jueves, 26 de julio de 2018

PRIMEROS CRISTIANOS DE HISPANIA


El cerro de Mértola está coronado por un castillo en el que tuvo su sede la Orden de Santiago durante un siglo. Fue puesto de avanzada a orillas del Guadiana en la campaña para arrebatar al Islam tierras que fueron antaño cristianas. Y de ello da fe, sobre otra elevación del terreno, uno de los enclaves más emotivos para un seguidor de Jesús y hasta para cualquier persona medianamente culta y sensible que salpican aquellas latitudes ibéricas —portuguesa una orilla y española la otra.
La iglesia paleocristiana de Mértola (ignoramos su advocación, si es que la tuvo), fue también necrópolis del siglo V al VIII, y allí reposaron igualmente, mirando a la Meca, los restos de numerosos mahometanos. Es, sin duda, un lugar santo, en el que después se alzó una escuela y hoy, felizmente recuperado para la ciencia arqueológica, pueden visitarse sus ruinas bajo un moderno y funcional edificio. Sobre el pavimento exterior se ha marcado el perímetro de la basílica, de unas proporciones que delatan las que debió tener el pueblo cristiano de Myrtilis a lo largo de aquel tiempo indefinido que se cerró temporalmente en el 711 y que heredó la cultura grecorromana junto a los despojos del Imperio latino.
El trozo de superficie excavada y mostrada al visitante constituye una especie de poblado de los muertos, oquedades apretadas en las que varias generaciones de santos anónimos quisieron que sus huesos aguardasen la Parusía. Los expertos que han extraído vestigios de aquellas últimas voluntades han colocado, valiéndose de técnicas museísticas impecables, multitud de lápidas sobre un costado del local. Están traducidas al portugués y al inglés. El idioma hermano permite a cualquier español seguirlas sin la menor dificultad. Y en esta galería encontramos los ecos de voces que parecen hablarnos desde ultratumba a través de mil quinientos años de resonancias evangélicas. Merecería la pena que la Iglesia actualizase esas manifestaciones de fe y las lanzase al siglo XXI como lo que son: antorchas encendidas en un paisaje religiosamente lunar donde hacen mucha falta.
Casi una hora estuvimos deambulando, mi mujer y yo, por aquel espacio sagrado en el que hermanos de todas las edades, condiciones y ambos sexos nos hablaban desde la epigrafía volcada en la eternidad de unos sepulcros unidos por la esperanza escatológica y el consuelo de la misericordia eterna. Había poca ornamentación, ciertamente, tan sólo unos pájaros, unas flores y cruces ornadas del Alfa y el Omega. En una de las piezas, se podía ver claramente un arco de herradura, lo cual provocaría ríos de tinta en los eruditos de los años treinta. Todo estaba fechado, en algunos casos con mención hasta de los días que aquel fiel había vivido. El silencio ayudaba a identificarnos con aquellas ánimas que quisieron morir en la paz de Cristo y dejar que la tierra de un templo acogiera sus cuerpos donde cuatrocientos años de oración, cultos, cánticos y sacramentos habían dejado una huella litúrgica trascendente.
Nadie más se acercó por allí en ese rato. Mejor. Por ahora, Mértola presume de su pasado musulmán —tiene un festival bianual y un museo dedicados a dicho dominio, omnipresente en la propaganda turística. Obviamente, el calibre del descubrimiento desentrañado en el yacimiento visigodo está ahí, de modo que no es posible borrar su presencia que los siglos han preservado. Y es que si la media luna ondeó en Mértola durante casi cinco siglos, otros tantos habían doblado las campanas como símbolo de los cristianos que fueron siendo pasto de la muerte y dejado constancia de su paso por el mundo arracimados en torno al altar donde se partía el pan de la Última Cena predicado por los apóstoles. Ellos no sabían que quinientos años después, Mértola volvería a ser cristiana y las inscripciones funerarias con sus nombres serían leídas con unción de condiscípulos y con la misma confianza de creyentes que ellos pusieron al redactarlas… milenio y medio más tarde.

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