Si ustedes visitan una bodega de solera, por ejemplo en
Sanlúcar de Barrameda, les enseñarán una bota con vino que envejece y un
cristal delante a modo de escaparate. Pocas veces he visto un hallazgo tan
simplemente pedagógico, ahora que todo son fórmulas de psicólogos para
“implementar” lo que nos enseñaban nuestras abuelas. En ese instrumento
didáctico hay una línea superior, apenas perceptible a no ser que se fije uno
muy bien moviendo el espinazo. Es como un velo de hongos flotantes sobre la
superficie del caldo. Los capataces de bodega le llaman “la flor”, y a través
de ella pasan los vinos cuando entran en el tonel, acostado, para dormir un
sueño de años, en brazos del aire que viene del Atlántico.
Al otro lado de ese viaje, abajo, en el fondo, está la
madre. Para sacar el vino, ya madurado, se utiliza un orificio frontal que cae
siempre justo por encima de la madre. El poso, que es el que le da sabor al
preciado líquido, es intocable. En él reside la herencia que modula lo más
peculiar del producto. Incluso hay unas bodegas pequeñas y umbrías, ocupando el
centro del complejo fabril, donde se guardan, como en cámaras acorazadas, las
“abuelas” que han dado, a lo largo de siglos, las madres de las que sale el
contenido de las botellas que trasegamos con placer y que tanto nos consuelan
de la estulticia imperante.
Viene tan largo exordio a cuento de aplicar la teoría de la
madre de los vinos a la actual situación española, que defino como situación
porque me gusta hacer honor a los modales que me enseñaron de pequeño. Realmente
es un sainete. Tiene de bueno que resulta entretenido, porque justo cuando
empiezas a aburrirte de un numerito aflora el siguiente. Y es muy circense, con
ese “más difícil todavía” que desafía a nuestra capacidad de asombro.
Todo esto, de muy incierto y preocupante desenlace, se
hubiera evitado con una mayoría absoluta. Por ejemplo, la del PP. Me dispongo,
pues, raudo y veloz, a hacer el diagnóstico electoral que se me ha resistido
desde el 20-D por la noche, cuando vi cómo el rojo y morado de la bandera
republicana invadía la cámara de la Carrera de San Jerónimo.
Ahora lo tengo claro. Fue el aborto. Ya estoy oyendo los
murmullos a media voz: “¡Qué pesado con el aborto! ¿Pero no quedamos en que era
la economía, imbéciles…?” Sí, claro, la economía también, pero explíquenme
entonces por qué el PP perdió no sé cuántos cientos de miles de votos siendo
así que llevábamos casi media legislatura corrigiendo los desaguisados
económicos del de las dos tardes y cosechando buenas cifras de paro (perdón por
el oxímoron).
Ahora lo tengo claro. Al PP le falló la madre. La madre de
los vinos, la solera donde se depositan los votos de convicción, los profundos
y por ellos inamovibles, la reserva que mueve a los indecisos, la garantía de
éxito que asegura unos mínimos resultados a la “casta”, en este caso
conservadora. Esa madre se quedó en casa el 20 de diciembre, y volverá a
quedarse el 26 de junio si se tercia. No retornará hasta que el único partido
parlamentario español que no es de izquierdas ni separatista recupere el punto
número uno de su programa de fondo, de su ideología y de su identidad: la
defensa del no nacido.
Sin madre, los vinos no saben a
nada, y acaban pareciéndose unos a otros hasta concluir en agua sucia. Y sin
madre no hay mayoría absoluta, sólo un ejército de estómagos agradecidos, de
votos mercenarios y unos reemplazos de incautos que se van tras los banderines
de enganche por miedo a “los otros”. Sin madre, además, los diques éticos se
desmoronan como castillos de arena ante la marea de las tentaciones…
económicas. Tras el espectáculo que está dando el PP, ¿cuándo recuperará su
mayoría absoluta? La primera corrupción se produjo la aciaga mañana aquella en
que Ruiz Gallardón se enteró por la radio de que su jefe le había traicionado
en la mayor empresa que se traía el Gobierno entre manos: la de poner fin al
genocidio abortista que ya ha provocado dos millones de nonatos en España. Ese
día, el ex alcalde de Madrid pronunció unas palabras áureas para anunciar que
ponía fin a su carrera política. Lo acaba de recordar en París, durante esa cumbre que no ha salido en los telediarios pero que ha sido el fonendo de un
pulso no extinto, mal que les pese a Rajoy, a Villalobos, a Feijoo, a Monago y
a tantos otros torpes de solemnidad que arrastra este Partido Popular en triste descomposición acelerada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario