prefiero decir auditorio— unas cuantas vivencias de director novato que quiero dejar aquí fijadas. Engarzan con otras que ya he contado en esta página y en la web de la película (www.enelultimominuto.com). El hilo conductor es, como saben quienes de una u otra forma estén vinculados con nuestra aventura, la gracia de Dios, la Divina Providencia, que no nos ha abandonado en ningún momento, hasta el punto de que buena parte de "En el último minuto" debería llevar su firma en los títulos de crédito, si no fuera meternos en camisas de once varas.
Hay, concretamente, dos "casualidades" que quiero confiar a mis lectores. Ambas afloraron en la fase de montaje. Es decir, mucho tiempo después de que fueran rodadas, y más aún de que fueran escritas las escenas en cuestión. En los dos casos, la mano que todo lo rige (siempre viene a mi recuerdo el símbolo que aparece en los ábsides románicos) nos sale al encuentro con una evidencia incluso mayor que si la viéramos en imágenes.
Si se fijan, cuando Belén cuenta a María (Pilar) su experiencia en Pro Vida, hay en el centro, al fondo, una madre sentada junto a su hijo pequeño. Ambos están de espaldas (obligado, puesto que eran dos desconocidos para nosotros). Durante la conversación, las voces del niño son como una banda sonora de fondo. En un determinado momento, el pequeño arroja al suelo un juguete. Su madre se levanta y, de camino que recoge el objeto se dirige con su hijo adentro del bar para abonar la consumición. Todo eso va sucediendo a lo largo del diálogo, que se divide en varios cortes. Finalmente, madre e hijo salen y se marchan.
Cuando monté dicha escena, estaba tan pendiente de lo detalles de la "acción principal" que ésta secundaria se me pasó completamente. Hasta que, ya terminada la edición, revisé el material relajadamente. Y entonces surgió ante mí la maravilla. Era perfecto. Como que no lo habíamos preparado nosotros. Alguien había puesto a esa hora y en ese lugar esa estampa insuperable de maternidad, entre las dos caras que ocupaban el plano destacado y que hablaban de lo mismo: el amor madre-hijo. ¿Casualidad? Venga, hombre…
La segunda "intervención" providencial está colocada antes en la película. María se debate en un infierno de tensiones interiores. No quiere abortar, pero ¿cómo salir adelante con su hijo? Por otra parte, le ponen tan fácil hacerlo… Ha pasado por el abortorio y va a ayudar en el montaje de los pasos de su cofradía, La O de Triana. Lo primero que hace es irse directamente al Sagrario. Se arrodilla en el reclinatorio y reza, igual que lo podría hacer cualquier otra chica en su lugar en cualquier momento. Contempla a la Virgen, que está vestida de hebrea sobre el Tabernáculo. Es una dolorosa, como ella. Y sufre. Sufre con una angustia más punzante que en cualquier otra situación penosa de su corta vida. Implora, entona una plegaria interior, piensa y llora. La cámara recorre la imagen de Nuestra Señora desde la cabeza hasta su vientre. Y he aquí que a esta altura, lo que hay es… una corona de espinas. La tortura lacerante se interpone entre el vientre de María, el mismo que gestó al Crucificado, y los ojos anegados de la otra María, en cuyo vientre parecen clavarse esas espinas.
Hay otra alusión a las espinas, también casual y espontánea, en la conversación entre Asunta Fernández y María en el parque de María Luisa. Asunta lleva una rosa en su mano, y le habla a María el dolor que va siempre unido a la belleza. He de recordar que aquellas palabras salieron de la boca de Asunta sin que yo le indicara nada, porque todos los diálogos entre mujeres, tanto en el parque como en la cafetería, son aportación libre e improvisada de quienes hacían aquellas manifestaciones. O sea, que las espinas aparecieron cuando tenían que hacerlo y donde tenían que hacerlo, sin más guión que la voluntad del Creador, inspirador de ellas.
De ambas "coincidencias" fui consciente a la hora de montar aquellas imágenes. Y ya entraron a formar parte del patrimonio de fe que esta película encierra y que hoy he querido compartir con ustedes como un regalo de Navidad.

Por cierto, Felicidades.

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